La figura de Anna Wintour es tan inconfundible como la de la reina Isabel. Desde los 26 años tiene el mismo corte de pelo, estilo bob, una predilección por las gafas oscuras y una fascinación por los vestidos estampados de Prada, que siempre luce con un par de zapatos Manolo Blahnik.
Que no cambie su estilo dice mucho de la persona que se ha coronado como la emperadora de la moda, al ser la directora de la revista Vogue en Estados Unidos, la directora artística de Condé Nast, una de las casas editoriales más influyentes en el campo, y la anfitriona de la Gala del Met, el evento cumbre de la moda en el mundo. Cómo ha logrado mantener su hegemonía a los 72 años es una de las incógnitas para muchos, especialmente cuando Wintour ha tenido la fama de contar con una personalidad rígida e implacable, que inspiró la cinta El diablo viste de Prada.
Desde sus comienzos, la apodaban como Nuclear Wintour, un juego de palabras en inglés que traduciría invierno nuclear.
La nueva biografía de Wintour, Anna, escrita por Amy Odell con las entrevistas a cientos de personas que la conocen o trabajaron con ella, pretende resolver ese misterio: es la amorosa abuela que cambia pañales a sus nietos, como lo afirman algunos, o la fría y calculadora mujer que adora los abrigos de piel, por lo cual muchos la comparan con Cruella de Vil, el personaje de Disney.
La verdad es que ella es todo eso y más. En este nuevo y fascinante relato sobre su vida, tejido con cientos de testimonios, Odell la dibuja como un personaje enigmático y sin sentido del humor, pero también como una mujer talentosa que supo adaptarse a los cambios.
Así, ha logrado un puesto entre la élite mundial y se ha mantenido a pesar del tiempo. Odell destaca tres elementos a su favor para conquistar esa cima. El primero es su talento y capacidad de trabajo, que son innegables, heredados de su padre, Charlie Wintour, un inglés y muy reconocido editor del diario Evening Standard, quien le enseñó lo que necesitaba saber del periodismo. Su madre, miembro de una familia influyente de Estados Unidos, la ayudó a cosechar amistades en las altas esferas desde muy pequeña.
Dice la autora que ella siempre se ha transado solo por ser amiga de los mejores en cada campo: Kanye West, Serena Williams, la princesa Diana, Roger Federer, Hillary Clinton, los Obama, Amal Clooney. La lista se ha ido ampliando a Hugh Jackman, Bernard Arnault y Oprah, quien tuvo que bajar 20 libras si quería aparecer en la portada de Vogue.
La segunda clave es que siempre ha estado rodeada de un gran y leal equipo. Es cierto que muchos de sus asistentes acabaron exhaustos ante sus caprichos y exigencias. Pero otros la han acompañado de manera fiel en todos sus trabajos gracias a que, en retribución, reciben buenos salarios y vestuarios de diseñador aprobados por ella misma, que nadie sabe cómo paga.
En tercera instancia, está su capacidad camaleónica. Odell dice que Anna siempre se ha adaptado a las circunstancias, pues ha sabido leer los tiempos para tomar buenas decisiones: fue quien primero supo que era mejor tener celebridades a modelos en sus portadas y que eventos como el del Met debían incluir famosos, como Rihanna y Lady Gaga, para subsistir y crecer, a pesar de la crítica de que la gala estaba bajando de categoría. Los comienzos de la joven Anna en los medios no fueron buenos. Fue despedida por tres jefes, y luego contratada por la revista Viva, una especie de Penthouse para mujeres, que no tuvo éxito.
En 1990 no se perfilaba en un alto puesto editorial. Pero como a todos los famosos, le llegó el momento de quiebre cuando los directivos de Condé Nast, editores de The New Yorker y Vogue, le echaron el ojo y la llevaron a trabajar a la Vogue de Inglaterra, que competiría con la de Estados Unidos, donde fungía como editora en jefe Grace Mirabella.
Allí ella logró milagros: aumentó la circulación en una cantidad relativamente modesta de 6.000 suscriptores, pero aun así una cifra importante para sus jefes. Además, incrementó los ingresos por anuncios publicitarios. Ante el éxito de su mandato, a los 18 meses le ofrecieron la joya de Condé Nast: ser la jefa de Vogue en Estados Unidos. Mirabella se enteró de su salida por medio de un chisme en la televisión. Desde entonces, Anna ha sido indestronable.
Todo ello, a pesar de que, en 2003, la exasistente de Wintour, Lauren Weisberger, publicó The Devil Wears Prada (El diablo viste de Prada), una ficción que no disimulaba estar basada en su propia experiencia de trabajo en Vogue America, al lado de Anna.
El libro pasó sin pena ni gloria, pero la película, protagonizada por Meryl Streep y Anne Hathaway, se convirtió en un éxito de taquilla que ganó más de 300 millones de dólares y catapultó a la fama a Wintour. Como era de esperarse, el personaje más odiado de la serie, Miranda Pristley, fue inspirado en ella y todo el mundo quería saber quién era la mujer de carne y hueso que pedía a sus asistentes el café en las mañanas a una temperatura exacta y otras excentricidades.
Wintour nunca perdonó a Weisberger por lo que consideró había sido una deslealtad de marca mayor, pero hoy nadie duda de que la película catapultó su imagen. Y es que, según Odell, el poder de Anna reside en su silencio, su mirada fría y su personalidad quisquillosa.
Era tal su odio a las arrugas que una vez, afirma la autora, hizo retocar la grasa debajo de la barbilla de un bebé antes de que pudiera admitirse en las páginas de su revista. Empezó a saberse de sus exigentes estándares cuando un editor de belleza sugirió como tema a Gwyneth Paltrow y su línea de maquillaje Goop, y Wintour respondió: “Si lo haces, asegúrate de que la retoquemos, pues ella está muy mal por estos días”.
El libro cuenta detalles fascinantes de su día a día. Anna comienza a enviar correos electrónicos a las cinco de la mañana, espera que los asistentes trabajen 24/7, y nunca habla de trivialidades ni deja que la vida personal afecte su desempeño.
A las seis de la mañana juega tenis, enfundada en una sudadera Prada de color rosa o morada. Camino a la oficina y desde su carro envía mensajes de texto y al llegar a la oficina les da a las mujeres que trabajan para ella el “toque”, es decir, una mirada que les permite saber si aprueba su trabajo o no. No sonríe a menos que quiera, es mala para recordar nombres, le gusta la carne roja y odia las verduras. Wintour tuvo muchos novios antes de casarse en 1984 con David Shaffer, psiquiatra infantil de la Universidad de Columbia.
Él es 13 años mayor que ella y Odell sugiere que era una figura paterna que hacía las veces de consejero interno, en la vida y el trabajo. El matrimonio se acabó cuando Wintour tuvo una aventura con Shelby Bryan, millonario de Texas. Sus dos hijos son cercanos a ella, y, según el libro, en sus ratos libres ejerce como espléndida abuela, lo que hace pensar que toda la frialdad que se le endilga sería producto de su timidez.
Lo más llamativo es que con estas peculiaridades, que le habrían valido un despido por maltrato laboral hace mucho tiempo, Wintour ha logrado resistir en su cargo, por el que recibe un millonario cheque mensual. Pero lo más fascinante es que mientras las revistas tiemblan por la influencia de internet y muchas desaparecen para darles paso a portales en línea, la importancia de Anna sigue hoy más sólida que nunca.