POCO ANTES DEL amanecer, Ian Robert Maxwell fue visto caminando pensativo y sólo por el puente de su yate. Estaba por terminar un viaje de descanso de tres días cerca de las islas Canarias. No había llevado familiares ni conocidos. Era el único pasajero en la nave tripulada por 14 marineros. Hacía las cinco de la mañana, pidió telefónicamente al capitán de la nave que desconectara el aire acondicionado de su camarote, con lo cual la tripulación asumió que su jefe se había retirado a dormir. A las 11 de la mañana del día siguiente, una llamada de negocios urgente desde Nueva York, puso a la tripulación en alerta cuando el teléfono sonaba insistentemente en su cabina y nadie contestaba. El capitán se decidió a irrumpir en el camarote para encontrarlo vacío. Seis horas después, fuerzas de rescate áerea españolas, divisaron flotando sobre mar abierto el cuerpo desnudo de Maxwell quien hacía varias horas había conocido, ya no la soledad del poder, sino la soledad de la muerte. La noticia le dio la vuelta al mundo en cosa de segundos y las primeras páginas de todos los periódicos -colegas y rivales suyos- empezaron a tratar de describir a este checo de nacimiento quien en la época de la posguerra, fue capaz de adivinar la potencialidad de los medios de comunicación en términos de poder y dinero.