“Cuanto más lejana está la revolución más seductora es” Anónimo. Un viejo dicho popular francés afirma que cuando París tiene fiebre, tiembla Francia entera. La ciudad se ubica en el centro simbólico y político de la nación. Durante el mes de mayo, y la primera quincena de junio del año 1968, Francia entera tembló, conmocionada por los vertiginosos acontecimientos que, desatados por una rebelión estudiantil, se extendieron como reguero de pólvora. Una revuelta -más cultural que política-, que comenzó en el suburbio parisino de Nanterre, terminaría paralizando todo el país. Un gobierno orgulloso y seguro de sí mismo se vio empujado hasta el borde del abismo. Comenzó los primeros días de mayo; a mediados del mes ya se habían unido los obreros. Hacia finales de mayo los franceses creían que vivían una nueva revolución; sin embargo, al concluir el mes de junio se habían disuelto los últimos conatos revolucionarios tan rápido como habían surgido. ¿Qué sucedió? ¿Por qué una revuelta estudiantil se transformó en una revolución fallida? ¿Por qué fracasó? ¿Realmente fracasó? Este centralismo del poder, montado en el fuerte presidencialismo explica por qué la huelga de mayo de 1968 se extendió tan rápidamente, al punto de paralizar al país y crear tal vacío de poder que durante varios días los franceses vivieron una verdadera situación revolucionaria. Había una sensación generalizada de ausencia de autoridad, de que, para bien o mal, las cosas iban a cambiar para siempre.
De Gaulle había logrado poner fin a la sangrienta guerra de Argelia que había dejado en entredicho el liderazgo moral de Francia en todo el mundo. Lo que fue la Guerra de Vietnam para el movimiento estudiantil norteamericano fue la Guerra de Argelia para el movimiento estudiantil francés. Al igual que Vietnam sirvió para que la juventud norteamericana observara el verdadero rostro del poder de su país, la guerra de Argelia había despertado las conciencias de los jóvenes franceses, menos embriagados que sus padres por el triunfalismo de posguerra y el nivel de vida de la población. Ellos eran conscientes de lo mucho que el colonialismo francés en Argelia se parecía al fascismo. La guerra de Argelia forjó en gran medida las luchas antiimperialistas, descolonizadoras y los movimientos de liberación nacional que proliferaron a lo largo de las décadas del cincuenta y sesenta por toda Francia y el Mundo. Lo que se etiqueta como ‘mayo del 68’ en París, ni se limita a mayo, ni al año 68, ni a París, sino que forma parte de complejos procesos sociales y geopolíticos que hicieron de los últimos años de la década del sesenta, un periodo decisivo para el orden global. Fue en 1968, cuando los estudiantes se rebelaron desde los Estados Unidos y México en Occidente, hasta Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia en el bloque socialista, estimulados en gran medida por la extraordinaria erupción de mayo en París. Lo que cruzaba esta manifestación global de descontento fue una enorme insatisfacción por el poder en todas sus formas. La revuelta parisina se explica si se tiene en cuenta el aumento considerable en el acceso a la educación superior en Francia. En 1968 la universidad francesa ofrecía oportunidades de acceso sin par en el continente, aunque los criterios para mantenerse allí eran muy exigentes. De 175.000 estudiantes matriculados en 1958, se pasó a 500.000 en 1968. La universidad francesa se caracteriza por su universalidad, su altísima calidad técnica y humanística, pero además por su carácter centralista y monolítico, por su autoritarismo y verticalismo. Esta situación era aún más acentuada en 1968 donde los estudiantes casi no tenían voz en los espacios de poder, negociación y decisión estudiantiles. Cohn-Bendit, era el líder del movimiento más notorio y mediático de todos cuantos participaron en las revueltas, el Movimiento 22 de marzo. Esta era tan solo una de múltiples organizaciones estudiantiles de distinto cuño político que tenían en común un rechazo a la autoridad en abstracto. Siguiendo un código antiautoritario que rechazaba el liderazgo y bajo la sombra ejemplarizante de los movimientos estudiantiles radicales de Berlín, Roma y Berkeley, los estudiantes de Nanterre protestaron tanto contra el imperialismo norteamericano como contra la brutalidad del estalinismo. Trataban de crear un espacio intermedio entre los bloques macizos de la guerra fría.
Por aquellos días, los ojos del mundo estaban puestos en París, y no sólo por las revueltas. Gracias la conferencia de paz para Vietnam, París se había convertido en la capital mundial de los mass media. Para evitar disturbios, Nanterre fue cerrada el 2 de mayo, y la protesta se trasladó de la periferia de la Ville-lumière a la Sorbona que cuatro días después sería cerrada por vez primera en sus setecientos años de historia. Los líderes de la protesta, Cohn-Bendit y Sauvageot, junto a seiscientos de sus compañeros fueron detenidos. El 10 de mayo se presentó el combate definitivo, la ‘noche de las barricadas,’ que radicalizó las posiciones de las partes. Con el levantamiento de barricadas, París volvió a los viejos tiempos de las revueltas. Había dos territorios, dos ciudades: la de los manifestantes y la del poder. Un gran área del barrio Latino estaba liberada, la calle Gay-Lussac era el limite imaginario; el barrio Latino se convirtió simbólicamente en lugar de un orden nuevo durante tres semanas, fue una zona liberada, un lugar donde poder refugiarse, donde estar seguro. Había una atmósfera de fiesta detrás de las barricadas. Todo se veía simple, fácil, la toma de poder era inminente. Las barricadas no eran sólo medios de autodefensa; se convertían en símbolos de libertad. El mundo observó por televisión las batallas campales en el barrio latino: los chicos con pañuelos en torno al cuello y el rostro (elemental protección contra el gas), el adoquín arrancado a las calles como arma contra el poder, las nubes de gas lacrimógeno, los policías con gafas oscuras y máscaras antigás, y los cuerpos retorcidos sobre al adoquín de obreros, estudiantes y policías, salieron en los noticieros de todo el orbe. En un mundo donde la televisión ya reinaba como el medio de difusión privilegiado, las imágenes de esa primavera en París se propagaron con rapidez y despertaron la solidaridad de los estudiantes de los cinco continentes. A finales de mayo Francia estaba paralizada, no habían servicios públicos, ni una sola institución funcionaba, las basuras se acumulaban, la gasolina escaseaba, al igual que productos de primera necesidad; el poder se desmoronaba. Poco a poco el ánimo de la ciudadanía hacia los estudiantes cambió de carácter; surgieron las primeras protestas contra la protesta. Paradójicamente, los sindicatos no querían la revolución, sino pequeñas reformas negociadas con el Estado. La alianza entre estudiantes y obreros era frágil. Sus intereses eran diferentes. No podían amalgamarse en un grupo coherente cuando entre los mismos estudiantes, una multitud de singularidades, eliminaba cualquier posibilidad de formular denominadores comunes mínimos. Los estudiantes querían la revolución, apelaban a las utopías universalistas e igualitaristas en abstracto; los obreros querían reformas laborales inmediatas, concretas: mejoras en las condiciones salariales, vacaciones pagadas y reducción de la jornada laboral.
Protestas en el barrio Latino. En medio de la crisis, De Gaulle opta por una inesperada salida: emprende un viaje a Rumania dejando como reemplazo al primer ministro Georges Pompidou, quien adoptando una posición más negociadora liberó a los detenidos y reabrió la Sorbona. Ello solo sirvió para que los estudiantes reocuparan las posiciones estratégicas detrás de las barricadas. El viaje de De Gaulle sirvió para fomentar en la población una sensación de vacío de poder. Al regresar a Francia el presidente optó por guardar silencio desapareciendo de las cámaras y reflectores. Rompió su mutismo el 24 de mayo, cuando apareció ante las cámaras convocando a un referendo sobre la continuidad de su mandato. Ello solo sirvió para radicalizar las posiciones de los estudiantes, que desconfiaban de este intento de legitimar el autoritarismo por vía plebiscitaria. El gobierno entendió que había que negociar por separado con los obreros dado que los estudiantes se radicalizaban cada día más. Se optó por la política de zanahoria con los trabajadores y garrote con los estudiantes. Por su origen judío alemán, Cohn-Bendit fue deportado el 20 de mayo, despertando el vergonzoso recuerdo de antisemitismo en la memoria nacional francesa. Regresaría diez años después. A los sindicatos obreros se les hizo una oferta que satisfacía todas sus demandas, incluida un aumento salarial de un 35 por ciento, que los obreros aceptaron encantados. Su lucha había terminado. La opinión pública, que con el transcurso de las semanas había dado la espada al movimiento estudiantil giró definitivamente a la derecha en las elecciones del 23 de junio de 1968, cuando los gaullistas obtuvieron el 43 por ciento de los votos, haciéndose con el control de la Asamblea Nacional. La izquierda perdió la mitad de sus escaños y los estudiantes se quedaron sin representación. El 17 de junio, los últimos estudiantes, quienes llevaban más de un mes ocupando la Sorbona, abandonaron los edificios. En agosto, de Gaulle ordenó que asfaltaran las calles adoquinadas del Barrio Latino. Era el tiempo de la restauración gaullista y la represión de los radicales. Paradójicamente, menos de un año después, el 28 de abril de 1969, de Gaulle renunciaba tras la derrota de su referendo para transformar la cámara alta del parlamento francés. A pesar de que terminó convertida en una imagen más que un programa, la revuelta del sesenta y ocho tuvo éxito en apelar a nuevos derechos dentro de la democracia, incluido el derecho a cuestionar abiertamente la autoridad, provenga de donde provenga. Hoy nadie se atrevería a representar el movimiento de 1968 en una forma puramente crítica: todos los partidos políticos han tenido que adoptar, con diversos grados en sus programas, algunos aspectos de la agenda del 68. La fuerte idea de llevar la imaginación al poder, de develar la falta de imaginación de toda forma de poder; de expandir del campo de lo posible en la política como parte de una posición realista, es un legado que va más allá de los clichés, tan de moda a la hora de analizar lo que sucedió en esos días de la primavera de 1968.