Con el transcurso de los años Gloria Zea pasó de ser un personaje a ser una institución. En concreto, el símbolo de la cultura colombiana. La semana pasada, después de 47 años en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, presentó su renuncia ante ese organismo que nunca hubiera sido lo que llegó a convertirse si no fuera por ella. Su vida ha sido apasionante, y no solo en el ámbito de la cultura. Ha tenido más experiencias, más triunfos y mas sinsabores que la mayoría de las personas. Y por eso tiene más anécdotas qué contar que la mayoría de la gente. Muchas veces le han sugerido escribir su autobiografía. Siempre se ha negado, pero al ver el balance de su vida y obra en este último medio siglo sus amigos esperan que cambie de opinión. Porque sus ejecutorias no son pocas. Llevó la colección de arte del museo, de 80 obras cuando lo recibió en 1969, a las 3.633 de hoy. Gestó la construcción del elegante inmueble diseñado por Rogelio Salmona donde hoy se encuentran las instalaciones. Y luego como directora de Colcultura hizo que Colombia saliera del provincialismo cultural al traer la ópera, hacer múltiples restauraciones como el Teatro Colón y al impulsar importantes publicaciones en historia, sociología y literatura. Como era de esperarse, esa larga travesía esta llena de anécdotas interesantes sobre cómo trajo obras de Picasso y de Chagall por primera vez al país, sobre como Alejandro Obregón era mucho más tímido de lo que parecía, mientras que con el expresidente Alberto Lleras sucedía exactamente lo contrario. Detrás de esa fisonomía adusta, había un hombre encantador. Creció en el hogar de Germán Zea, uno de los prohombres del Partido Liberal en la segunda mitad del siglo XX. Como su padre fue varias veces ministro y embajador, fue una niña privilegiada. Conoció el mundo en su juventud, cuando pocos colombianos podían hacerlo, y creció en una familia que era un punto de encuentro de los poderosos del país. En 1955 estudiaba Arte en Estados Unidos, pero en una visita decembrina a Colombia coincidió con el expresidente Alberto Lleras en su casa. El entonces rector de la Universidad de los Andes, a quien Zea consideraba su ídolo, la convenció de regresar a estudiar en esa alma máter. Él mismo le hizo el recorrido y la enroló. Precisamente allí, en una clase de pintura, conoció a Fernando Botero. Era su profesor pero pronto se convirtió en su marido. Se fueron a México, donde una estadía corta se extendió por dos años, y allá nació su primer hijo Fernando. Luego volvieron a Colombia, donde nacieron Lina y Juan Carlos. Con su regreso llegaron los retos intempestivos. Casi de un día para otro, por pedido de Daniel Arango, asumió la cátedra de Humanidades que dictaba Ramón de Zubiría en Los Andes. Enseñar la aterrorizó en un comienzo, pero cumplió cabalmente al darles clases muchas veces a alumnos mayores que ella. La experiencia cambió su vida. “Me permitió conocer a unos seres humanos extraordinarios, a los intelectuales más importantes de este país. Eso me formó, fue un punto de quiebre fundamental. Y selló mi contacto muy profundo con Los Andes”, aseguró a SEMANA. Pero la persona más importante en esa época fue Marta Traba, la argentina gestora y abanderada del arte moderno en Colombia, que había sido su profesora en los años cincuenta y se había vuelto su colega. Se adoraban y, en medio de la idolatría que Gloria expresaba por su mentora, trabajaron varias veces a cuatro manos en artículos y en programas de televisión. Esa amistad cambiaría su vida profesional. Gloria volvió a Nueva York con Botero, pero allá se separaron en 1960. Zea se mantuvo en la ciudad para no alejar a sus hijos del pintor. Y allá coincidió dos años después con el empresario Andrés Uribe Campuzano, contemporáneo y amigo de su padre, conocido como Mr. Coffee, por su labor en la Federación Nacional de Cafeteros. Se casó en 1963, contra los deseos de Germán Zea, con el hombre que todavía destaca como el “más maravilloso, generoso y noble que conocí” y con quien compartía un profundo amor por la poesía. Vivió con lujos en la Gran Manzana, estableció contactos con importantes entes del arte, y luego regresó a Colombia. Con Uribe Campuzano vivió 17 años felices. En 1969, recién aterrizada, su compinche Marta Traba la llevó a almorzar al hotel Continental y le indicó que asumiría como directora del Museo de Arte Moderno. Traba, quien ostentaba el cargo, se había enamorado de Ángel Rama y viajaría a Venezuela. “Tienes que hacer el museo que yo no pude hacer”, le dijo la argentina. El MamBo, que había cobrado vida en 1955, que Traba había asumido en 1963 y cuyas 80 obras estaban en la Universidad Nacional resultó otro reto intempestivo que Gloria Zea abrazó. Cuando comenzó a dirigirlo, pasó de ser una dama admirada por su belleza a ser una respetada figura en el mundo del arte. Desde el inicio de su gestión apuntó alto. Gestionó con Bavaria una sede, por un año, gracias al industrial Carlos J. Echavarría y el entonces jefe de Relaciones Públicas de la compañía, Bernardo Hoyos. Allá montó sus primeras exposiciones. Empezó con Alexander Calder, a quien nadie conocía en Colombia y, para arrastrar al público, gestionó con el MoMa de Nueva York el préstamo de Tres mujeres en la fuente de Picasso y con el Guggenheim el de La Novia de Chagall. La segunda exposición, tan memorable para Zea como la primera, abordó a Andrés de Santamaría. Viajó con su marido para conseguir sus pinturas a Bélgica y a los Llanos Orientales de Colombia, donde vivían las dos hijas del artista. La directora honró su compromiso y devolvió los locales de Bavaria tras un año, y con Rogelio Salmona salió a buscar un nuevo espacio. Encontraron uno en el recién terminado Planetario Distrital, pero para usarlo necesitaban un permiso del Concejo de Bogotá que presidía María Eugenia Rojas. No se querían. Rojas creía a Zea una burguesa elitista, pero Zea no se resignó. Le siguió la pista y una noche en la que Rojas comía donde una amiga en común, la llamó. “Sé que cree que el museo es una entidad elitista, pero yo le pido, vaya mañana que es sábado, y si lo que ve es elitista, no le pido más”. El día después Zea esperó nerviosa un veredicto. Rojas la llamó a las cinco de la tarde: “Es suyo doña Gloria”, le dijo. Allá permaneció siete años. Ella modestamente le atribuye su éxito a los que considera los mentores de su vida. Además de sus tres maridos, Fernando Botero, Andrés Uribe Campuzano y el actual, Giorgio Antei, reconoce una gratitud enorme con el expresidente Lleras, con Rogelio Salmona y con Belisario Betancur. Lleras la encauzó en la academia artística en Colombia y los dos últimos, desde sus capacidades, aportaron enormes granos de arena para construir la sede del MamBo, que solo en 1985 se entregó completa con los cuatro pisos planeados originalmente. Salmona jamás cobró un peso por los diseños originales y por los constantes cambios. Betancur estuvo dispuesto a respaldar con su propia firma un préstamo con las corporaciones de ahorro necesario para terminar la obra. Su legado como directora del MamBo quedará registrado de todas las formas. En abril próximo se publicarán dos grandes tomos por gestión de sus amigos Francia Escobar de Zárate, Gabriel Zárate y Efraín Otero. El primero cubrirá las 100 obras icónicas del museo y el segundo abarcará las fichas técnicas de las obras y una amplia cronología de vida de la institución. Por décadas, Zea ha sacrificado su integridad física y su tiempo familiar para mantener el museo funcionando. Ha gestionado años tras años los fondos necesarios para albergar cientos de exposiciones y colecciones (Calder, Rodin, Klee, Miró, Andrés de Santamaría, Alejandro Obregón, Edgar Negret, entre otras). Las críticas nunca dejaron de llover sobre su manera de operar el museo, para muchos ‘personalista’. El artista plástico Carlos Salas asegura que “una labor titánica como la de Gloria en el museo pasa por grandes aciertos y uno que otro desacierto. Yo soy de los que se centran en los logros”. Para el artista, “nunca se podrán desligar MamBo y Gloria Zea”. Gloria reconoce que es hora de dar un paso al costado, pero su fe en el futuro reconforta. Describe a Claudia Hakim, su sucesora, como una persona extraordinaria, profesional, seria, inteligente, capaz, íntegra, y un bello ser humano, un rasgo que cada vez aprecia más. “Yo traje hasta aquí el museo, a ella le corresponde desplegar hasta el máximo sus alas”, concluye. Pero su impronta en el arte colombiano abarca mucho más que el MamBo. Cuando el presidente Alfonso López Michelsen la llamó a ofrecerle la dirección de Colcultura, ella se duplicó y lideró sus varias tareas en esa entidad y en el museo, delegando y controlando a sus colaboradores como “todo un general de la República”. Ella sabía de artes plásticas, de música, de cultura, pero no tenía experiencia administrativa. Sin embargo, coherente con sus decisiones, asumió el cargo. Hasta la fecha su labor a la cabeza de esa entidad es quizás la más recordada, desde lo memorable e impactante hasta lo polémico. Hoy varias entidades promueven ópera en Colombia, pero desde Colcultura Gloria Zea plantó la semilla. Culminó la restauración del Teatro Colón, apoyó la orquesta sinfónica, y luego escuchó a Alberto Upegui y Hyalmar de Greiff, sus curadores cercanos, que le dijeron: “Ya tenemos teatro, tenemos orquesta, ¿por qué no ópera?”. Como nunca faltó ambición se montaron La Traviata y La Bohème. Según cuenta Zea, “fueron un éxito tan alucinante que seguimos”. Le dijeron elitista por apostar por la ópera de primer nivel en Colombia. Pero el vacío se sintió poderosamente cuando terminó su periodo en Colcultura, se cerró la Fundación Asartes que le encontraba financiación privada al género, y este quedó en vilo. Años después, un torrente de jóvenes cantantes, entre ellos el barítono Sergio Hernández y la soprano Juanita Lascarro, fueron a decirle que eran hijos de la Ópera de Colombia y que necesitaban su ayuda para devolver el género a los escenarios. Se montó una audición, y apenas empezaron a cantar, Gloria supo que volvería al ruedo. Desde 1988 también dirigió la Fundación Camarín del Carmen, en el mágico espacio del centro de Bogotá, dedicada a divulgar las artes escénicas, desde donde pudo aportar al regreso de la ópera. Zea dirigió Colcultura ocho años. Desde allá publicó 1.000 libros, entre estos Biblioteca básica colombiana, Biblioteca popular de Colcultura y Manual de Historia Colombiana. También inició el programa de recuperación del patrimonio cultural. Restauró varias iglesias en Bogotá y Tunja, y, como si fuera poco, gestionó uno de los descubrimientos arqueológicos más relevantes de la historia de Colombia. El Instituto Colombiano de Antropología, dependencia de Colcultura, investigaba los sitios arqueológicos sobre el río Buritaca en la Sierra Nevada de Santa Marta. Se habían encontrado 200 sitios arqueológicos hasta que, según cuenta: “Un día me llamó Álvaro Soto, director del Icanh de ese entonces, me dijo que habían encontrado un sitio mucho más grande que los otros. Le pusimos Buritaca 200. Fue en ese momento cuando el país descubrió Ciudad Perdida. Estaba cubierta por maleza de la selva, y nadie se imagina la emoción que eso fue”. Al volver a Bogotá, al mes la citaron al Congreso de la república. Allá, se le acusó de descuidar a San Agustín por pararle tantas bolas a lo que algunos ignorantes llamaban ‘Ciudad mentira’. ‘Saudade’ El aire en las oficinas del MamBo está cargado de añoranza. En los ojos llorosos y la voz que se quiebra de su colaborador Jaime Pulido, el director de departamento de registro y, por consiguiente, la memoria gráfica del museo, se reconoce que Zea creó empleo, pero sobre todo generó devoción entre sus colaboradores. “Ha sido un honor trabajar con ella”, expresa Pulido. Sus 46 años de colaboración terminan. No hay forma no emotiva de vivir el momento. Su familia, quizás más consciente que nadie de su talante, entrega y determinación, tomó cartas en el asunto. En su más reciente cumpleaños, en diciembre, sus hijos y su marido Giorgio –con quien lleva 28 años de relación- la convocaron a un restaurante de Bogotá. Llegaron desde México, desde Italia, con un pedido específico y no negociable. “Mamá, hasta aquí vas, no más, renuncias”. Contra la pared, no pudo sino seguirles la corriente. Fernando Botero, uno de sus siete nietos, la considera una persona que no esconde sus emociones, muy cercana a quienes ama y muy informada. “Si se le pregunta sobre James en el Real Madrid opina. Ha sido una extraordinaria abuela, y siempre nos ha inculcado leer, ver exposiciones, ver ópera, nos ha hecho parte del mundo”. Botero pinta una imagen que de ahora en adelante puede volverse más común: “Le fascina su finca en Tabio, el plan es tranquilo allá, ella lee mucho, le gusta mucho estar pendiente de su jardín, le gusta ver series, películas”. A manera de cierre de una historia de vida fabulosa que no ha estado exenta de golpes, Gloria asegura: “Solo hay una forma de vivir, siguiendo la propia consciencia, el corazón, y con una regla ética que uno se pone a sí mismo. También sabiendo personalmente que lo que se está haciendo está bien. La crítica es inherente al que sale de la sombra. Soy Ph.D de la universidad de la vida en eso”.