Como otros 20.000 adolescentes ruandeses, Diane Kayirangwa es una hija bastarda del caos que mató a tanta gente de su país en 1994. Su padre era un miembro desconocido de la Interahamwe –la milicia de la etnia Hutu a la que el gobierno extremista en el poder encargó la labor de erradicar la minoría Tutsi-. ''Fui violada tres veces en lugares diferentes y por mucha gente distinta'', dice Anastasie. ''A excepción de una persona, no sabía quiénes eran ninguno de ellos''. Para aumentar su trauma, la forzaron a abandonar su pueblo natal tras ser amenazada por vecinos que habían matado al resto de su familia. Desde entonces, como muchas otras víctimas de violaciones, no ha podido encontrar marido. En lugar de eso, intenta sacar a su hija adelante comprando y vendiendo productos en un suburbio a las afueras de Kigali, la capital de Ruanda. A pesar de todo lo que ha soportado, Anastasie asegura que nunca se ha arrepentido de dar a luz a su hija hace dieciséis años. ''No hay un momento en el que no la haya amado. La quise desde que nació'', dice. ''Mi familia le dio motes horrorosos, como ‘hiena’. Pero yo nunca quise que le ocurriera nada malo'', resalta. Un vínculo difícil Uno de los momentos más difíciles, recuerda Anastasie, fue cuando le tuvo que explicar a su hija las circunstancias de su nacimiento. ''Diane ya me lo había preguntado. Se lo conté cuando tenía doce años. Ya había crecido. Se lo conté cuando estuvimos solas'', señala. ''Le provocó mucho dolor. Lloró, se puso de pie y se movió por todas partes debido a la angustia'', agrega. A pesar de esto, Anastasie logró convencer a su hija de que la quería tanto como dos padres lo harían. ''Después, me preguntó si era Hutu'', añade Anastasie. ''Le dije que no lo era, que era Tutsi porque yo era quien la cuidaba, porque a mí me habían perseguido por pertenecer a esa tribu. Pero ahora somos todos ruandeses porque el tema de las tribus se terminó''. Para otra madre víctima de violaciones, cuyo nombre no desea revelar, establecer un lazo con su hijo no fue tan fácil. Después de dar a luz en medio de la suciedad de un campo de refugiados, su primera idea fue la de deshacerse de su bebé tirándolo a una letrina. ''No lo veía como mi hijo. No lo quería ni un poquito'', asegura. ''En él, veía la imagen de las lanzas. Veía machetes. Veía cosas muy malas'', afirma. ''He cambiado'' Como todos los niños nacidos de violaciones durante el genocidio ruandés, su hijo tendrá pronto dieciséis años. Él todavía no conoce las circunstancias de su nacimiento y no sabe nada de la penuria de su madre. Ahora, gracias al apoyo de otras supervivientes a las violaciones, esta madre ha aprendido a separar a su hijo del odio que siente por los que la violaron. ''Lo veía como a un asesino, el hijo de un asesino, aunque, por supuesto, él era inocente, no hizo estas cosas. Encontré otras mujeres con problemas parecidos al mío. No sabía que había otras que sufrían lo mismo. Pensaba que estaba sola'', señala. ''Ahora he cambiado. Él ve que estoy cerca de él. Salimos a la calle juntos y paseamos por Kigali'', asegura. No obstante, sabe que un día tendrá que contarle a su hijo lo que ocurrió. Por ahora, ella tiene mucha ambición por él. ''Me gustaría conseguir un patrocinador que le ayude a tener una educación, para que cuando crezca pueda ayudarse a sí mismo y a los demás'', destaca. Si los niños de víctimas de violaciones en Ruanda consiguen escapar a su estigma o no, será, quizás, una medida de lo lejos que el país ha logrado enterrar su pasado violento. Por su parte, Anastasie confía en que no relacionen a su hija Diane con la identidad de su padre. ''Un proverbio dice que ‘criar es mejor que nacer’. Además, mi hija es una niña nacida en una Ruanda diferente. Espero que su futuro sea bueno'', explica. ''Diane no me recuerda 1994. Ese año ha dejado de dominar mi vida. En vez de acordarme de 1994, pienso en lo que mis hijos deberían comer, en su educación. 1994 no existe dentro de mí''.