Miles de seguidores de la música ranchera no hablaron de otro tema la semana pasada que de su ídolo Vicente Fernández. Seguían de cerca su estado de salud que, al cierre de esta edición, era grave pero estable. Chente, como le dicen también, tuvo un accidente en su casa y fue llevado de urgencia al hospital, donde fue sometido a una cirugía. Luego, según los reportes médicos, se agravó y entonces se temió lo peor.

En todos los rincones de Latinoamérica evocaron a quien es considerado uno de los artistas más prolíficos de este género, con éxitos como El rey, que todos cantan como un himno patrio en las fiestas. No es para menos. El hombre del bigote negro y 1,70 metros de estatura ha dominado y mantenido vigente el género hasta hoy.

Han sido 50 años de carrera. En la década de los setenta, cuando México lamentaba aún la desaparición de dos ídolos de la ranchera como José Alfredo Jiménez (1926-1973) y Javier Solís (1931-1966), aparecía en escena el joven Vicente. Nacido el 17 de febrero de 1940 en Huentitán El Alto, Guadalajara, estado conocido como “cuna del Mariachi”, era una buena señal del éxito que le esperaba al hijo de Ramón Fernández, un humilde ranchero, y su esposa, Paula Gómez.

“El rey de la música mexicana”, así llaman a su ídolo, quien posa aquí junto a su esposa, Cuquita, en el famoso Bulevar de la Fama en Hollywood, donde el cantante recibió una estrella por haber grabado 53 álbumes en tres décadas.

Chente, como le decían sus padres, tuvo su primera guitarra a los 8 años, y no tardó mucho en aprender a tocarla. Desde pequeño declaró que su sueño era llegar a ser como su ídolo, Pedro Infante, algo que se puede decir logró superar con creces. Sin embargo, para hacerlo, tuvo que trabajar como mesero y albañil a fin de ayudar con dinero en su casa. A los 14, entró en un concurso musical en Guadalajara, en el que ganó el primer lugar.

A partir de ese momento se animó a cantar en bodas, festejos familiares o en restaurantes como El Amanecer Tapatío, de la ciudad de México, donde hizo carrera como mariachi y del que contó muchos años después una anécdota sobre cómo la mujer que era su jefa le hizo una invitación indecorosa. “Era una señora llamada Chuy. Una vez, acabando de cantar, me dijo: ‘Vete a bañar, te espero aquí. La vamos a pasar muy bien’. Le dije: ‘¡Cómo cree que la voy a tomar en serio! Usted es la patrona y yo solamente un gato’”.

Poco después, tuvo un año que cambió radicalmente su vida personal. A comienzos de 1963, murió su madre de cáncer, una tragedia que lo marcó y que hizo que, en repetidas ocasiones, lamentara que ella no lo hubiese visto triunfar. Meses después se decidió a proponerle matrimonio a María del Refugio Abarca Villaseñor, quien había sido su novia y también su vecina en la adolescencia. Se casaron el 27 de diciembre de ese año, y estuvieron juntos hasta el último momento. Fruto de su unión tuvieron a sus “tres potrillos”, como llamaba a sus hijos varones, Vicente Jr., Gerardo y Alejandro, y a la menor de la camada, su hija Alejandra.

Fernández también fue protagonista de películas taquilleras como La ley del monte, en 1974, que hoy es un clásico entre los amantes de la cultura mexicana.

En 1966, firmó con la disquera Sony Music (en ese entonces CBS México), la misma que lo acompañó durante toda su trayectoria. Poco después hizo su debut como actor en la gran pantalla, protagonizando Tacos al carbón, estrenada en 1972, y que sería la primera de más de 30 películas que hizo hasta 1991, incluso involucrándose como productor. Entre las más recordadas están títulos como El hijo del pueblo, La ley del monte y El Tahúr, en la que también figuró como director asistente. Fue en esa época dorada en la que también se dio a conocer internacionalmente con su éxito musical Volver, volver (1972), con el que rompió récords en ventas en todo el mundo hispanohablante.

Su poderosa voz ha entonado boleros, baladas, música norteña y, por supuesto, rancheras. “Mientras ustedes no dejen de aplaudir, su Chente no deja de cantar”, decía en cada concierto a su público, que le ha sido fiel hasta la devoción. Llegó a grabar más de 80 álbumes, de los que se calcula vendió más de 75 millones de copias. Fue merecedor de dos Grammy, ocho Grammy Latinos, tres Billboard, entre otros premios y reconocimientos, como su propia estrella en el Paseo de la Fama, en Hollywood.

Pero no todo siempre fue alegría para el Charro de Huentitán. En mayo de 1998 recibió la noticia, en medio de una presentación, de que su hijo mayor había sido secuestrado. En aquella ocasión, el artista decidió continuar con el show.

Cuatro meses duró el suplicio, del que nadie supo hasta años después, cuando lo revelaron a la prensa, contando incluso detalles de cómo a Vicente Jr. le fueron amputados dos dedos de la mano izquierda para presionar a su padre, quien pagó 3,2 millones de dólares por su liberación.

Vicente Fernández (izquierda) y su hijo Alejandro durante un dueto que hicieron en la gala de The Latin Recording Academy, que se realizó en tributo a su carrera en septiembre de 2002.

Fueron precisamente Vicente Jr. y su hermano Alejandro quienes siguieron los pasos de él en el mundo artístico, e incluso Camila y Álex, hijos del Potrillo, han hecho lo propio. Esto hizo que Vicente se sintiera orgulloso de ver la vena artística en su descendencia, y que en México, con el tiempo, se acostumbraran a llamarlos la dinastía Fernández.

Sin pretender que se hicieran cantantes, con su carácter recio, su corazón bondadoso y un infinito sentido del humor, les enseñó su pasión y entrega a la música, además de secretos más mundanos, como dormir bien para cuidar la voz, especialmente el día antes de cada show. Además, en el caso de sus nietos, fue de gran ayuda tener a su disposición el estudio musical de su abuelo, ubicado en su propio rancho en el estado de Jalisco, en el que les permitió jugar y experimentar con la música.

La propiedad, ubicada en Tlajomulco de Zúñiga, recibió el nombre de ‘Los tres potrillos’ y fue otro de los sueños de Vicente hechos realidad. Adquirió la propiedad, de 500 hectáreas, en 1980 y la adecuó no solo para que fuera su hogar, sino el de sus amados caballos, y además un lugar apto para recibir a su público. Construyó allí no solo un complejo turístico con restaurante y campo de rodeo, sino además una piscina con forma de guitarra y la Arena VFG, un escenario con capacidad para 11.000 personas.

Ahí pasó los días aislado del caos de la ciudad, que detestaba, en compañía de su devota esposa, dedicado a sus más de 400 equinos y a la producción de su propio tequila, vendido bajo el mismo nombre que el lugar. Esto después de que decidiera retirarse y diera su mítico y último concierto el 16 de abril de 2016 en el Estadio Azteca, de Ciudad de México.

Pero eso sí, sin desconectarse completamente del aplauso de la gente, que era para él una adicción. “Es una droga que te envuelve, y cuando subes al escenario empiezas a cantar, empiezas a emborracharte con los aplausos”. Por eso ha pasado estos últimos años creando más música y capoteando escándalos, como el que desató cuando rechazó un trasplante de hígado en 2019, por no saber si el donante era “homosexual o drogadicto”. Aun así, en 2020 lanzó su último disco, A mis 80’s, nombre que eligió para dejar claro que aún cantaba.