El fallecido príncipe Felipe no tenía funciones constitucionales como consorte de la reina, pero fue un actor determinante en la preservación de la Corona en los últimos 70 años.
En su afán por modernizar la institución, se inventó el concepto novedoso de “familia real”. Es decir, convenció a la reina de convertir a la monarquía en una empresa colectiva, y, por eso, la apodó “la firma”.
En virtud de ello, un conjunto de parientes de la monarca, desde su esposo e hijos hasta algunos primos, asumen funciones en su nombre, a cambio de una asignación que sale del bolsillo de los contribuyentes. Por ende, la monarquía ha estado en vivo contacto con la gente, tanto en el Reino Unido como en la Commonwealth, o la Mancomunidad de Naciones que formaron parte del Imperio británico.
Pero la idea de “la firma” también provoca problemas que amenazan a una institución tan frágil como la Corona, a la que muchos comparan con “un accidente a punto de suceder”.
Desde finales de los años sesenta, la vida y milagros de los parientes de Isabel han tapado en millones a los implacables tabloides sensacionalistas de Londres y a muchas publicaciones de la prensa rosa del mundo.
Felipe una vez le dijo a unos reporteros que lo cubrían, con su característico sarcasmo: “Sé cuál es la foto que quieren: la de los dedos dentro de la nariz”. Y no le faltaba razón. El mínimo desatino de un pariente real reporta pequeñas fortunas, pues satisface el morbo del público de ver cómo la sangre azul, que supuestamente no rompe un plato, también la embarra.
El linaje, que antes se veía inalcanzable, ahora aparece toples en yates de placer, como le sucedió a la duquesa de Cambridge; o desnudo con sus amantes, como se le vio al príncipe Harry.
La exacerbación de tal obsesión surgió con la princesa Diana, primera esposa de Carlos, heredero al trono, que fue como una presa de caza para la prensa. Luego, en su guerra conyugal, ambos confesaron sus infidelidades en televisión, además de que se filtraron audios en que hablaban con sus amores prohibidos.
Por esos mismos años noventa, Sarah Ferguson, la esposa del príncipe Andrés, apareció en la primera plana de un tabloide cuando su amante le chupaba un pie. Y se supo que la princesa Ana también era adúltera.
El salto de los Windsor al show business ha desdibujado el que fuera uno de los mayores atributos de la realeza: el sentido de misterio que otrora le valió a los monarcas ser venerados.
La única que ha respetado esa condición es Isabel, de quien no se conocen sus pensamientos más íntimos.
La reina, además, sigue siendo admirada por intachable. Como jefa del Estado, obedece su función constitucional de ser neutral en política, en tanto que en su vida privada nunca se le han conocido deslices de alcoba.
Como extensión de su figura, sus herederos están llamados a ser también modelos, pero eso no pasa.
En tiempos más recientes, por ejemplo, Andrés, llamado “Andy Randy” (Andy el Cachondo), fue despojado por la reina de sus funciones debido a su comprometedora amistad con el pedófilo Jeffrey Epstein.
Un soplo de aire fresco se veía despuntar con la nueva generación hasta que Harry, hijo menor de Diana, se casó con Meghan Markle.
imamente, la pareja ha sido la comidilla por la incendiaria entrevista que le concedió a Oprah Winfrey: explicaron que se retiraron de la realeza porque su hijo, Archie, fue blanco de racismo; esto y la indolencia de los Windsor hicieron que Meghan pensara en el suicidio.
Este nuevo revés amenaza con despertar al león aún dormido del republicanismo, cuyos adeptos critican que con el dinero público se mantenga a una institución anacrónica, encarnada por una sarta de infieles, chismosos, racistas, peleoneros, parásitos y pervertidos, según los califican.
El año pasado, la monarquía les costó a los británicos unos 96 millones de dólares, pero la suma se elevó a casi 115 millones por la partida para la renovación del palacio de Buckingham. Por su parte, grupos que abogan por su abolición afirman que le vale al país más de 485 millones de dólares anuales si se suman otros conceptos.
En cuanto a la popularidad de la institución, ha subido por estos días en atención al difícil momento que atraviesa Isabel por la muerte de su esposo. Pero, cuando el luto pase, se cree que estos índices descenderán, en reflejo del llamado “huracán Meghan”, que ha sido devastador.
Eso es preocupante, pues, como lo anotó Simon Jenkins, columnista de The Guardian, de Londres, una monarquía hereditaria en una democracia solo tiene sentido si retiene el favor del pueblo.
A la reina Isabel, quien cumplió esta semana 95 años, la sucederá Carlos. Él tiene 72, así que se prevé que el suyo será un reinado corto y con el reto de mantener la fe en la milenaria Corona.
Esto muchos lo ponen en duda por su marcada tendencia a opinar sobre temas del resorte del Gobierno, algo prohibido por la Constitución.
Como lo recordó Jenkins, el trono pierde favorabilidad cuando su cabeza se sale del guion.
Los expertos estiman que William, duque de Cambridge, hijo de Carlos y Diana, reinará. Pese a su actual pelea con Harry, una encuesta arrojó que 47 por ciento de los británicos quieren que sea el próximo rey y no su padre.
Aunque eso no pasará, ese camino bien pavimentado al trono es obra de la bella familia formada por él con Kate Middleton, la nieta de un humilde carbonero.
Además de un buen ejemplo de movilidad social en un país obsesionado con las castas, Kate es el nuevo as bajo la manga de los Windsor.
Linda, elegante, discreta, hace semanas que es el objeto de los elogios de la prensa, que la considera lista para ser una gran reina.
Sobre todo, tras el papel de pacificadora entre William y Harry que jugó en el sepelio de Felipe.
En cambio, los analistas no creen que su hijo George llegue a ser coronado por un inevitable cambio de mentalidad.
Carlos quiere reducir al mínimo la familia real, pero observadores como el columnista Jenkins le aconsejan acabar del todo con esa figura, pues los escándalos que protagonizan los parientes no tienen nada que ver con las funciones de la Corona: “Él debería proteger a su hijo y su nieto, y decirles a los demás que quedan por su cuenta y pueden hacer lo que quieran. Si la monarquía va a sobrevivir como símbolo incuestionable del Estado, debe concentrar todos sus esfuerzos en un solo objetivo: ser aburrida”.