Ni Italia ni el mundo han podido olvidar a Patrizia Reggiani, conocida como Lady Gucci antes de que se revelara como asesina.
Ella misma ha alimentado su leyenda, con apariciones esporádicas en las que ofrece nuevas impresiones del delito que la llevó a la cárcel por 16 años hasta 2014, cuando obtuvo la libertad condicional.
Hace poco, se volvió a saber de ella por una entrevista al Corriere della Sera, de Milán, ciudad desde donde desplegó su fama como la “Elizabeth Taylor del lujo”, por su parecido con la actriz. También es conocida por gastar 10.000 dólares mensuales en orquídeas y decir que prefería “sollozar en un Rolls-Royce que ser feliz en una bicicleta”.
Con el diario, habló del filme House of Gucci, que se rueda en Italia y que recrea la saga de odio, celos y codicia que ella protagonizó con Maurizio Gucci.
De todos modos, se manifestó satisfecha de que la popular actriz y cantante la encarne. “Se parece a mí”, señaló, además de soltar una de sus perlas sobre sus motivos para acabar con su exesposo. “Nunca lo odié. Fue por exasperación. Él me irritaba”.
Meses antes, había dicho en el documental Lady Gucci: La storia di Patrizia Reggiani: “Estaba furiosa con Maurizio. Iba por ahí preguntándole a todo el mundo: ‘¿No hay nadie que tenga el coraje de asesinar a mi esposo?’”.
Ello contrasta con la vehemencia con que defendió su inocencia durante y varios años después de su juicio en 1998, cuando Italia se paralizó ante el truculento desenlace de la familia Gucci, orgullo nacional. Pero, a fin de cuentas, el episodio juntaba las grandes pasiones del país: sexo, dinero, moda y astrología.
Según Patrizia, su amor con Maurizio recordaba a los Montesco y los Capuleto. Él era el nieto de Guccio Gucci, el fundador, a partir de sus maletas y baúles –dignos del mejor diseño italiano–, de un emporio de moda que aún es símbolo de buen gusto, riqueza y estatus social. Ella era la hija de Silvana Barbieri, una mesera, y Ferdinando Reggiani, dueño de una enorme fortuna amasada con su negocio de camiones.
Para comienzos de los años setenta, la ambiciosa Patrizia se había abierto paso en la orgullosa élite de Milán y, en una fiesta, conoció a Maurizio y se enamoraron.
El romance no fue del agrado del padre de Maurizio, Rodolfo Gucci, convencido de que ella solo estaba detrás de su plata. Ferdinando Reggiani defendió a su hija y se ganó a Maurizio pagándole la universidad, pues Rodolfo había dejado de sostenerlo.
Gucci incluso apeló al cardenal de Milán para que impidiera el matrimonio, que finalmente se llevó a cabo en el otoño de 1972 y dio por fruto a dos hijas, Allegra y Alesandra.
La pareja de oro veraneaba en St. Tropez y alternaba en Nueva York con amigos como Jackie Kennedy. Pero, contó Patrizia, su marido cambió radicalmente a raíz de la muerte de Rodolfo en 1983. Empezó a actuar como si nada le importara, dijo, y eso dio al traste con el matrimonio.
En 1985, Maurizio la dejó de una ingrata manera. Le dijo que se iba de viaje de negocios y jamás regresó. Ella supo que la abandonaba por boca de un médico de la familia. Se enteró además de que tenía a otra, Paola Franchi, mucho más joven.
El divorcio fue tortuoso, duró casi una década y en él Patrizia obtuvo una pensión de más de un millón de dólares anuales y otros beneficios.
En la casa Gucci, Maurizio libraba otra fea batalla. Al fallecer su padre, quedó como principal accionista de la marca, de la que también eran dueños sus primos Giorgio, Roberto y Paolo. Con este último estaba enfrentado en una corte de Nueva York, pues lo acusaba de evasión fiscal, mientras que aquel, a su vez, delató sus manejos ilegales, que le costaron una orden de arresto.
La pelea acabó cuando Maurizio se vio obligado a venderle su parte a la empresa anglo-árabe Investcorp, en 1993, por 190 millones de dólares.
Patrizia nunca salió de la vida de Maurizio y empezó a hacer público su descontento por haber salido de la marca, así como la saña hacia él, que la llevaba a actos desquiciados como dejarle en su teléfono mensajes de esta índole: “Eres un patético apéndice al que todos queremos olvidar. El infierno está por llegar para ti”.
En la mañana del 27 de marzo de 1995, Gucci fue ultimado a bala por un hombre que iba en auto, cuando entraba a su oficina en la Via Palestro de Milán.
Desde el primer momento, Patrizia fue sospechosa, pues a todo el que podía le expresaba que lo quería muerto.
No obstante, las pruebas no aparecían, y se creía que el caso nunca se resolvería, hasta que, dos años más tarde, un informante anónimo le comentó a la policía sobre una charla que oyó, en la cual el portero de un hotel, Ivano Savioni, contaba cómo había contratado al asesino de Gucci, Benedetto Ceraulo, y al conductor del carro en que iba, Orazio Cicala.
La policía infiltró a uno de sus hombres en el grupo, que ya estaba planeando otro asesinato. Todos los caminos condujeron a Giuseppina Auriemma, una clarividente muy amiga de Patrizia Reggiani, quien fue acusada del crimen.
En el juicio, las versiones de las dos mujeres se enfrentaron. La vidente sostuvo que la millonaria le pidió que consiguiera a los matones, en tanto que aquella alegaba que Giuseppina los contrató por su cuenta y luego la extorsionó exigiéndole los 350.000 dólares que costó el “trabajo”.
La defensa de Patrizia interpuso sus problemas cerebrales, pero la inculpaban, entre otras evidencias, las anotaciones en su diario: “No hay crimen que el dinero no pueda pagar”, como escribió días antes del asesinato. Y cuando supo que Maurizio estaba sin vida escribió: Paradeisos, que significa paraíso en griego.
En 1998 fue condenada a 29 años de cárcel, donde no dejó la extravagancia. Vivía en una celda decorada al gusto de una gran señora. Intentó suicidarse y cuando le ofrecieron salir si conseguía un trabajo, replicó: “Jamás he trabajado en mi vida y no pretendo comenzar ahora”.
Luego, dejó el cautiverio muy a su manera: revestida en joyas, con un guacamayo de verdad al hombro y con rumbo inmediato a un día de compras en la muy chic Via Montenapoleone de Milán.
Hoy admite su delito con un humor cínico. Una vez le preguntaron por qué contrató a un sicario, y respondió: “No tengo buena vista y no quería fallar”.