Para reforzar la idea de que no hay verdadero tirano sin excentricidad, el libro Dictators’ Dinners: A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants ilustra varios de los extraños gustos gastronómicos de los dictadores más temidos de la historia. El norcoreano Kim Jong-Il adoraba la sopa de perro, pues creía que lo volvía inmune, era casi adicto al coñac Hennessy y tenía un equipo de mujeres que controlaba que los granos de su arroz fueran del mismo color y tamaño. Adolfo Hitler, un consumado vegetariano adepto al puré de papas y al caldo, tenía a 15 mujeres para ingerir su comida, y solo probaba bocado si a los 45 minutos ninguna de estas moría. Josef Stalin, que tenía en sus chefs personales a nada menos que a Spiridon Putin, abuelo del actual presidente ruso, armaba almuerzos de seis horas con juegos para beber, y en estos se ofrecía lo mejor de la cocina georgiana que se basa en ajo, nueces, ciruela y granadilla. Una dieta sin duda menos sofisticada que la de Pol Pot, el camboyano que tenía una debilidad por el estofado de cobra, y un gusto especial por el vino chino, el venado y el brandy.