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Soy de una ciudad violenta. He crecido con la muerte. He visto cómo, año tras año, ha aumentado la tasa de asesinatos en mi país. Cuando vine a Colombia por primera vez, el número de muertes violentas en México estaba muy distante del de aquí, pero ahora lo hemos superado. Así que todo este tiempo he trabajado solo dos puntos: el asesinato y el vacío que deja. El vacío que deja en una familia, en unos amigos y en una sociedad. Mi pregunta es por cómo quedamos los vivos.

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La obra de Teresa Margolles bebe de los muertos. No en un sentido alegórico, sino físico: la sangre que lamina las vías tras un asesinato sañoso, los líquidos con que se desinfectan los cadáveres, la grasa proveniente del procesamiento técnico del cuerpo en la morgue. A través de esa triada funesta que repite con insistencia —cadáveres, fluidos corporales, líquidos mortuorios—, la artista mexicana, nacida en Culiacán (capital del estado de Sinaloa) y formada en Ciencias de la Comunicación y Medicina Forense en la Universidad Nacional Autónoma de México, ha trabajado desde la crudeza y la aberración alrededor del manejo social, simbólico e institucional de los restos humanos y la materialidad de la muerte en contextos de irreprimible violencia.

En los noventa, durante sus primeros años de carrera, Margolles lideró el grupo SEMEFO, un colectivo de artistas mexicanos que, en un guiño ácido al Servicio Médico Forense, emprendió un proyecto estético soportado en la idea de la “vida del cadáver”. Usando la institución forense como estudio artístico y mediante acciones performáticas y objetos escultóricos híbridos con partes de cuerpos muertos, fluidos residuales y otros materiales orgánicos, la artista comenzó a labrar una trayectoria que ha denunciado con aspereza, en una sutura entre el cuerpo social y el cuerpo difunto, la atrocidad de los asesinatos violentos en su país. Desde Fluidos (1996), una pecera de metal y cristal que contenía 240 litros de agua con los líquidos obtenidos en la morgue a cuyos lados reposaban cabellos de víctimas de homicidios brutales, o Bañando al bebé (1999), un videoperformance donde lava un bebé muerto (y que luego en Entierro (1999) incrusta en un bloque de hormigón, a la manera de una tumba portátil), la exploración expresiva de lo espantoso en su obra se ha ido depurando hacia lo que investigadores como Tatiana Abellán Aguilar, de la Universidad de Murcia, llaman una estética radical posminimalista: trastocar y abrazar, desde procedimientos plásticos de concreción, la presencia del cuerpo muerto y la imagen despiadada del horror.

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En mi ingreso a la morgue como artista comencé a investigar sobre el cuerpo muerto. Leyendo los expedientes fue cuando vi el aumento de la violencia y el tipo de cadáveres que iban llegando: decapitados, despellejados, chicas violadas y lastimadas. Me sorprendía la saña con la que se estaban haciendo esos asesinatos. En un punto eso hizo que saliera a la calle, porque los cadáveres ya no eran exclusivamente para un estudio médico, sino que el cadáver pertenecía ya a un espacio público. Me topaba con ellos, veía a los niños, los adolescentes, las amas de casa viendo, rodeando y tomando fotos, intercambiándose esas imágenes. En México el asunto del cuerpo y la muerte dejó de ser exclusivo de un servicio médico forense y se volvió parte del espacio colectivo.

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La mirada hacia lo cadavérico y ‘la sobrevida’ del muerto desde técnicas más concretas en la trayectoria de Margolles ha pasado por piezas como En el aire (2003), una sala repleta de pompas hechas con el agua que se usa en la morgue para limpiar cadáveres antes de la autopsia, o Vaporización (2001), un recinto que atestó de condensadores que volvían el agua, previamente usada para lavar cadáveres y desinfectarlos, en vapor. Con el foco en Ciudad Juárez, donde los enfrentamientos entre carteles y las guerras del narcotráfico dejaron más de mil cuatrocientas víctimas solo en 2008 —y donde ha trabajado durante más de catorce años—, su trayectoria ha dibujado “una historiografía inconsciente de la brutalidad de la experiencia social en México”, como anotó el curador Cuauhtémoc Medina cuando trabajó en uno de los proyectos más importantes de su carrera: su participación en la Bienal de Venecia en 2009. ¿De qué otra cosa podríamos hablar? (2009), su serie de siete intervenciones en el Palazzo Rota Ivancich de Venecia, fue el summum de su búsqueda formal y conceptual.

Para Mariana Botey, historiadora del arte y doctora en Estudios Visuales de la Universidad de California, su contestación a los efectos de la guerra global contra las drogas opera por medio “de una máquina que desmantela o de-sublima la circulación de representaciones de la violencia desplegando una operación ominosa (unheimlich) de contagio al circular los objetos, materia y residuos de lo muerto y sus procesos: desplazamiento de fragmentos de “lo muerto” que aparecen para deconstruir su propia fetichización y su transposición simbólica en la esfera del arte”. Entre otras, en Venecia izó una bandera que elaboró con una tela impregnada con sangre recogida de un terreno donde cayeron cuerpos de mexicanos dados de baja en la frontera norte de México; elaboró joyas con los vidrios quebrados de carros donde murieron personas en fuego cruzado de “ajuste de cuentas” entre bandas de narcos; trapeó, una vez al día, el piso de las salas de exhibición con un mejunje elaborado de la mezcla de agua y sangre de personas asesinadas en Juárez: todas técnicas y estrategias conceptuales que ha seguido implementando.

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Al salir de la morgue me he encontrado con una distancia distinta del cadáver: pasé de una mesa de metal, clínicamente impecable, a ver el cuerpo en el piso, sucio, con los pantalones abajo, despedazado, en la basura. Ese cambio de distancia hizo que tuviera que repensar mi trabajo y la forma de mostrarlo, aunque mi preocupación como artista sea la misma. Trato de que sean más fáciles de comprender los niveles de tragedia. Trabajar en la calle te genera otra dinámica. Trabajar con vivos duele más.

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Trayecto. Parte 3. Inclusión. Teresa Margolles

La recurrente pregunta ética por los límites del uso del cuerpo violentado en un ejercicio estético y el borroso linde entre el intento de dignificación de un asesinado y una agresiva revictimización ha situado su obra en un agudo espacio de discusión. El proyecto artístico de Margolles habita, para Abellán Aguilar, en “la sutura imposible entre lo bello y lo siniestro” y, para la periodista e investigadora peruana Rocío Silva Santisteban, es una “profilaxis de choque contra la insensibilidad”. Para otros, como Maria Campiglia, doctora en Bellas Artes de la Universidad de Barcelona, “no parece producir en el espectador otra cosa que no sea parálisis y miedo; no motiva a la acción sino que insiste en la impotencia” por la reducción de lo humano “a su condición objetual”. Botey, en cambio, cree que la cuestión fundamental de su obra “apunta a mecanismos clave que vinculan la muerte y una economía sacrificial con la producción de poder y de los límites que definen lo político”.

Esa exploración técnica y simbólica es el soporte de Estorbo, la exposición individual que inauguró este mes el Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO) y la primera liderada por su nuevo curador en jefe, el italiano Eugenio Viola. La serie recoge trabajos hechos por la artista desde hace tres años, cuando fue invitada a una residencia en Cúcuta en el marco del capítulo Juntos Aparte de la Bienalsur. El grueso de la muestra es su serie Trayecto, que parte de una serie de acciones de intercambio que realizó de la mano de la artista santandereana Sonia Ballesteros con migrantes venezolanos en el puente Simón Bolívar. Allí, Margolles fotografió el momento de entrega de sus camisetas empapadas en sudor (Parte 1. La entrega), que luego clasifica y usa en una acción dentro del museo, embarrar los vidrios con el sudor remanente (Parte 2. A través), para, al final, comprimir esas camisetas en pequeños bloques de cemento donde sella sus inciales (Parte 3. Inclusión).

Entre otras, la muestra recorre los registros fotográficos de sus acciones con trocheras (Trocheras con pretal) y carretilleras (Carretilleras sobre el Puente Internacional Simón Bolívar), el performance de dos migrantes que cosen líneas en hilo sobre una sábana en la que se envolvió el cuerpo de un migrante asesinado (Sutura) y el registro en video de una acción por medio de la cual se sumerge en un chircal una tela bañada en fluidos del cuerpo de alguien asesinado en Juan Frío (Tela sumergida en pozo de un chircal de Juan Frío). Para iluminar las motivaciones y ejes de tres piezas clave de su proyecto, hablamos con Margolles en su paso por Bogotá. Estas cápsulas, quizá, permitan dar algunos nuevos horizontes de lectura de su obra y de su propia experiencia como artista en el contacto con la muerte y el drama migratorio en la frontera entre San Antonio del Táchira y Villa del Rosario.

Trayecto. Parte 1. La entrega (2019)

Una monumental serie fotográfica impresa en papel periódico y pegada a la manera de los carteles callejeros muestra una secuencia tripartita: un hombre que mira a la cámara con fuerza, un hombre que desnuda su torso para quitarse la camiseta, un hombre con el torso destapado entregando la prenda. Las escenas suceden en el puente fronterizo Simón Bolívar.

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Las entrega de las camisas no pretende concentrarse en el despojo. Con ellos hablé para llegar a la actitud que tienen en esas fotografías que es, más bien, una celebración de la fuerza y la vida. Sentí en ellos mucho vigor, mucha fuerza. El interés que tenía es que no se viera al migrante como alguien que está pidiendo, sino como alguien que está dando: dando el cuerpo, dando su fuerza de trabajo. Por eso esta parte se llama La entrega. Son jóvenes y la juventud es bella. Quería que se viera esa energía que en tres años quizá no esté, porque en tres años sus cuerpos probablemente van a estar deshechos. En el proceso de tomar la foto había gente viendo de la manera isabelina: cuando el personaje está entregando la camisa está en una posición teatral y, atrás, todos ven. Se aplaudían, incluso. Se veían los cuerpos: cuáles estaban más gordos, cuáles más flacos. Era un espectáculo donde ellos eran el público. Quería mostrar el cuerpo vivo. No sabíamos si ponerles marcos o no a las fotos. Luego, con Eugenio, pensamos que no, que debía ser descarnada, porque esto es traer la calle al museo: que se noten las arrugas, que se note el papel barato, que se sienta que es algo que puedes tocar.

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Sutura (2017)

Hilos rectos cosidos sobre una tela opaca con grumos de sangre secos, dispuesta sobre una mesa de luz, a la manera de las mesas de análisis forense, en la que se envolvió el cuerpo de un migrante venezolano asesinado violentamente en la frontera con Colombia. Alrededor de la sala oscura suenan voces indistintas. Si uno se acerca bien, escucha: carretilleras, trocheros, gentes de la frontera, que narran sus jornadas. Narran, también, lo que sienten de trazar esos trayectos sobre la tela.

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Cúcuta es una zona que tiene un alto número de asesinatos violentos. Hasta el 21 de marzo de este año han asesinado a 70 venezolanos, según cuenta el servicio médico forense de aquí. Pero lo que me alarmó más es que había más de 3000 colombianos asesinados en este mismo periodo. Las cifras son casi como las nuestras en México. Eso me conmovió mucho para hacer estas piezas. Pensé que había que unir este hilo México-Colombia por medio de un trabajo que ya he hecho. Aunque con los trocheros y carretilleros, los vivos, no había trabajado, sí conozco el cuerpo muerto, el cuerpo ausente y el resto que queda. Conozco lo que permanece en la calle cuando el cuerpo ya es levantado, lo que se va perdiendo con la tierra y se va volviendo polvo, ese polvo que finalmente te cae en la cara y llevas contigo. Llevas a tus muertos en tu cara, en tus manos, vuelto polvo. Quise seguir trabajando ese tema del resto, lo que queda, porque eso también habla de nosotros, los vivos.. Eso es la tela que está en el salón.

Invité a venezolanos hombres que se pusieran a hacer relatos de vida, de líneas de vida, recorridos de principio a fin. Les pedí que estuvieran de frente, que hubiera una relación: verse a los ojos, el silencio para pensar en estos trayectos en una tela de una persona que había sido asesinada. Esos testimonios después los grabé en audio y son los que están alrededor de la tela, tanto de hombres como de mujeres trocheras, contando su experiencia de vida junto a la tela que tiene el resto de una persona. Esa es la parte que siento que me une a México, ese hilo invisible que está entre Colombia y México, y que lo siento desde la primera vez que vine en 1999. Nunca lo he soltado.

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Viento negro (2018)

3000 ladrillos forjados en chircales de Juan Frío, Norte de Santander. Las baldosas están hechas en arcilla fermentada en un pozo dentro del cual la sangre y los fluidos remanentes de telas de sangre de una persona asesinada se funden con el agua y el barros.

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Los pequeños bloques que están en la pared vienen de una tela que absorbió la sangre de una persona asesinada en la frontera. La metimos en un chircal, esas albercas de lodo que deja remojando el artesano para que se fermente la arcilla con el agua, y la dejamos ahí para que soltara todo y que cada ladrillo cuadrado formara un cuerpo completo. Cada uno de esos cuadritos de cerámica representa una de las individualidades. Parto del resto humano. Exploro cómo ese resto circula, cómo se mezcla con la arcilla, la tierra y los materiales más primigenios. Someter ese resto al fuego para que luego se solidifique es volver a lo más esencial, a la memoria, a los sustratos más profundos de lo humano. Estos ladrillos, que duraron fermentándose un buen tiempo, hechos a mano, procesados con leña, se vuelven a fundir y el aire los vuelve a solidificar. El chircal es en Juan Frío, un lugar donde, entre 2001 al 2003, operaron los hornos donde paramilitares colombianos cremaban cuerpos de las personas que mataban. Esa zona está llena de chimeneas y chircales, allí fabricamos los cuadritos de cerámica que están abajo. Quería que la pieza fuera del tamaño de la tragedia. Pero esto se queda corto, creo que podríamos llenar todo el museo de estos bloquecitos. Y el ladrillo que se está exhibiendo es áspero. En México había hecho unos que eran suaves, como una piel, hablando de la gente que no lograba pasar la frontera del río Bravo. Pero lo que se expone acá se asemeja más a lo que se queda, a lo que se entierra y no vuelves a encontrar, a eso que queda en nuestras memorias: como ese ladrillo, un dolor más áspero.

* Literato. Editor digital de ARCADIA