“Recuerdo que abrí los ojos cuando me estaban reanimando. El médico me dijo que tenía un infarto agudo al miocardio, mientras yo les pedía que no me dejaran morir porque sentía que me estaba yendo hacia un túnel. Todo el tiempo estuve recordando a mi familia, especialmente a mis hijos. Además, me di cuenta de que no estaba en paz porque guardaba resentimientos, como todo el mundo.
Mis noches de UCI fueron de súplicas por estar vivo. También trataba de limpiar mi corazón mientras los médicos luchaban por mantenerme con vida, porque se me habían tapado las arterias. Entonces me convertí en el protagonista de las historias que contaba, pero también pude trabajar por convertirme en una mejor versión. Ahora hago ejercicio, comparto con más personas, me subo a TransMilenio, valoro la vida y cada gesto de cariño, y pongo como prioridad mi espiritualidad.
Gracias a esa experiencia descubrí que debemos tener un equilibrio en nuestras vidas y priorizar el tener un corazón sano, porque el odio es un veneno que nos tomamos esperando a que el otro muera, pero solo nos carga. Yo venía de una carrera muy larga, desde que llegué de Manizales a Caracol y después pasé a RCN, donde ya llevaba 22 años.
En esa época me di cuenta de la facilidad con la que otros periodistas podían contactar fuentes oficiales y empecé a cubrir atentados, tomas, masacres, liberaciones, etcétera. Eso me cargó de muchas emociones negativas y me hizo entrar en una competencia con mis colegas, por eso no volví a participar en premios de periodismo y tampoco atesoré los reconocimientos que había ganado. Así dejé de alimentar mi ego.
A veces nuestra meta es ser mejores profesionales, pero solo debemos centrarnos en ser personas íntegras que abracen y amen a los otros. Por eso, en mi paso por la clínica, comencé a entrevistar al personal médico y a entender lo que necesitaban para ayudarlos a suplir sus necesidades. Tuve la oportunidad de darles computadores y aún seguimos buscando casas para algunos.
Además, conocí las historias de otros pacientes. Uno de mis compañeros de habitación necesitaba de una máquina porque su corazón no funcionaba, mientras que otra señora tenía un cáncer terminal, lloraba porque sus hijos no querían ir a despedirse. Conociéndolos me di cuenta de lo afortunado que era y de todas las oportunidades que tenía para ayudarlos.
Esto lo reafirmé cuando sentí que me iba a morir y una enfermera me cogió de la mano. Era Mireya Bohórquez, quien me aseguró que me iba a bañar y que después me salvarían la vida. Me encomendé a Dios y le dije que, si me dejaba vivir, no me cansaría de amar. Yo no agradezco esa situación, pero sí valoro todo lo que aprendí porque significó un antes y un después. Ahora soy otra persona”.