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Hace más de veinte años, cuando el tropo del Holocausto y sus imágenes familiares viajaron hacia otros contextos políticos, se despertó en mí la curiosidad sobre cómo esas conectividades transnacionales funcionan en contextos nacionales e internacionales.
La mayoría de proyectos nacionales de memoria están ligados organizacionalmente a debates transnacionales en museología, concursos públicos de diseño de monumentos, activismo de derechos humanos y mnemotécnica. Es entendible, sin embargo, que los museos y los espacios de memoria se aproximen principalmente a memorias locales y nacionales de violencia política traumática. Esto es cierto no solo en lugares de tortura y asesinato, como los campos de concentración alemanes o el esma en Buenos Aires, sino también en el Museo de Memoria y Derechos Humanos de Chile, el espacio artístico contramonumental Fragmentos en Colombia o en el Museo del 9/11 de Nueva York.
Tengo la sensación de que los aspectos transnacionales de las políticas de memoria pueden estar articulados con más fuerza en la literatura y las artes visuales, pues estas tienen un horizonte imaginativo y un poder político comparativo más amplio que las instituciones e investigaciones locales. Las artes y las humanidades pueden aportar significativamente a una cultura de memoria transnacional, cuyo objetivo principal sería el de entrenar la imaginación en cómo vivir en un mundo cada vez más interconectado, y cómo negociar pasados y presentes divergentes en una creciente era planetaria. Todas las sociedades dependen de las memorias del pasado histórico para su identidad, incluso cuando las negociaciones con respecto al pasado continúan siendo un campo de lucha y conflicto.
En el ejercicio de analizar las nuevas tendencias de los discursos dentro de las culturas de la memoria, podemos explorar primero qué elementos pueden no ser ya centrales o pueden haber sido sujetos a una crítica legítima. Puedo identificar tres: primero, la vieja batalla entre la historia y la memoria como algo que se supone irreconciliable es algo del pasado. Teóricamente, la mayoría de investigadores de la memoria asumen una relación recíproca, más que una relación mutuamente excluyente, entre la historia y la memoria. Por supuesto que a la crítica a la memoria, como algo que no es confiable, que es por lo general autoindulgente, meramente subjetiva y manipulable, se le debe dar un lugar en los estudios de memoria, y el análisis de testimonios presenciales ha desarrollado herramientas para tener esto en cuenta.
Un segundo concepto que ha dejado de ser predominante es la noción del carácter único del Holocausto, que impedía cualquier tipo de comparación con otros casos de genocidio o de limpieza étnica. Este argumento tenía sentido cuando el Holocausto no había sido públicamente reconocido como la gran ruptura en la civilización que en efecto fue. Este ya no es el caso. La afirmación de que el Holocausto es algo único ha sido instrumentalizada, bien sea con propósitos políticos o como una última defensa estética de una teoría modernista, ahora insostenible, de irrepresentabilidad. Las comparaciones mundiales de la escala y la intensidad de una violencia apoyada por el Estado se han vuelto claves en ética, legislaciones de derechos humanos y en el debate público. El Holocausto mantiene un lugar muy importante en estos esquemas comparativos, pero las pretensiones de unicidad siempre llevarán a una jerarquización profundamente problemática del sufrimiento. La victimización no puede convertirse jamás en un juego de suma cero.
Tercero, el campo de estudio se ha alejado de su marcado énfasis en el trauma, como se había formulado en el contexto posestructuralista, principalmente en relación con las teorías de irrepresentabilidad y de la muerte del sujeto en el potente trabajo de Dori Laub, Shoshana Felman y Cathy Caruth. Este trabajo ha sido valioso en discusiones legales y psicoanalíticas sobre presencia y testimonio, pero negar que el evento traumático es accesible también condujo a serios bloqueos del conocimiento histórico.
Por ser cada vez más populares, los discursos de trauma corrían el riesgo, además, de alimentar una creciente cultura de victimología. A medida que el trauma se volvió ubicuo, empezó a perder su poder en la vida real. Es innegable que los estudios de trauma han sensibilizado nuestra cultura a estructuras traumáticas y eventos más allá del genocidio, la guerra y la violencia de Estado. Sin embargo, la lenta violencia del día a día generada por la pobreza, la migración y el cambio climático puede ofrecer un campo de análisis expandido en el cual enfocarse. De cualquier manera, para que los estudios de trauma permanezcan viables, necesitan incorporar una dimensión de pensamiento sobre futuros alternativos, que ha estado ausente en los estudios de memoria en el pasado.
Hoy se pueden identificar unos movimientos sociales incipientes que se enfocan en las políticas de la memoria en nuestro presente. Los nuevos desarrollos incluyen el campo completo del estudio de adn, utilizado para identificar a los hijos de los desaparecidos que fueron robados durante la guerra sucia en Argentina, y el uso de las tecnologías digitales para crear archivos de la memoria de las desapariciones (Chile) o de detención (el Gulag soviético). Ambos son un intento por tener una mejor comprensión de la estructura e historia de la victimización, y basan sus descubrimientos en el mayor número posible de casos individuales.
Segundo, los temas de género, que son claves por ejemplo en el activismo de memoria en Argentina o Turquía (las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires o las Madres de los Sábados en Estambul), han reactivado las protestas y se han convertido en foco de investigación transnacional (Women Mobilizing Memory, una exploración transnacional de la intersección entre feminismo, historia y memoria, desarrollada por académicos, artistas e intelectuales de Nueva York, Estambul y Santiago de Chile, publicada en 2019 por Columbia University Press).
A gran escala, el movimiento #Metoo se ha convertido en una fuerza explosiva, enfocada en memorias a corto y largo plazo de violación y de acoso sexual. No es sorprendente que haya generado un efecto rebote, que de hecho demuestra su poder de generar una disrupción en el statu quo de las relaciones hombre-mujer, especialmente en la esfera laboral, de empleo y compensación. A pesar de que no haya una escala para distinguir la violación de un matoneo verbal agresivo, o simplemente “comportamiento inapropiado”, hace visibles las estructuras mismas de una victimización de mujeres y niños comúnmente invisible y que tiene múltiples facetas. Los teóricos de la memoria tendrán mucho que contribuir en este debate.
Tercero, está aquella otra memoria que pesa sobre nosotros y que pide nuevo trabajo e intervención política: la memoria de los populismos fascistas y racistas de entreguerras, en relación con su resurgimiento actual en varios países. En un momento en que la supremacía blanca asoma su espantoso rostro en Estados Unidos, el movimiento Black Lives Matter nos recuerda después de más de cincuenta años de la lucha por los derechos civiles que, como escribió Faulkner alguna vez, “el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado”. Los historiadores y teóricos de la memoria tendrán que insistir en cómo el pasado y el presente están íntimamente ligados en una compleja red de relaciones que elude las definiciones fáciles y las ecuaciones simples de pasado y presente, y evitar caer en el facilismo de borrar las diferencias entre el fascismo de entreguerras y la política de derecha de la actualidad. Modificando lo que Adorno dijo acerca del nacionalismo, yo sostendría que el fascismo es obsoleto y es, a la vez, actual: sus formas hoy son diferentes de aquellas del periodo de entreguerras, pero conservan el autoritarismo, las afirmaciones de pureza étnica y racial, la creencia en el gran líder y la forma de pensar fundamentalmente antidemocrática.
Este nuevo enfoque sobre lo que hoy algunos llaman eufemísticamente la “derecha alternativa” pone en el mapa de los estudios de memoria un giro reciente de las víctimas hacia los perpetradores. A la luz de los eventos de actualidad en Filipinas o en India, el documental de Joshua Oppenheimer de 2012, The Act of Killing, sobre los asesinatos masivos en Indonesia en los sesenta, súbitamente parece una anticipación ominosa de lo que vendrá.
El foco sobre los perpetradores también trae una tercera figura: aquella del beneficiario de la violencia estatal o racial. El beneficiario, por supuesto, no tiene solo un interés histórico. Dadas las desigualdades mundiales y la perpetuamente creciente brecha de riqueza en todas partes, el beneficiario requiere de atención en un momento en que la lenta violencia de la privación económica y del despojo envuelve a cada vez más poblaciones en el planeta.
Cuarto, hoy hay un reconocimiento más marcado en los estudios de memoria de que la historia del colonialismo europeo en África, Asia y América Latina constituye un serio vacío dentro del campo. Investigaciones recientes han labrado camino en aquel “continente oscuro” de los estudios de la memoria, que podrían seguir avanzando significativamente y arrojar luz respecto a las formas actuales de migración y los intentos políticos para limitarla radicalmente.
En mi opinión, otras dos cuestiones merecen aún mayor atención. Por más que la memoria histórica sea esencial para una esfera pública abierta y organizada democráticamente, la validación exclusivamente positiva de la memoria debe ser cuestionada, así como una multiplicidad de formas de olvido deben ser reconocidas, pues no todas son negativas. Hay muchos casos (el populismo neonazi es solo el más reciente) que revelan la desventaja de la memoria: la memoria en función de la reacción política (Estados Unidos hoy, Rusia, Europa, Turquía, India, etc.), la memoria como una forma de incitar a la violencia (Bosnia y Kosovo), la falsa memoria como un campo de juego para las noticias falsas (los trolls rusos, los medios de derecha en Estados Unidos). Tenemos que cuidarnos del peligro de privilegiar el pasado sobre el futuro. Si bien los estudios de memoria surgieron en 1980 y 1990 como un efecto de la pérdida de las utopías futuristas del siglo xx, esto no debe convertirse en una justificación para no volver a pensar en el futuro hoy; y no solo el futuro de los estudios de memoria, sino en el futuro de los objetivos, aún pertinentes, de aquellas ideas utópicas tempranas: justicia, igualdad, libertad.
Un punto final tiene que ver con el impacto de los medios digitales en las estructuras de la memoria social, la narrativa y la identidad, un asunto desarrollado poderosamente en varios libros de Roberto Simanowski, como Data Love y Facebook Society, y por Richard Seymour en The Twittering Machine. Durante un tiempo, pareció como si los pasados presentes hubieran reemplazado lo que Reinhart Koselleck llamó alguna vez “pasados futuros”, que caracterizaron una fase temprana de la modernidad, desde finales del siglo xviii. El movimiento que se dio en el siglo xx –de una sensibilidad de progreso, dirigida hacia el futuro, que estuvo vigente hasta 1968, a una orientación hacia el pasado que persiste desde entonces– es verdaderamente notable y profundo. Hoy, sin embargo, debemos preguntarnos si quizás los pasados futuros y los pasados presentes han sido reemplazados por presentes presentes, manejados por algoritmos invisibles e imposibles de conocer; el eterno presente de unos medios siempre agitados y de una cultura de consumo que no conoce el pasado ni imagina el futuro. Por otra parte, los medios digitales también han transformado nuestras nociones de archivo y nos han facilitado la movilidad –buena y mala– a través de las culturas.
En una era de resurgimiento transnacional de la derecha, sin embargo, la cuestión sigue siendo si la memoria alcanzada algorítmicamente es de hecho memoria u olvido, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. En otras palabras, tenemos que preguntarnos cómo las tecnologías digitales y las redes sociales afectan la capacidad misma de los seres humanos de vivir en marcos de tiempo expandidos, en lugar de vivir, sencillamente, en nuestro presente cada vez más amplio o en un eterno aquí y ahora. A medida que los límites entre pasado y presente se empiezan a difuminar, el destino de la memoria en sí misma está en juego.
Ayudarnos a entender cómo el funcionamiento mismo de la memoria está siendo transformado puede ser la tarea más urgente de los estudios de memoria hoy. No albergo ninguna ilusión sobre el poder del arte para cambiar el mundo, pero sí creo que las artes visuales y literarias son las mejor equipadas para articular dichas cuestiones con la urgencia y sutileza necesarias.