Antes de que su apellido se paseara por palacios reales y mansiones, como epítome de la máxima opulencia, Louis-François Cartier tenía que ser tocado por un golpe de suerte que le cambiaría la vida en el París de mediados del siglo XIX. Como aprendiz de orfebre, no tenía muchas posibilidades de mejorar sus ingresos, pero los dueños del taller donde trabajaba resolvieron trasladarse a una zona más lujosa y, con su ambición y empeño, pudo ahorrar el dinero para comprar el lugar.
Su hijo Alfred heredó el negocio, que no habría tenido mayor trascendencia, de no ser por la visión de sus vástagos, Louis, Pierre y Jacques, artífices de una audaz estrategia para ascender social y comercialmente, según lo revela Francesca Cartier Brickell, bisnieta del tercero, a quien se le debe la expansión de Cartier por todo el mundo.
Louis-François Cartier era un humilde aprendiz cuando compró el taller que dio inicio a la casa en 1847 en París. En 2009 Brickell encontró en la casa de su abuelo Jean-Jacques Cartier un baúl lleno de cartas firmadas por personalidades como Coco Chanel, Elizabeth Taylor o la Gran Duquesa Vladimir, grandes clientas de la marca. El descubrimiento en la Costa Azul fue el comienzo de una investigación que la llevó a recorrer los pasos de sus antepasados, y que diez años después ha dado como resultado la publicación de The Cartiers: the untold story of the family behind the jewelry empire.
Eduardo VII de Inglaterra llamó a Cartier “el joyero del rey y el rey de los joyeros” y para lograr que alguien de un gusto tan exquisito emitiera semejante elogio, antes fueron necesarios los astutos movimientos del trío de hermanos, algunos de los cuales no eran de su total agrado. Alfred Cartier arregló el matrimonio de Louis con Andrée-Caroline Worth, heredera del pionero de la alta costura Charles Frederick Worth. A pesar de que él desconfiaba de la estabilidad mental de su prometida, era imposible negar las ventajas de un vínculo así: el diseñador de la élite ofrecía una dote de 720.000 francos (3,85 millones de dólares de hoy), y la oportunidad de acceder a sus clientes internacionales, como J.P. Morgan o la emperatriz Eugenia de Montijo, consorte de Napoleón III de Francia. Poco después de la boda, los Cartier ubicaron su tienda en la Rue de la Paix, uno de los más exclusivos paseos comerciales de París. El ascenso de la marca comenzaba.
La duquesa de Cambridge lució en su boda la tiara Halo, de 1936, un regalo del rey George VI para su esposa Elizabeth, los padres de la actual reina Isabel. Grace Kelly, por su parte, recibió todo un joyero de la marca por parte de su esposo Rainiero III de Mónaco para su matrimonio en 1956. En la imagen aparece con un collar de diamantes y una tiara cuyas piezas se pueden desmontar y usar como broches independientes.
Louis encontró en los clubes nocturnos una importante fuente de compradores. Generalmente, los millonarios visitantes de estos lugares representaban una doble oportunidad de venta, pues por cada regalo para sus amantes, compraban otro para sus esposas. ?Pierre, por su parte, tenía un gran instinto para las relaciones públicas y fue el encargado de que sus creaciones cruzaran el Atlántico. En 1908 se casó con Elma Rumsey, hija de Moses Rumsey, un hombre que hizo fortuna en las industrias ferroviaria y de fundición en Estados Unidos. Al año siguiente, el segundo de los Cartier abrió la filial de la compañía en Nueva York.
Al mudarse a esta ciudad, adquirieron el diamante Hope, una célebre gema de 45 quilates que cargaba con una supuesta maldición, pues según la leyenda, quien lo poseyera caería en un destino fatal. Aun así, los Cartier le vendieron la piedra por 180.000 dólares (5 millones de hoy) a Evalyn Walsh McLean, la esposa del irresponsable heredero de la fortuna del Washington Post, Edward Beale McLean. Pierre perdió dinero con los impuestos de esa venta, pero la publicidad que ganó en la prensa era invaluable. La historia de un joyero europeo, un diamante de mal agüero y una mujer de la alta sociedad apareció en todos los periódicos e hizo que Cartier se volviera un referente en la Gran Manzana. Otro suceso que le dio resonancia a la marca en tan importante plaza se dio en 1917, cuando Nellie Plant, la esposa del magnate ferroviario Morton F. Plant, se enamoró de un collar de perlas de un millón de dólares (24 millones de dólares de hoy). Para complacerla, él dio su enorme mansión en la Quinta Avenida como pago por la alhaja. En recuerdo de tan extravagante transacción, la edificación acoge hoy la tienda más importante de la casa Cartier en Estados Unidos.
Jacques Cartier conquistó a nuevos clientes en India, como el maharajá Yadavindra Singh de Patiala, para quien creó en 1928 este fabuloso collar con cerca de 3000 diamantes, incluido el De Beers, entonces el séptimo más grande del mundo. Una de las piezas más célebres del joyero de Liz Taylor fue el diamante Taylor-Burton, un obsequió de su esposo Richard Burton, con quien protagonizó una turbulenta historia de amor.
Jacques, relata su bisnieta, estuvo a punto de apartarse de la compañía familiar y volverse sacerdote, pero su amor por Nelly Harjes, la hija del banquero John Harjes, lo disuadió de sus planes y más bien se concentró en conquistar mercados atractivos como Inglaterra y sus colonias. En la India, se conectó con maharajás que encargaron algunas de las obras maestras de Cartier, como el majestuoso collar de Patiala. Mientras Louis creaba y Pierre se encargaba de los asuntos empresariales y las relaciones públicas, en sus recorridos alrededor del globo Jacques exploraba y descubría además gemas exóticas.
En Bagdad los Cartier hallaron una esmeralda tan grande que para venderla tuvieron que partirla por la mitad. El rey Eduardo VIII de Inglaterra adquirió na de 19 quilates y con ella mandó a hacer el anillo de compromiso para su esposa Wallis Simpson, a quien solía comprarle joyas que la hicieran sentir parte de la realeza. En 2011, la sobrina del monarca, la reina Isabel II, le prestó a Kate Middleton para su boda con el príncipe William, una tiara de Cartier que Jacques había hecho por encargo en 1936.
El exrey Eduardo VIII compensaba a su esposa Wallis por la humillación de que fue objeto por parte de la realeza, regalándole ensoñadoras prendas de Cartier como este collar de amatistas y turquesas. El diamante Hope estaba maldito, pero los Cartier lo compraron y se lo revendieron a la millonaria y derrochadora Evalyn Walsh McLean (derecha). Fue un mal negocio, pero así la firma se dio a conocer en la high life de Nueva York.
Desde comienzos del siglo XX hasta la Segunda Guerra Mundial los hermanos recibieron la solicitud de quince casas reales para convertirse en sus proveedores. Winston Churchill, el sultán de Brunei, The Beatles, Richard Burton y Elizabeth Taylor también fueron sus clientes. A comienzos de la década de 1970 los herederos de Louis, Pierre y Jacques vendieron la empresa, que estuvo en poder de su familia por más de un siglo y hoy pertenece a Richemont, el tercer conglomerado más grande de marcas de lujo. * Este artículo hace parte de la última edición de la revista Jet Set. Puede leer otros aquí.