Cuando en mayo de 1856 Gustave Flaubert envió a Maxime Du Camp el manuscrito de su recién acabada Madame Bovary, que iba a publicarse por entregas en la revista La Revue de Paris, el editor le respondió que la novela era un marasmo de detalles prácticamente ilegible. Era imprescindible eliminar todo lo superfluo, que era mucho. “Así publicarás algo verdaderamente bueno, en vez de este texto imperfecto y recargado”, decía en su carta. Flaubert, indignado, se negó a que tocaran ni una palabra de la obra que había tardado cinco años en escribir. Finalmente, Madame Bovary vio la luz tal como había salido de su pluma, salvo la famosa escena en que Emma y su amante consuman su pasión en un coche que galopa por las calles de Rouen, censurada por miedo al escándalo. Sin embargo, en enero de 1857, el Ministerio Público acusó a Flaubert de atentar contra la moral, llevándolo a los tribunales. El fiscal le culpaba de describir con excesivo arte “la mediocridad doméstica” y hacer “poesía del adulterio”, retratando a una mujer cuya belleza parecía aumentar con cada infidelidad. Así empezó su andadura uno de los grandes personajes literarios de todos los tiempos, Emma Bovary, protagonista de la que la crítica considera primera novela moderna. Vargas Llosa, que ha dedicado un ensayo a analizar detenidamente la obra, alaba especialmente dos aspectos: la creación de la “antiheroína” y la introducción del monólogo interior como técnica narrativa. A mediados del siglo xix, la provinciana rebelde que emplea sin reparos sus armas de mujer para materializar sus sueños era un personaje poco menos que revolucionario. Hoy la mujer insatisfecha está a la orden del día, pero la primera burguesa inconformista decidida a luchar por ser feliz fue un personaje de ficción magistralmente recreado por un hombre. Tanto es así que, atosigado para que desvelara la identidad de aquella pérfida demimondaine, Flaubert dio una irónica respuesta –“¡Madame Bovary soy yo!”–, que se haría mundialmente célebre. Sin embargo, Frederick Brown asegura en Flaubert: A Biography (Little, Brown, 2006) que el francés jamás dijo, ni escribió la polémica frase. De haberla dicho, se referiría al hecho de haber empeñado cinco laboriosos años en escribirla. El sentido verdadero sería algo así como “Detrás de Madame Bovary estoy yo”. Lo cierto es que hubo una auténtica “Madame Bovary”, coetánea de la protagonista. Una tal Delphine Couturier –segunda esposa de un médico alumno del padre de Flaubert– se casó en segundas nupcias con Eugène Delamare, siéndole infiel con un galán y un pasante de notaría. Seriamente endeudada, la adúltera murió a los 27 años en extrañas circunstancias, dejando una hija. Por otra parte, una amante del escritor llamada Louise D’Arcet engañó y arruinó a su marido, el escultor James Pradier, como ella misma cuenta en Las memorias de madame Ludovica, texto que Flaubert usó como fuente. El hecho de que el argumento bovariano estuviese “basado en hechos reales” tiene su importancia, porque es precisamente la verosimilitud del personaje lo que enfureció a los bienpensantes de la época. Una lectora de Angers envió una carta a Flaubert asegurando que todos los pueblos de Francia tenían una Emma Bovary. “No, señor, esta historia no es ficción. Es verdadera”, declaraba categóricamente. En tiempos de hipocresía, lo subversivo es decir la verdad. Y en la Francia del siglo xix la verdad era que las mujeres –aún no incorporadas al mercado laboral– se casaban sin amor, en ocasiones con hombres mucho mayores que ellas, obligadas por sus padres o por voluntad propia a usar el matrimonio para labrarse un porvenir. La mayoría de ellas soportaba estoicamente su frustración, pero de cuando en cuando surgía una insumisa dispuesta a luchar contra lo establecido. En este sentido, Emma Bovary sería una protofeminista, por así decirlo. Consciente de su inferioridad de condiciones, cuando queda embarazada quiere traer al mundo un niño, no una niña: “…esta idea de tener un hijo varón era como la revancha esperada de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gozar los placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado”. Los hombres que rodean a Emma –su marido, Charles Bovary; el farmacéutico Homais; el donjuanesco Rodolphe Boulanger; su amante, Léon Dupuis; el prestamista Lheureux– detentan un poder del que ella carece. Una vez casada, sólo tiene un modo de cambiar su destino: el adulterio. Los hombres poseen mayor o menor libertad dependiendo de su riqueza, pero el único “bien” que posee Emma es su cuerpo, una moneda de cambio que debe emplear en secreto, a riesgo de ser descubierta y caer en desgracia. La monotonía burguesa le horroriza, pero respeta los cánones sociales, sin llegar a sospechar lo verdaderamente classe moyenne que es toda su peripecia. La gran patología burguesa –el pánico al “qué dirán”– llevará a Emma al suicidio, nada menos. La libertad es peligrosa, si los propios prejuicios la juzgan. Pero ¿habría sido tan arriesgada esa libertad si el adúltero fuese Monsieur Bovary, en vez de Madame? Es probable que no. Ahí radica la genialidad de Flaubert. Desde Penélope hasta Lady Macbeth, pasando por Moll Flanders y Manon Lescaut, o las coetáneas Anna Karenina y Effi Briest, las heroínas femeninas siempre nos han llegado de manos de escritores masculinos. Lo mismo sucede en este caso, pero la introspección psicológica y la maestría técnica de Flaubert nos proporcionan un retrato casi aterrador del mezquino mecanismo mental de esta provinciana con ínfulas de grandeza. La ironía con que describe los patéticos clichés que rigen la vida de Emma es pavorosamente aséptica. “Esta va a ser la primera vez, creo yo, en que un libro se burla adrede de sus protagonistas”, declaraba el autor en sus Cartas a Louise Colet. En todo caso, la novela no dejó a nadie indiferente. Heredera directa de Emma Bovary es la Anita Ozores de La Regenta, de Clarín, como lo son, en mayor o menor grado, Constance Chatterley (El amante de Lady Chatterley, D.H. Lawrence); Cora Papadakis (El cartero siempre llama dos veces, James M. Cain); Nicole Diver (Suave es la noche, Scott Fitzgerald); Lara Feodorovna (Doctor Zhivago, Boris Pasternak) y Ariane Deume (Bella del Señor, Albert Cohen), entre otras. Como decía Nabokov –que analizó la novela durante años en sus cursos de literatura–, el adulterio “es una forma muy convencional de elevarse por encima de lo convencional”, pero Emma Bovary parece haberse elevado sobre su propio adulterio y permanece hoy incólume en el olimpo de las heroínas literarias, como si los años no pasaran por ella. Y es que este “Quijote con faldas” –como la llamaba Ortega y Gasset– que murió por haber querido hacer de su vida una novela, es un arquetipo femenino universal, mucho más real de lo que podría pensarse. ¿No son Madame Bovary de carne y hueso las incontables lectoras de revistas femeninas que quieren vivir en directo el deslumbrante cuento de hadas vislumbrado en las páginas de las mismas? ¿No llevan todas las mujeres dentro una Madame Bovary que –habiendo leído demasiadas novelas de amor– se desilusiona en su noche de bodas al no sentirse transportada al séptimo cielo? ¿No sueñan las Madame Bovary occidentales de todas las clases sociales con otra vida más intensa, más romántica, más glamurosa? Los escritores deudores del mundo bovariano son incontables, desde Joyce, Proust, Henry James, Kafka y Sartre hasta Julian Barnes –autor de El loro de Flaubert–, quien dice de la novela “Me sigue pareciendo perfecta. Sueño con ella”. Jean Renoir, Vincente Minelli, David Lean y Claude Chabrol la han llevado al cine. La psicología clásica incluye un trastorno esquizoide llamado bovarismo –estudiado por Lacan, entre otros– que impide asimilar adecuadamente la realidad. El escritor frances Daniel Pennac define irónicamente el bovarismo como una “enfermedad textualmente transmisible”. Pero quien ha glosado en castellano su rendida admiración por Emma Bovary es el peruano Mario Vargas Llosa, que escribe en su ensayo La orgía perpetua: “Ha sido admirada por hombres y mujeres de la más diversa condición; austeros profesores han dedicado su vida a estudiarla, jóvenes iconoclastas quieren acabar con toda la literatura del pasado y empezar otra nueva desde ella, sabios filósofos que la habían ofendido hacen propósito de enmienda en gruesos volúmenes que servirán de zócalo a su estatua”. ¿150 años? Ahí es nada.