Ignacio Piedrahíta es geólogo y escritor. El encuentro entre la ciencia y la literatura le ha permitido escribir las novelas Un mar (2006) y el relato de viajes Al oído de la cordillera (2011), esta última la historia de un científico viajero que atraviesa la cordillera de los Andes. También ha publicado recientemente los libros El velo que cubre la piedra (2018) y Grávido río (2019).

Comisión de la Verdad: En su escritura está presente esa mirada del viaje y del viajero, del expedicionario que descubre algo de sí mismo en eso que ve afuera. ¿Cuál ha sido su aproximación al viaje en relación con el descubrimiento de la naturaleza?

Ignacio Piedrahíta: Estudié geología y empecé a tener un contacto profundo con el exterior, con las montañas, los ríos, esas entidades de la Tierra que tienen mucho para contar. Poco a poco fui tejiendo con ellas una relación más literaria a partir de la escritura. Trato de escuchar la voz de esas grandes entidades que tienen su tiempo y su vía —de manera metafórica— y en esa vía el ser humano puede encontrar nuevas metáforas sobre sí mismo. Una nueva manera de mirarse.

C. V.: Cuéntenos de dónde viene esa conjunción entre las ciencias naturales —la geología, la geografía, la biología— con la narración literaria y la poesía. ¿Cómo llegó a establecer a esa relación y qué ha encontrado en ambos planos?

I.P.: Cuando estaba estudiando geología también quería ser escritor, y me preguntaba cómo una persona que quiere ser escritora estudiaba geología, por qué esos dos planos, por qué no mejor inscribirme en filosofía y letras. Sin embargo, antes de hacer eso, yo traté de escuchar qué me querían decir los ríos y montañas, qué tenían de literarios en sí mismos, y por qué la intuición me había llevado por ese camino aparentemente opuesto. En ese momento empecé a abrir mis sentidos y a tratar de entender las historias que estaban contando los continentes en movimiento, a velocidades tan lentas que no los percibimos. O qué querían decir los ríos que bajaban llenos de fragmentos de roca; quizás las arengas de los ríos lo que querían era destruir la montaña, también tenían una violencia dentro de sí, pero al mismo tiempo querían buscar la inmortalidad acabando con lo más grande, que era una cordillera. Así empezó a surgir una narrativa que yo he tratado de ir entendiendo con técnicas literarias. Ahí fue donde se dio esa conjunción de planos. No es narrar la ciencia con lenguaje de la ciencia, es poder ampliar las fronteras literarias.

C. V.: Tal vez los aportes de la ciencia a la literatura son los más evidentes, pero ¿de qué forma la literatura aporta a la ciencia?

I.P.: Uno diría que es más sencillo vislumbrar cómo la ciencia aporta a la literatura, pero la pregunta en el sentido inverso es supremamente interesante puesto que, en un principio, uno podría pensar que no hay ningún aporte puesto que la ciencia tiene sus propios métodos, muy claros. Pero sí hay un aporte y es que en la búsqueda de la verdad científica hay también una búsqueda de un orden de las cosas, de cómo unas provocan a las otras, cuáles son consecuencia o explican a las otras, y ese orden tiene también un componente estético. Hay algunos ejemplos bonitos de esto. En algún momento la tierra no tenía ninguna vegetación; uno se imagina la tierra 400 millones de años atrás y era un desierto completamente porque las pocas formas de vida estaban debajo del mar. Pero en el momento en que estas formas empezaron a respirar aire empezaron a aventurarse a la tierra. Ahí hay una explicación científica, pero el nuevo orden de las cosas que daba nuevos colores, nueva vida y nuevas conexiones, todo el paisaje de la tierra cambió y ese orden debe ser contado para poderlo entender. Ahí es donde la narrativa empieza a explicarle al ser humano cómo unir más fuertemente en su conciencia toda esa nueva estética de la tierra, a pesar de no haber estado ahí.

C. V.: Camilo Niño dice en el prólogo de La verdad de los ríos que “el territorio no está únicamente representado por los ríos, montañas, llanuras y demás espacios físicos y geográficos. El territorio está conformado por una gran variedad de elementos y seres que allí habitan, y les dan sentido a la existencia y la cultura”. Cuéntenos ¿cómo se ha aproximado a esa de idea de territorio no solo como espacio natural sino también como espacio espiritual?

I.P.: Yo me he aproximado a las entidades naturales —todavía no las llamemos territorio— a través de lo científico, la construcción de estos mitos proviene del saber occidental, que se remite a los griegos. Cuando me encuentro con una persona como Camilo que tienen una mitología diferente, autóctona, el diálogo no se da tanto en los orígenes mitológicos sino en la relación con el territorio. Para mí el ser que puede estar uniendo a toda Colombia es el río mismo, tal como lo expreso en el ensayo, que hay una figura de un árbol acostada cuyas raíces son los tributarios del Cauca y el Magdalena, el gran tronco es el Cauca y el Magdalena y sus ramas son estas ciénagas y pequeños esteros y la desembocadura en la costa Caribe. Ahí creo mi propia mitología, y espiritualmente me conecto con eso a través de las voces de poetas del pasado. En este ensayo particular me inspiré en unos versos de un poema de Hölderlin. Voy creando esa mitología a través de voces anteriores. Pero me cuesta mucho, quizá por esa misma educación de corte racional, pasar a lo sobrenatural, que es una cosa de tanto valor para los indígenas y las poblaciones autóctonas. Me parece una belleza ver cómo se encuentran ambas visiones y cómo armonizan.

C. V.: En el ensayo La verdad de los ríos dice que “los ríos todo lo controlan, todo lo saben basados en la invencible belleza que preside la vida” y luego escribe: “Con el tiempo, en el agua quieta se reúne el veneno de la memoria del hombre”. Cuéntenos un poco sobre esta imagen del río que todo lo ve, incluso la muerte.

I.P.: Cuando vemos un río o lago esa agua asoma para nosotros, es la manera cómo ella se proyecta hacia el mundo exterior, pero guarda mucho en su interior: en los poros de la tierra. No solo los ríos todo lo ven y todo lo saben por su constante fluir, porque como digo ahí una persona contamina con algo un río y el río en cualquiera de sus partes, aún en su desembocadura, nos está recordando que se le hizo ese daño. Uno podría huir de sí mismo y el agua, por esa omnipresencia, nos lo estaría recordando. Cuando el agua está quieta reúne con más fuerza esa memoria de la misma manera que lo hace cuando el agua de mar se sala, porque lo que hace es poner en contacto iones que están en el agua dulce, pero que no han tenido el reposo ni la concentración suficiente para formar las sales. El agua en reposo concentra la memoria. Esa es una idea bonita que trató Gastón Bachelard en su libro ‘El agua y los sueños’. Ahí se crean mitos griegos sobre el agua quieta, esta siempre ha sido repelida porque el agua quieta probablemente es agua venenosa, agua estancada. El agua en su fluir está viendo y nos está recordando, pero nosotros no nos damos cuenta de ese recuerdo hasta que ella está quieta. Ahí sí es muy probable que nos llegue esa imagen directa, que es como la de Narciso: mirarse uno en un espejo y verse tal cual es.

C. V.: En el ensayo usted recurre a una imagen muy bella que es la del río como una muralla líquida que posterga el combate entre los dos lados del río y que permite tener lo que llamas “una panorámica en la cual la ira tiende a disolverse”. Cuéntenos sobre esta metáfora y su relación con el tiempo.

I.P.: Yo llegué a ella de una manera curiosa, por la casualidad. Resulta que buscando la etimología de río, simplemente por ahondar en la palabra, fue mirando los derivados y en un diccionario me encontré que la palabra rival venía de la misma raíz de río. Y era porque muchas veces las personas que estaban en orillas opuestas de un río podían llegar a la confrontación por varias razones: por la separación administrativa o por la dinámica del río, que como siempre están en movimiento, a veces se mueve a un solo lado y por ese movimiento tú quedas al otro lado del río. De repente quedas en la orilla opuesta y eso crea rivalidades. A partir de ahí pensé que tenía que ver con el tiempo y cómo el punto de vista y las realidades podían cambiar con el simple cambio de curso del río. El sentido de pertenencia y de territorio cambia por una creciente. Llovió mucho, el río cambio de curso y de repente estoy en territorio enemigo. Eso me hizo pensar en una metáfora propia relacionada con el ensayo, y es que cuando tú estás frente al otro, separado por el río, el río también posterga el combate, pero cuando quedas en el mismo lado debes resolver si ese otro sí es tu enemigo y por qué lo es. Eso me parece excelente para el conflicto colombiano y es que nos da miedo estar del mismo lado del río, porque al que tú odiabas de un momento a otro es tu coterráneo, eso nos llena de miedo, y eso nos lleva a la confrontación.

Me parece que es un mensaje de la naturaleza. Si ese río no cambia y tú estás dispuesto a que el río sea una barrera porque no nos entendemos y queremos que cada uno quede en su orilla, pues que no se vuelva una invitación al uso del arma larga, el arma moderna. No nos entendemos, estamos en orillas opuestas, pero no tenemos que eliminar al otro desde lejos, sino que podemos ser capaces de ver todo lo que el otro deja florecer a su alrededor. Y ahí es cuando se junta con la parte ecológica que es: yo dejo florecer mi orilla. Si yo voy a eliminar al otro y tengo una orilla devastada, quizá no me importa tanto. Pero si tengo una orilla que florece y está llena de vida, yo veo al otro como una extensión de la tierra. Espero que el otro también vea lo que yo estoy dejando florecer a mi alrededor y respete esa vida extendida, no solo la del ser humano, sino la vida que se extiende por todos mis poros y me une con las flores, los árboles, los otros animales: el paisaje completo.