Una mujer que estudia periodismo o comunicación social ha oído, por lo menos una vez en la vida, que escogió la profesión de las reinas de belleza; que cuándo se va a lanzar a Señorita Bogotá; que cuándo se va a postular como Chica Águila. Ahora, si no tiene las medidas de la reina y si se interesa por problemas sociales o por la investigación, es común que oiga cosas como esta: “Oye, pero yo creí que eras filósofa, politóloga o socióloga”. La periodista, en el imaginario de este país machista por tradición, es una tonta. El hombre periodista, en cambio, es un intelectual, o al menos un tipo influyente. Pero como muchas han demostrado lo contrario -la historia del periodismo nacional está marcada por los aportes de mujeres como Soledad Acosta, Emilia Pardo y María Teresa Herrán-, las salas de redacción cada vez más se llenan de mujeres que se abren camino en un ambiente que sigue siendo hostil para ellas. En su informe de este año, la Fundación para la Libertad de Prensa señaló que las periodistas son estigmatizadas en el ejercicio diario de su profesión. La FLIP realizó una encuesta en Montería, y en ella la mitad de las periodistas encuestadas (13 de 26) afirmó que sus jefes prefieren enviarlas a ciertas entrevistas porque obtienen información más fácilmente. Lo mismo sucede con la asignación de la pauta publicitaria, necesaria sobre todo en regiones para la supervivencia de los medios: la mayoría de las encuestadas percibe que las mujeres obtienen con más facilidad que los hombres este tipo de recursos. Claro que esta es un arma de doble filo. Si resulta que alguna salió con una chiva, es común que empiecen rumores acerca de los “favorcitos” que les hace a las fuentes. La televisión es tal vez la principal perpetuadora de este prejuicio. Las presentadoras de farándula son un objeto sexual que lee un teleprompter. Si recuerdan, durante el último reinado de belleza nacional se hizo popular un video del Canal RCN en el que la Señorita Huila respondía que Nelson Mandela era el fundador del concurso de belleza. Las presentadoras, Cristina Hurtado y Laura Acuña, tenían un libreto destinado a burlarse de la participante. Hablaban mientras lucían un traje de baño diminuto que, sin duda, las ponía tiesas, incómodas. Basta ver la cara de Acuña para notarlo. Mujeres burlándose de otras mujeres, como para seguir jugando ese juego en el que nosotras mismas nos convertimos en las marionetas de estructuras machistas. Lo mismo pasa en los programas concurso de las tardes o los fines de semana en Colombia, en los que el único papel que desde la producción se le atribuye a las mujeres es desfilar semidesnudas sus figuras esbeltas o mostrar los premios. El problema no es que haya mujeres que quieran tener esos cuerpos y exhibirlos, sino que el prejuicio machista en esta industria sea que sólo ese tipo de cuerpos vende. Porque para eso se compran mujeres en televisión: para vender. Mientras tanto, esta estigmatización trae consecuencias que van mucho más allá de los comentarios por redes sociales donde las presentadoras son tratadas como un objeto. Los salarios, tal y como encontró la FLIP en Montería, son en muchas ocasiones inferiores para las mujeres periodistas aun teniendo más carga laboral que  los hombres. La ONU, en su Relatoría para la Libertad de Opinión y Expresión, afirmó que las periodistas son más propensas a ser víctimas de violencia sexual, especialmente cuando cubren orden público. Peor aún, a ser víctimas y a callarlo. Eso es lo que causa el prejuicio. La incomodidad de las presentadoras de farándula en bikini es un síntoma más de una enfermedad que persigue a las mujeres y únicamente a las mujeres. Esa es otra forma de censura. *Periodista