Diego Palacio, ministro de Salud de Álvaro Uribe y un respetado médico antioqueño, se entregó a las autoridades el miércoles 15 de abril en la noche entrando al búnker de la Fiscalía con un maletín negro y sin hacer comentarios. Su delito, según el fallo de la Corte Suprema: recomendar a una persona en Foncolpuertos en Cali y a un ingeniero químico en una clínica en Barrancabermeja. Por estos dos nombramientos fue condenado a seis años y seis meses de prisión. Alberto Velásquez, exdirector del departamento administrativo de la Presidencia, por un solo puesto, el de Jairo Plata como coordinador para el Magdalena Medio en las Red de Solidaridad Social, mereció un año menos y su condena es de 60 meses. Y Sabas Pretelt de la Vega, el pez gordo de esta redada por la importancia de su cargo y sus posibles ambiciones presidenciales, recibió la misma condena que Diego Palacio por haber entregado dos notarías y un cargo en el Ministerio de Justicia. Esos tres episodios serían considerados rutinarios en la política en circunstancias normales. La razón por la cual no lo fueron fue porque determinaron el voto de la congresista Yidis Medina y la abstención de Teodolindo Avendaño, sin los cuales Álvaro Uribe no hubiera podido ser reelegido presidente (vea la infografía de los condenados y en la mira del gobierno Uribe). Si un primer mandatario o sus ministros ofrecen puestos o notarías para aprobar una reforma tributaria o una a la salud, nada hubiera pasado. Pero como se estaba reformando la Constitución con nombre propio y los oferentes eran agentes del beneficiario, los hechos adquirieron una dimensión política y penal única. Independientemente del rigor de las condenas, la Corte Suprema de Justicia no podía exonerar a los altos funcionarios uribistas. La confesión de Yidis Medina creaba automáticamente un cohecho y este delito no puede tener una sola pata. Si la congresista había pagado más de cuatro años de cárcel por vender su voto, alguien se lo tenía que haber comprado. Lo anterior puede ser la realidad jurídica, pero la realidad política es otra. Hoy prácticamente toda la plana mayor de esa colectividad tiene enredos con la justicia. Para el uribismo, y para un sector de la opinión pública, hay una persecución para acorralar penalmente a todo lo que tenga que ver con el expresidente. Si se refiere a un organigrama de esa colectividad están condenados o sub júdice: Andrés Felipe Arias, Luis Carlos Restrepo, Sabas Pretelt, Diego Palacio, Alberto Velásquez, Bernardo Moreno, María del Pilar Hurtado, Jorge Noguera, Mauricio Santoyo, César Mauricio Velásquez, Luis Alfonso Hoyos y Luis Alfredo Ramos. Y en la mira están José Obdulio Gaviria, Edmundo del Castillo, David Zuluaga y de pronto su padre, Óscar Iván. Sería extenderse demasiado pretender analizar detalladamente cada uno de esos casos. En algunos como el exjefe del DAS, Jorge Noguera, y el jefe de seguridad de Uribe, general Mauricio Santoyo, se cometieron delitos graves por nexos demostrados con el paramilitarismo o con el narcotráfico. En los procesos contra los demás, en términos generales se podrían decir dos cosas: 1) que en muchos de estos se trataba de conductas que habían sido toleradas anteriormente, pero que constituyen un delito; 2) que la mayoría de las condenas son exageradas.

Por ejemplo, hablando de la yidispolítica, en Colombia todos los ministros, particularmente los del Interior, han logrado mayorías en el Congreso con prebendas. Eso se puede definir negativamente como ‘clientelismo’ o positivamente como una forma de garantizar la ‘gobernabilidad’. Pero el hecho es que a punta de puestos y contratos el Ejecutivo ha manejado al Congreso y así ha sido desde la creación de la República. Ernesto Samper, a pesar del testimonio de Santiago Medina, consiguió que el Congreso precluyera su investigación ‘aceitando’ a los parlamentarios. Por ese soborno colectivo le abrieron un proceso penal a los 109 congresistas que lo exoneraron. La denuncia no prosperó porque la entonces representante Viviane Morales interpuso una tutela alegando la “inviolabilidad parlamentaria”, la cual finalmente se impuso. Juan Manuel Santos, como ministro de Hacienda, también aceitó al Congreso para asegurar mayorías parlamentarias que le permitieran aprobar reformas impopulares necesarias para superar la crisis económica de 2000. Lo hizo a través de la creación de los denominados “cupos indicativos”, denunciados por el entonces senador Álvaro Uribe como una resurrección de los prohibidos auxilios parlamentarios. La Corte Constitucional le dio la razón a Santos. La compra del Congreso puede ser al por mayor, como en el caso Santos, o al detal, como en el caso Uribe. Es más grave lo segundo pues hay un vínculo más directo entre la prebenda y el voto. Técnicamente podría llegar a presentarse un delito como el de cohecho que se configura cuando un servidor público recibe directa o indirectamente “dinero o promesas remuneratorias… para ejecutar un acto contrario a sus deberes oficiales”. Sin embargo, ese quid pro quo no es demostrable a menos de que el beneficiario lo reconozca. Hasta que Yidis Medina se confesó con el periodista Daniel Coronell en una entrevista en televisión nadie lo había reconocido públicamente. Eso fue lo que hundió a Sabas Pretelt, a Diego Palacio y a Alberto Velásquez. Algo parecido sucede con las chuzadas. En Colombia fue de conocimiento público que muchas comunicaciones eran objeto de interceptación. Algunas por cuenta del DAS u otros organismos de seguridad y otras por cuenta de los narcotraficantes o los paramilitares. En todo caso, la frase “mejor no hablemos eso por teléfono” era rutinaria en el mundo del poder. Para que una interceptación sea legal se requiere la autorización de un juez y como el espionaje es por definición una actividad secreta ese requisito casi nunca se cumple. Sin embargo, una cosa es espiar a los enemigos del Estado y otra muy distinta a los opositores políticos, a la Corte Suprema de Justicia, a periodistas y a defensores de los derechos humanos. Inicialmente algunas de esas actividades de espionaje tenían justificación cuando era contra los delincuentes, sin embargo, en medio de la confrontación entre el presidente Uribe y la Rama Judicial, las funciones del DAS se desbordaron y se llegó a excesos aberrantes. Una cosa es buscar nexos entre la subversión o el narcotráfico con funcionarios públicos y otra es colocar una grabadora debajo de la mesa donde deliberaba la Corte Suprema sobre casos de parlamentarios vinculados a la parapolítica, o poner un falso puesto de venta de flores al frente de la casa de un periodista para ver quiénes son sus fuentes. Esos excesos tienen hoy tras las rejas a veteranos del DAS como Jorge Lagos y Fernando Tabares, y a personas ajenas a ese mundo como María del Pilar Hurtado y Bernardo Moreno, a quienes le notificarán su condena en pocos días. Y falta por verse si vinculan a ese proceso a otros altos funcionarios de la Casa de Nariño como José Obdulio Gaviria y Edmundo del Castillo. El grueso de la encarcelada uribista obedece a la yidispolítica y a las chuzadas. Pero hay otros episodios como el de Agro Ingreso Seguro de Andrés Felipe Arias, el montaje en la desmovilización del bloque Cacica Gaitana de Luis Carlos Restrepo y la guerra sucia durante la última campaña presidencial que tiene contra la pared a Luis Alfonso Hoyos y a David Zuluaga. Su padre, Óscar Iván, el candidato del Centro Democrático, ha sido llamado a versión libre, pero no está siendo investigado formalmente. En algunos de los anteriores casos hay excesos, pero no de los sindicados sino de la Justicia. En el proceso de Andrés Felipe Arias, la firma del contrato con el IICA por el cual lo condenaron por celebración indebida de contratos fue exactamente igual al que firmaron casi todos sus antecesores. Y en lo que se refiere al fraccionamiento de predios de Agro Ingreso Seguro, le fue mejor a los latifundistas que al ministro. En todo caso su condena a 17 años de cárcel, para muchos expertos viola el principio de proporcionalidad de las penas. Lo mismo se dice de los 20 años que podría pagar de cárcel Luis Carlos Restrepo. La inclusión de los falsos guerrilleros en el montaje de la desmovilización del bloque Cacica Gaitana fue más responsabilidad del Ejército que de él. El propósito de esa farsa era dar un golpe de opinión para darle impulso y credibilidad al proceso de desmovilización de los grupos paramilitares. Si bien Restrepo pudo ser cómplice de este montaje, dos décadas en la cárcel suena desproporcionado. El caso en su contra tiene excesos como el de acusarlo de “tráfico ilegal de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas”. Ese delito se configura cuando las armas en cuestión se destinan a la violencia y no cuando se le entregan al Estado como símbolo de paz, así sea en medio de un montaje. El escándalo del hacker es el más reciente y están enredados Luis Alfonso Hoyos y David Zuluaga. Óscar Iván, a pesar de haber aparecido en el video con Sepúlveda, era lejano a ese manejo y probablemente no tendrá problemas. Lo que se ha dicho sobre el hacker Andrés Sepúlveda en términos generales es verdad, hasta el punto de que su condena se produjo por un arreglo con la Fiscalía avalado por un juez, que implicó su confesión. Pero no está tan claro si daba para delitos tan graves como los que se le imputaron. Sepúlveda era ante todo un comprador de información ilegal, que tenía como principal fuente a los organismos de seguridad y que le vendía a diferentes clientes. Aunque la campaña de Zuluaga no recibió toda esa información, sí le pagó a Sepúlveda por la que consideraba que le servía para desacreditar el proceso de paz. Como se puede ver en los carcelazos del uribismo hay de todo. Culpables de cosas muy graves, culpables de cosas no tan graves y de pronto algunos inocentes. En el trasfondo de todo ese capítulo hay dos elementos: la aspiración de Uribe de ser reelegido en 2006 y en 2010, y el choque de trenes entre la Rama Judicial y el expresidente. Para nadie era un secreto que la Corte Suprema era antiuribista. Por haber metido a la cárcel a muchos de los parapolíticos que habían apoyado a Uribe, este les declaró la guerra. Esto sumado a hechos vergonzosos como la grabadora debajo de la mesa de las deliberaciones de esa corporación se tradujo en un odio visceral entre las dos partes. Esa circunstancia desembocó en que en el momento de aplicar las condenas en algunos casos se maximizaron los delitos imputados para que los castigos fueran ejemplarizantes. Por ejemplo, en muchos casos se incluyó el concierto para delinquir cuya pena mínima son ocho años y que impide que los otros delitos sean excarcelables. Un hecho adicional es que en los últimos años para combatir la corrupción se han endurecido las penas y eliminado los beneficios para los funcionarios públicos. Esa combinación de cosas, sumada a la justicia transicional, explica por qué a veces una masacre con motosierra tiene siete años de cárcel, lo mismo que le dieron a Sabas Pretelt o a Diego Palacio. La semana pasada un hombre que violó a tres niñas fue condenado a cinco años de cárcel mientras que Andrés Felipe Arias fue condenado a 17.