El caso de la familia Ligonnès comenzó cuando los vecinos de Nantes, la ciudad en el oeste de Francia, se dieron cuenta de que algo raro ocurría con ellos, en abril de 2011. Las ventanas de su chalet, siempre abiertas, llevaban días cerradas; los niños de la zona habían dejado de ver a los cuatro hijos de la familia (Arthur de 20, Thomas de 18, Anne de 16 y Benoît de 13); ya nadie escuchaba a los dos perros labradores de la casa y Agnes, la mamá de la familia, no había vuelto al trabajo. Literal: habían desaparecido de la noche a la mañana. De Xavier Dupont, el papá, tampoco nadie sabía nada. La Policía, alertada por la comunidad, entró a varias veces a la casa, pero no encontró nada: la nevera estaba vacía, las camas no tenían sábanas, los portarretratos estaban sin fotos, los roperos desocupados y el único signo de vida era un juego de ajedrez en la mesa de la sala y unas guitarras sobre el sofá. Por esa misma época, además, los familiares lejanos y los amigos de la familia recibieron una extraña carta en la que les decían que Xavier había sido nombrado agente de la DEA, por lo que todos habían tenido que viajar abruptamente y de incógnito, y que por eso no podían contestar llamadas ni mensajes. Las sospechas de que algo malo había pasado aumentaron.