Un fantasma aún persigue a Oliver Stone en las noches, a sus 73 años: el del primer hombre que mató. Era 1968, tenía 21 años, estaba peleando en Vietnam y hombres del Vietcong habían emboscado su batallón. Él recuerda que primero cayeron algunos disparos sueltos, como si no fuera gran cosa, pero segundos después ya estaba tirado en el suelo, resguardándose de una tormenta de balas. “No sé qué pasó por mi cabeza. Tal vez sentía frío, tal vez estaba enojado por la inutilidad de todo o tal vez solo me dolía la cabeza. Pero me paré, desactivé mi granada y la lancé a un agujero desde donde nos disparaban”, cuenta. Unos minutos después pudo ver a su víctima: un hombre de su edad, desgarrado, mutilado y evidentemente muerto. “No he dejado de ver esa imagen (...) pero no siento culpa. Él está muerto, yo vivo. Así es como funciona”.

La anécdota aparece en Chasing the Light (Persiguiendo la luz), el libro de memorias del cineasta estadounidense que acaba de salir a la venta en su país. Un texto que generó expectativas debido a las polémicas que envuelven a su autor, un hombre con ideas de izquierda que muchos consideran radicales. Alguien que ha sido muy cercano a personajes como Fidel Castro, Vladímir Putin y Hugo Chávez. Contrario a lo esperado, sin embargo, el libro tiene muy poco de política y mucho de su juventud, su paso por Vietnam y sus excesos con las drogas.  “No sabía lo que quería de mi vida en ese entonces. Solo tenía clara una cosa: no quería ser como mi padre, un corredor de bolsa”, explica Stone en el libro. Stone nació de un matrimonio que se conoció en medio de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, un judío, peleaba en el frente y su mamá era una campesina francesa muy católica. Al llegar a Estados Unidos, sin embargo, su padre tuvo éxito como corredor de bolsa y el pequeño Oliver tuvo una niñez privilegiada y feliz. Pero a los 16 años, internado en un colegio de Pensilvania, se enteró por teléfono de que sus papás se habían divorciado y de que vivían una vida de mentiras, llena de amantes y aventuras. Asombrado, entró en una profunda crisis de identidad que lo marcó para siempre: “Si mis padres se hubiesen conocido realmente antes de casarse, nunca se habrían unido, y yo nunca hubiera existido. Mis primeros 15 años habían sido una mentira, una ilusión”, escribe.

Desarrolló entonces una rebeldía que se cristalizó en 1965, cuando abandonó la Universidad de Yale para irse a enseñar inglés en las escuelas de lo que entonces se llamaba Vietnam del Sur, y para enrolarse por un mes como ayudante en un barco mercante. “No sabía lo que quería de mi vida en ese entonces. Solo tenía clara una cosa: no quería ser como mi padre”, explica. Así, dando tumbos, terminó de voluntario en el Ejército estadounidense para irse a la guerra de Vietnam en abril de 1967.

Su paso por Vietnam lo marcó tanto que 20 años después volvió a la misma selva de la que había salido vivo para filmar su visión de la guerra. En ella participaron Willem Dafoe, Charlie Sheen y Tom Berenger.  La experiencia lo marcó tanto que le dedica gran parte de su libro. Habla del trauma que le dejaron sus compañeros muertos, de imágenes de “cuerpos carbonizados”, y del día en que más cerca sintió la muerte: luego de una emboscada en las inmediaciones de Camboya, en la que tuvo que enterrarse para que no lo matara su propio ejército, que pasó rociando napalm. “Cuando desperté vi hombres que murieron haciendo muecas, en posiciones congeladas, algunos de ellos todavía de pie o arrodillados, con la muerte química blanca en sus rostros”, escribe. Con la plata que había ahorrado compró varios apartamentos baratos. En uno de ellos, rodeado de drogadictos, ladrones y vagabundos, comenzó a escribir sus primeros guiones. Allí estuvo más de un año, pasó por varias divisiones y recibió nueve medallas por sus servicios. También fue herido y evacuado dos veces: la primera, cuando un pedazo de bala le atravesó parte del cuello, y la segunda, cuando la metralla penetró sus glúteos y sus piernas. Finalmente volvió a Estados Unidos en noviembre de 1968, a sus 22 años.

No regresó de inmediato a su casa ni llamó a sus papás a decirles que había vuelto. Apenas salió de la estación militar en la que lo habían dejado, y para tratar de tapar las sensaciones que lo abrumaban, se fue a recorrer varias ciudades de Estados Unidos sin rumbo fijo. Se emborrachó, probó el LSD y cruzó la frontera con México hacia Tijuana, en busca de “fiesta, licor y una mujer, como cualquier marinero”. Su periplo terminó en el instante en que, al regresar a Estados Unidos, las autoridades lo encontraron con una bolsa de 60 gramos de marihuana vietnamita y lo mandaron a una cárcel de San Diego por contrabando. Su papá lo sacó de los apuros y se lo llevó de vuelta para Nueva York. Con la plata que había ahorrado del Ejército compró varios apartamentos baratos en el centro de la ciudad, entonces dominado por el hampa. En uno de ellos, rodeado de drogadictos, ladrones y vagabundos, comenzó a escribir sus primeros guiones de cine para tratar de sacar el dolor y los pensamientos que tenía sobre la guerra. No era una actividad extraña: su papá había intentado escribir obras de teatro en su juventud y solía llevarlo a ver películas y hablaban sobre cómo mejorar los argumentos. Esos primeros intentos no fructificaron, pero lo llevaron a estudiar cine en la Universidad de Nueva York. Escribía guiones y estudiaba en el día mientras trabajaba de taxista por las noches. En esa época alcanzó a casarse y a divorciarse por primera vez, y al final, nuevamente desubicado, decidió empacar maletas y se mudó a Los Ángeles, la meca del cine, con varios de sus libretos debajo del brazo.

Uno de ellos se titulaba Pelotón, con una historia sobre Vietnam en la que volcó toda su experiencia personal. Pero para ese entonces nadie quería hacer una cinta sobre una guerra tan impopular, la primera perdida por Estados Unidos Tuvo su primer éxito con el guion de Midnight Express (Expreso de Medianoche), que le significó un Óscar como libretista en 1979. Creyendo que con el galardón ya tenía el camino del éxito asegurado, se atrevió a filmar su primera película como director: The Hand, no obstante, fracasó absolutamente.

Llegó a la cúspide a los 40 años, cuando ganó el Óscar como mejor director por Pelotón. A partir de entonces, su cine se hizo mucho más político y controversial.  Deprimido, se refugió en la droga, esta vez no con LSD, sino con cocaína y heroína. Lo dejaron de llamar en Hollywood y su naciente carrera se estaba yendo a pique, así que luego de varios meses de inactividad, decidió mudarse a París con su novia de entonces para aclarar las cosas.

El espacio le vino bien: cuando volvió a Los Ángeles, en 1982, tenía el guion de Scarface, que Brian de Palma transformó en un clásico. Luego consiguió la plata para hacer dos de las películas que tenía escritas desde hacía años: Salvador, sobre la guerra civil en ese país centroamericano, y Pelotón, para la cual se volvió a internar en la selva, de la que había salido años atrás. El público y la crítica aclamaron ambas cintas, pero Pelotón le abrió la puerta al olimpo del cine: en 1987 ganó el Óscar a mejor director y a mejor película, toda una sorpresa que fue recibida por alborozo por el público. 

Stone termina su autobiografía en este punto como el hijo rebelde de padres divorciados que sobrevive a Vietnam y logra conquistar Hollywood. Para conocer cómo vivió lo que vino después, con películas como JFK, Nacido el 4 de julio, Asesinos por naturaleza o sus polémicas relaciones con Chávez, Castro y Putin, habrá que esperar a que saque una segunda parte.