La mujer del césar no solo debe ser honesta, sino parecerlo”, dice una frase popular. Nunca como en la época de la Guerra Fría esa era una verdad oficial. Desde John Glenn hasta Neil Armstrong, todos tenían que ser tanto excelentes en el trabajo, como maravillosos maridos y extraodinarios padres de niños que correteaban por sus jardines impecables. Sus esposas asumieron a cabalidad su papel en esos escenarios perfectos y se convirtieron en estrellas y modelos a seguir. Aparecían en revistas y miles de mujeres imitaban su gusto para vestirse y decorar sus casas.  Pero, como era de esperarse, no podía ser verdad tanta belleza y un libro de reciente aparición, El club de las esposas de astronautas, vino a romper el hechizo. La obra, de la escritora Lily Koppel, cuenta las dificultades de esos 30 matrimonios supuestamente perfectos, de los cuales solo un puñado sobrevivió a las hazañas de los maridos. “Lo más difícil debió ser la soledad. Ellas no podían expresar sus miedos sobre los riesgos del trabajo de sus cónyuges ni su preocupación sobre lo que podían estar haciendo lejos a escondidas de ellas”, dijo Koppel a SEMANA. No es para menos, pues mientras las señoras se quedaban en complejos militares en Houston, los hombres se iban a entrenar a Cabo Cañaveral en Florida. Allí no solo estaban lejos de casa y no tenían que rendirle cuentas a nadie, sino que miles de jóvenes bellas y bronceadas los perseguían a todas partes como fanáticas de un grupo de rock. Por supuesto, los rivales de los cosmonautas cedieron más de una vez ante los encantos de las cape cookies, como se conocía a las fervientes seguidoras. Louise, la esposa de Alan Shepard, considerado el primer estadounidense en ir al espacio, fue una de las pocas que logró sacar adelante su matrimonio a pesar de las constantes infidelidades de su marido. Su compostura y aplomo ante los rumores le merecieron el apodo de Santa Louise. Incluso, alguna vez dijo que soportaba todas las aventuras de Alan porque “yo soy a quien realmente ama”.  Sin embargo, no todas tuvieron la misma paciencia. Gordon Cooper, el primer hombre que durmió en el espacio, se estaba acostando con la mujer del prójimo desde antes de que lo escogieran para el programa espacial Mercury. En principio, su esposa Trudy se quiso separar, pero “sin un matrimonio ideal, no había viaje a las estrellas”, explica Koppel. Por eso Cooper le pidió a su mujer que se quedara con él. La señora de la casa lo toleró un par de años, pero finalmente le pidió el divorcio a finales de los años sesenta.  Como si los engaños no bastaran, a muchas les tocó soportar la displicencia de sus esposos que volvían a casa después de salir al espacio y todo les parecía insignificante. “Cuando Buzz Aldrin volvió de la Luna, su esposa creyó que sus vidas volverían a la normalidad. Sin embargo, él, siempre distante, le dijo: ‘Es ingenuo pensar eso. Yo ya fui a la Luna; nada volverá a ser como antes’”, contó Koppel a esta revista. Y tal como lo predijo Aldrin, nada fue igual. Él empezó a sufrir de depresión y se sumió en el alcohol, y ella finalmente le pidió el divorcio en 1972. Otros terminaron por circunstancias trágicas, pues los riesgos del trabajo eran altísimos y las señoras de los astronautas vieron más de una vez que los cohetes de prueba explotaban al despegar. La posibilidad de perder al marido les causaba mucha más angustia a las mujeres que cualquier otra cosa. De ahí que Susan Borman, la esposa del comandante del Apollo 8, se hubiera sumido en el alcohol. Es más, cuando tuvo que presenciar el lanzamiento del cohete en que iba Frank Borman, empezó a escribir el obituario por si algo fallaba. Peor suerte tuvo Pat, viuda de Edward White, quien murió junto con Virgil Grissom y Roger Chaffee cuando su cápsula de entrenamiento se incendió. Las mujeres de los últimos eventualmente siguieron con sus vidas, pero Pat jamás superó la pérdida. Aunque se casó de nuevo, en 1991 se suicidó.  Con todos esos problemas, las mujeres se reunieron y formaron una red de apoyo que llamaron El club de las esposas de astronautas. Juntas afrontaron todas sus crisis, miedos y problemas y las que aún viven mantienen lazos de amistad mucho más fuertes que cualquiera de los hombres de los programas Mercury, Gemini o Apollo. Lo más impresionante es que ellas fueron la columna vertebral de quienes ganaron la carrera espacial, las que mantuvieron un frente unido para cumplir con los requerimientos de la Nasa y permitirle a sus maridos alcanzar el poder y la gloria. No en vano el astronauta John Glenn, uno de los pocos que sigue con su pareja, alguna vez dijo: “Ninguno hubiera podido hacer esto si no nos apoyaran en casa”.