*Por Antonio CaballeroCuando se acabe esta guerra casi ni nos vamos a dar cuenta. Primero, porque ya llevamos muchos meses sin guerra con las Farc, y no nos hemos dado cuenta. Tan es así que a los periódicos les toca sacar informes sobre lo que no ha sucedido, que es lo contrario de su función: no ha habido muertos, no ha habido secuestros, no ha habido tomas. Y nos sorprendemos: ah, es verdad: no ha habido muertos. Es muy difícil notar lo que no sucede. Así que no va a haber mucha diferencia. Pasar del cese el fuego real al cese el fuego formal no se nota. Aunque es lo más notable que nos ha sucedido en los últimos sesenta años.A algunos les hará falta la adrenalina de la guerra para sus intereses políticos o económicos, o incluso para sus necesidades fisiológicas. El temperamento adolescente necesita el ejercicio de la violencia. Tendrán el síndrome de abstinencia de los excombatientes. Los violentos notarán una ausencia difusa, una vaga carencia. Los pacíficos no notarán nada. La paz civil no va a estallar, como no estalló tampoco la guerra civil, esta “no declarada” que vivimos en Colombia desde hace más de medio siglo. Tanto el silencio de la paz como el ruido de la guerra son cosas que empiezan a imponerse poco a poco, paulatinamente, insensiblemente. Y solo se perciben conscientemente al cabo de cierto tiempo. Será —ya es— como salir de la dentistería después de que a uno le han sacado una muela cariada y dolorosa. En un primer momento —el momento en que ahora estamos— solo se siente el embotamiento de la anestesia en la boca: un sabor entre agrio y ácido, y una cierta dificultad algodonosa para pronunciar palabras. Después, horas después, a veces días, se da uno cuenta de que ya no le duele la muela dañada: se da cuenta de que está pensando en otra cosa. (Dado el modo de ser de este país, pensando en candidaturas presidenciales).Porque esta guerra sorda que hemos vivido cotidianamente durante sesenta años era como ese sordo dolor de muelas, a veces con espasmos agudísimos, que no nos mataba (a los que no nos mataba), ni destruía el país de manera que saltara a la vista; pero no nos dejaba pensar en otra cosa. Repasen la historia de sus vidas. Los más viejos recordarán la Violencia liberal-conservadora de los años cuarenta, la primera que llamaron oficialmente “guerra civil no declarada”, que se acabó, tan imperceptiblemente como se acaba esta, con los pactos algodonosos y anestésicos del Frente Nacional. Un pacifista de esos años, el dirigente liberal Darío Echandía, nombrado gobernador del Tolima, uno de los departamentos más golpeados por la Violencia, definió la paz deseada con una frase simple: “Que los tolimenses puedan volver a pescar de noche”. Pero a un violento de entonces, el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado, le entró el síndrome de abstinencia; y con la excusa —y el acicate— de la guerra universal contra el comunismo (tan parecida a la actual contra el terrorismo), se inventó la amenaza de las “repúblicas independientes” comunistas en regiones remotas del campo colombiano. El presidente Guillermo León Valencia, que por ese acto de guerra sería llamado por sus áulicos “el presidente de la paz”, ordenó entonces al ejército la destrucción de la de Marquetalia, que por lo visto era la más temible. Y fueron expulsados a bombazos al otro lado de la cordillera un centenar de campesinos armados y sus familias. Y su jefe, Pedro Antonio Marín, víctima de la pacificación, pasó a convertirse en victimario bajo el nombre de guerra de Manuel Marulanda, Tirofijo.Así empezó, lenta y casi imperceptiblemente, esta otra guerra que todos hemos vivido: esos campesinos expulsados formaron el núcleo embrionario de las Farc, a la sombra de la Revolución cubana se fundó el ELN, y la guerra fue creciendo, ampliando su ámbito, complicándose, degradándose. Apareció el secuestro. Se multiplicaron los frentes guerrilleros por todo el país. Se militarizó la justicia. Las Farc adoptaron “todas las formas de lucha”. Aparecieron las tentativas de paz —y cada vez aparecieron también “los enemigos agazapados de la paz”, y siempre había guerreristas que protestaban públicamente: “¿Para qué hablar de paz, si aquí no hay guerra?” Apareció el narcotráfico. Aparecieron los atentados en las ciudades. Las “pescas milagrosas” en las carreteras. Las voladuras de oleoductos y de torres eléctricas. Aparecieron los grupos narcoparamilitares. Vino el exterminio de la Unión Patriótica. Los secuestros masivos de la guerrilla. El bombardeo del Secretariado de las Farc en su cuartel general de Casa Verde. Poco a poco, golpe a golpe, la guerra crecía. Y aunque en el mundo cambiaban las cosas (se derrumbaba el comunismo y con ello terminaba la Guerra Fría) gracias a la invención de la guerra universal contra la droga y luego con la declaratoria de la guerra universal contra el terrorismo, no faltaban los pretextos para la continuada intervención de los Estados Unidos, que vino a culminar con el Plan Colombia de los presidentes Bill Clinton y Andrés Pastrana: se multiplicó la ayuda militar, se duplicó el ejército, se le armó con helicópteros de combate y bombas inteligentes. Y pudo así darse la ofensiva masiva del gobierno de Álvaro Uribe contra las Farc (ignorando al ELN), que las diezmó y acorraló y permitió que bajo Juan Manuel Santos se iniciaran nuevamente las negociaciones de paz. Esta vez fue el guerrerista Uribe el que salió a protestar: “¡Paz para qué, si aquí no hay guerra!”. Porque nunca ha sido una guerra abierta sino una “guerra de baja intensidad”, que es el término que inventaron los estrategas norteamericanos de la Doctrina de Seguridad Nacional para referirse a las operaciones militares de contrainsurgencia en el Tercer Mundo. A diferencia de otras más graves, la colombiana no requería la intervención masiva de tropas extranjeras: bastaba con los llamados “asesores”, que empezaron siendo unas cuantas docenas y fueron aumentando: una escuelita en Juanchaco, una base en Larandia, y así… Pero mirada desde las ciudades, la existencia de la guerra seguía sin notarse mucho. Tan poco se notaba que los adversarios de los acuerdos de paz insistían en negar que la hubiera. Y todavía lo niegan: simple “narcoterrorismo”, llaman a eso. Como llamaron con el nombre neutro de “violencia” a la guerra entre los partidos de los años cuarenta y cincuenta, y “bandoleros” o “chusmeros” a los guerrilleros liberales y después comunistas de los primeros sesenta, y “autodefensas” a los narcoparamilitares de los ochenta y noventa, y “bandas criminales”, o “bacrim”, a esos mismos narcoparamilitares no desmovilizados de los dos mil. Uno de los más perversos vicios nacionales es el nominalismo: a las cosas no se les dan sus nombres verdaderos, para que no se sepa la realidad de lo que pasa. Y así esta, que no ha sido una guerra declarada ni abierta, y de la que además se ha dicho que ni siquiera ha existido, ha dejado, sin embargo, y casi sin que se notara, ocho millones de víctimas, entre las cuales hay 220.000 muertos. Soldados, guerrilleros, civiles. Desplazados, despojados, secuestrados, mutilados por las minas quiebrapatas; mujeres violadas, niños reclutados para las guerrillas o las bacrim, o desertores de la escuela de la cual habían previamente desertado los maestros, familias desarraigadas y arrojadas a la miseria. Desplazada en el interior casi una quinta parte de la población del país, y al extranjero otros dos o tres millones de personas. Esta guerra no se ha sentido casi en las ciudades grandes o intermedias, salvo ocasionalmente: por el secuestro de los diputados en el corazón de Cali, la guerra de las comunas en Medellín, la bomba en el Club El Nogal en el norte de Bogotá. Sus efectos sí han sido visibles siempre: en inseguridad, en mendicidad, en criminalidad. Pero estábamos acostumbrados a verlos crecer de modo natural, como crecen las plantas. Nadie oye crecer la hierba. Esos efectos, por supuesto, no desaparecen de la noche a la mañana por arte de birlibirloque con los acuerdos firmados entre el gobierno y las guerrillas. Pero dejan de reproducirse. Desaparece su causa inmediata.Con lo cual nos podemos dedicar a pensar —si queremos— en cómo ocuparnos de sus causas profundas. A pensar en otra cosa. O, si por perversión consuetudinaria del espíritu solo somos capaces de pensar en candidaturas presidenciales, a pensar por lo menos en candidaturas presidenciales que no estén determinadas por la paz o la guerra. Como lo han estado las de hace dos años, seis, diez, catorce, dieciocho, veintidós años.