A causa de la borrasca desatada esa tarde novembrina de 2016 sobre la Sabana de Bogotá, no alcancé a llegar a tiempo al modesto homenaje que con el colega Giovanni Púa le rendimos en la Universidad de San Buenaventura, y por eso no pude leer en su presencia las palabras que había escrito a manera de preámbulo para la ocasión. Ahora en su ausencia, deseo retomar las notas que redacté entonces en torno al significado de la obra de Rubén Sierra Mejía (12 de julio de 1937, Salamina, Caldas- 28 de junio de 2020, Bogotá) no solo para la filosofía, sino para la cultura colombiana en general. “La época de la crisis” fue el título que él le asignó a sus esclarecedoras conversaciones con Danilo Cruz Vélez, publicadas originalmente por la Universidad del Valle en 1996. Y el primer volumen colectivo de la “Cátedra de Pensamiento Colombiano”, grupo interdisciplinario orientado por él desde 2000 en la Universidad Nacional, lleva por nombre “Miguel Antonio Caro y la cultura de su época” (2002). Así que por una suerte de “afinidad electiva”, esbozaré un tenue perfil de su legado filosófico, contrastándolo con el fondo de la época nuestra que él se propuso pensar, no como ejercicio de reflexión aislada, sino en permanente interlocución con algunas voces que en el pasado y en el presente han tejido nuestra tradición cultural, erigiéndose así en curador de una galería en la que él mismo figura desde antes de su desaparición. Un espacio para la filosofía Sierra Mejía, que muy joven despuntó en la vida filosófica colombiana reclamándole a Jaime Vélez Correa, S.J. su laxitud en la selección de los pensadores colombianos reunidos por éste en el reportaje “El proceso de la filosofía en Colombia” (Universidad de Antioquia, 1960), realizó como catedrático e investigador una impecable tarea de acotación disciplinaria de la filosofía respecto a otros sectores de los saberes humanos y sociales. Atendió así a la condición esencial para que se pudiese hablar de una “normalidad filosófica” en los países latinoamericanos, a saber, que el filosofar fuese reconocido como un campo autónomo de la cultura, diferente de la historia, la literatura, la política. Si en Colombia podemos documentar las fuentes de esa vida filosófica independiente a partir de la segunda parte de la pasada centuria, se debe todavía casi exclusivamente a la antología compilada por Sierra Mejía para Procultura en 1985, en la que los estudiosos del devenir filosófico nacional siguen hallando la mejor compilación de los textos filosóficos contemporáneos escritos hasta entonces en el país, con nombres como Rafael Carrillo, Cayetano Betancur, Luis Eduardo Nieto Arteta, Rafael Gutiérrez Girardot, Estanislao Zuleta, entre otros. En la fijación del legado filosófico contemporáneo en el país, merece especial atención su reconstrucción del pensamiento de Danilo Cruz Vélez, primero con una entrevista, en la que Sierra motivó a que el célebre filósofo colombiano nos ofreciese un testimonio de los orígenes del actual quehacer filosófico en Colombia. Y después del deceso del entrevistado en 2008, fue su interlocutor el encargado de recoger escrupulosamente sus obras completas, publicadas en 2015 en co-edición por la Universidad Nacional, la Universidad de Caldas y la Universidad de los Andes en seis volúmenes, prologados por nuestro estudioso. Ahora bien, si de su directa labor filosófica se trata, Sierra, junto con el también desaparecido Adolfo León Gómez y la profesora Magdalena Holguín, puede catalogarse como uno de los principales gestores de la formación de las actuales generaciones filosóficas en la llamada “filosofía analítica” o filosofía del lenguaje, que parece hoy predominante en el panorama filosófico colombiano. Pero la contribución de Sierra Mejía a la configuración de la filosofía colombiana no se limitó a la recuperación de los textos de los autores previos y contemporáneos a él, ni a la enseñanza de las generaciones posteriores, sino que se expandió en su fomento de las mediaciones institucionales que permiten la práctica filosófica. En la Universidad Nacional, centro educativo que fue su casa durante su vida profesional, ocupó varios años la dirección del Departamento de Filosofía y dirigió la revista “Ideas y Valores”, labores que combinó con su participación en proyectos académicos y editoriales de otras instituciones. Pero quizás más significativo que esas tareas puntuales, resulta su papel en la conformación de una comunidad filosófica colombiana. En 1978 fue el principal promotor de la creación de la actual “Sociedad Colombiana de Filosofía”, entendida como un espacio de diálogo plural para la promoción del quehacer filosófico en el país. Desde allí, Sierra Mejía procuró incentivar el debate filosófico en Colombia, en los foros nacionales de filosofía y en el actual Congreso Colombiano de Filosofía, entre otros Hasta aquí por el lado asertivo de su aporte a la vida filosófica colombiana. Volviendo a su prevención frente a visiones desdibujadas del trabajo filosófico, en 1986 en el Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana de la Universidad Santo Tomás, ratificó su renuencia a prohijar cualquier suerte de “filosofía latinoamericana”, entendida como discurso encerrado en la recreación culturalista de las identidades nacionales y continental, refractario a abrirse a la universalidad de la filosofía y del plexo total de la cultura. Con Baldomero Sanín Cano, Rubén Sierra sostuvo que sólo el diálogo con el “exotismo” del filosofar, las letras y en general la vida del planeta, puede aportar el nutriente cosmopolita que requiere una genuina maduración de la cultura colombiana y latinoamericana, y una eventual floración de nuestra filosofía. Un espacio para la cultura No obstante, el mismo interés por revelar la dimensión universal de la cultura y la filosofía lo llevó a explorar cómo estas se han injertado en nuestra historia política e intelectual, de modo que se muestre cuál ha sido el significado de dichas herencias espirituales en la conformación histórica de la nación colombiana. La defensa de la especificidad de la filosofía no implicó para Sierra recluirse en ella volviéndose refractario hacia las demás manifestaciones culturales, sino tomar pie en el filosofar para escudriñar el sentido intelectual de la trayectoria nacional. Es así como su vocación de interlocutor privilegiado de los pensadores colombianos se extendió entre otros motivos a la reconstrucción del ideario autoritario del Libertador a lo largo del pensamiento político patrio; al cuestionamiento de la fundación de la república colombiana en el credo reaccionario de Miguel Antonio Caro en la Constitución del 86; o a buscar alternativas de apertura intelectual y tolerancia política en Baldomero Sanín Cano y Carlos Arturo Torres, respectivamente. De este último, entre 2001 y 2002 recopiló en tres volúmenes sus obras completas para el Instituto Caro y Cuervo. Pero de nuevo, ese diálogo con el pasado nacional no se desenvolvió como la labor de un erudito ensimismado con su vasta sabiduría, sino lo llevó a trabar relaciones con investigadores de otros campos, como se patentizó especialmente en la ya referida “Cátedra de pensamiento colombiano”. Frutos de un cuidadoso trabajo de investigación y críticas recíprocas sostenido durante dos décadas, de aquel grupo interinstitucional e interdisciplinario de analistas surgieron volúmenes seminales sobre la historia política colombiana como “Miguel Antonio Caro y la cultura de su época” (2002), “El radicalismo colombiano del siglo XIX” (2006), “República liberal: sociedad y cultura” (2009), “ “La restauración conservadora” (2012) y “La hegemonía conservadora” (2018). Todos ellos fueron publicados por la Universidad Nacional, y quedó avanzado el dedicado al Frente Nacional. Para justipreciar el ascendiente intelectual de Rubén Sierra Mejía en la vida cultural del país, basta enumerar algunos de los contertulios y colaboradores de dicha cátedra como la maestra Beatriz González, el economista Salomón Kalmanovitz, el crítico literario David Jiménez, la investigadora social Rocío Londoño, la matemática Clara Helena Sánchez, la antropóloga Myriam Jimeno y el historiador Malcolm Deas. Quien estas líneas traza en su memoria, siempre recordará con orgullo que fui llamado por él a sumarme a este célebre foro de la cultura colombiana. Un espacio para la crítica También gracias a su invitación, tuve oportunidad de participar en los dos libros que editó sobre la crisis colombiana, a saber, “La filosofía y la crisis colombiana” (2002, en conjunto con Alfredo Gómez Müller) y “La crisis colombiana. Reflexiones filosóficas” (2008). Tal vez los lectores de “Arcadia” recuerdan aquella famosa portada de la edición de marzo-abril de 2011, en la que se ve a Rubén Sierra amparado por las sombrillas de Lisímaco Parra y Sergio de Zubiría, quizás queriendo significar que los filósofos evitan permearse de la realidad. Pues bien, contra lo sugerido gráficamente en aquella fotografía y soterradamente en el artículo de Rodrigo Restrepo “¿Dónde están los filósofos?”, habría que señalar que por lo menos esos dos libros colectivos que se habían publicado en la década anterior, desautorizaban de antemano aquella acusación velada. La persistente defensa de Sierra Mejía de la autonomía epistemológica del filosofar frente a tentaciones culturalistas como las esgrimidas en tendencias nacionalistas o latinoamericanistas, ya comprobamos que no lo llevó a desentenderse de la tradición intelectual del país ampliamente entendida, pero mucho menos a darle la espalda a los problemas sociales y políticos nacionales. Como recordó Damián Pachón Soto a raíz de su muerte, Rubén Sierra reflexionó asiduamente sobre la función que le concernía al filósofo en tanto que intelectual en la orientación crítica de su época. Como declara Sierra en el discurso con que se abre el segundo tomo, “pensar en época de crisis …es enfrentarse a ese pensamiento …gregario -irracional por lo tanto- que lucha por imponerse y que con frecuencia es promovido por esferas oficiales como una manera de evadir reformas urgentes, de esquivar presiones originadas en desigualdades e injusticias, de hacer el quite a actitudes excluyentes frente a sectores marginados de las actividades sociales y políticas” (p. 15). Pero una vez más, se negó a ser la voz solitaria que clama en el desierto, y por eso en aquella obra doble motivó que sus colegas se abriesen desde el filosofar a tratar problemas como la violencia (Luis Eduardo Hoyos), la justicia social (Juan José Botero), los derechos sociales (Francisco Cortés), la responsabilidad política (Rodolfo Arango), la interculturalidad (Ángela Uribe), en una lista también incompleta. Gracias de nuevo a su liderazgo filosófico e intelectual, se propusieron allí herramientas conceptuales para la comprensión y transformación de la “crisis colombiana”, que siguiendo su ejemplo, bien valdría la pena retomar. Por supuesto, el balance de la articulación sin confusión entre filosofía y sociedad en Colombia sigue siendo muy insatisfactorio, y Rubén Sierra era el primero en admitirlo. De cara al quehacer filosófico, con frecuencia reclamó a sus pares la tendencia a enclaustrarse en la administración docente y editorial de los autores y corrientes de su predilección, sin atreverse a pensar por cuenta propia. Y de cara a la sociedad, en Colombia se ha preservado nominalmente la enseñanza filosófica en colegios y universidades, pero paulatinamente esta ha migrado de la formación humanística en las tradiciones y valores constitutivos de la vida democrática, al entrenamiento en las competencias lectoras y cívicas aptas para una asociación afín a los intereses del mercado. Sin embargo, esta misma crisis auscultada ya en el interior de la misma práctica filosófica, vuelve más vigente que nunca la necesidad de retomar los pasos de Sierra, desde luego adaptándolos a las nuevas situaciones. Sin desmedro de su participación en el fomento disciplinario de la filosofía en Colombia, me atrevo a sugerir que la herencia filosófica primaria de Rubén Sierra residirá más bien en el trabajo intelectual que esgrimió hacia fuera, pues gracias a los puentes que tendió con la historia, la política y la cultura nacionales, nos mostró la vitalidad de la filosofía en Colombia, a pesar de las sombras que se ciernen sobre ella. Pero presumo que si él hubiese reaccionado a esta semblanza, habría corregido mi apreciación dicotómica, reivindicando que en ambos casos se trató en realidad del mismo camino filosófico, el de la interlocución crítica con las fuentes intelectuales que constituyen nuestra época. *Leonardo Tovar González es egresado de la Universidad Santo Tomás y forma parte de la Sociedad Colombiana de Filosofía “Mi poesía es existencial” En Medellín los eventos del libro son motivo de fiesta