Eduardo Pizarro Leongómez*Uno de los factores que más incidieron en la violencia política que ha sufrido el país en las últimas décadas fue la decisión de múltiples actores de utilizar al mismo tiempo las armas y las urnas como mecanismos para alcanzar y conservar el poder político. Sin duda, esa tradición es muy antigua en Colombia. Sin necesidad de remontarnos hasta las múltiples guerras civiles del siglo XIX, en el periodo de la Violencia entre 1946 y 1953, es decir, la etapa más aguda de los enfrentamientos entre liberales y conservadores, el uso de la fuerza fue un instrumento utilizado masivamente para intentar homogeneizar municipios enteros en un solo color, ya fuese azul o rojo. Esta tradición de combinar armas y urnas fue recogida por el Partido Comunista de Colombia (PCC), el cual, en su IX Congreso celebrado en la total clandestinidad en junio de 1961, aprobó la política de “combinación de todas las formas de lucha”, tanto legales como ilegales, como método para alcanzar el poder político. Pocos años más tarde, en 1964, cuando el presidente Guillermo León Valencia decidió acabar con las regiones de autodefensa campesina dominadas por los ex guerrilleros comunistas de los años cincuenta, como Marquetalia, Riochiquito, El Pato, Guayabero y Sumapaz, es decir, las denominadas “repúblicas independientes” por el entonces senador conservador Álvaro Gómez Hurtado, la respuesta fue el surgimiento de las Farc. Desde aquella lejana época, la utilización simultánea de las armas y las urnas se constituyó en el eje fundamental del accionar político y militar del Partido Comunista. Lentamente, sin embargo, esa práctica perversa comenzó a extenderse como una mancha de aceite en los años ochenta, con la emergencia de los grupos paramilitares de extrema derecha y, ante todo, con su convergencia en torno a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en 1997, bajo el liderazgo de Carlos Castaño. Su primera expresión pública había sido el lanzamiento del Movimiento de Restauración Nacional (Morena) a finales de 1989, por parte del secretario general de la Asociación de Ganaderos y Campesinos del Magdalena Medio (ACDEGAM), el entonces joven abogado de Aguadas Iván Roberto Duque, futuro mando de las AUC bajo el seudónimo de Ernesto Báez. El lanzamiento de este movimiento tuvo lugar en Yacopí (Cundinamarca) con la participación de varios miles de campesinos que portaban carteles con la Virgen del Carmen, a quien declararon como la “reina de la autodefensa campesina”. La generalización en el uso simultáneo de armas y urnas está íntimamente ligado, de manera paradójica, con dos reformas constitucionales tendientes a ampliar el espacio democrático en Colombia: la elección popular de alcaldes en 1986 y la elección popular de gobernadores mediante la Constitución de 1991. Estas elecciones locales y regionales en medio de una agudización extrema de la confrontación armada conllevaron consecuencias muy negativas en múltiples regiones del país debido al asesinato sistemático de líderes políticos señalados de apoyar al “enemigo” (ya fuese este progubernamental o de la oposición), o por ser percibidos como un estorbo para el proyecto de control territorial de distintos actores armados ilegales. Probablemente el impacto mayor de la descentralización fue la transferencia de recursos nacionales a los municipios. Como los recursos no provenían de la tributación local, se convertían en un ‘tesoro’ inesperado que llegaba del centro político de Bogotá. La política local, influenciada en muchas regiones por redes del narcotráfico, grupos paramilitares y organizaciones guerrilleras, se convirtió en un mecanismo utilizado para controlar los recursos municipales que crecían sin ningún esfuerzo local. Estos recursos públicos se convirtieron de esta manera en botín y en combustible de la guerra. Fue lo que un autor denominó acertadamente como el “clientelismo armado”, que el ELN ha perfeccionado al máximo en su fortín en Arauca. La relación entre política y grupos armados se hizo día a día más y más compleja debido, igualmente, a que muchos líderes regionales empezaron a pactar alianzas non sanctas, ya fuesen pragmáticas o ideológicas, con actores armados, para que les permitieran llevar a cabo actividades políticas en una región determinada o para hostilizar e, incluso, liquidar a sus adversarios políticos. Miles y miles de alcaldes, gobernadores, concejales, diputados o parlamentarios de todas las fuerzas políticas fueron asesinados en medio de esta dinámica perversa. A la izquierda caían asesinados por grupos paramilitares los miembros de la Unión Patriótica u otros movimientos de ese mismo signo ideológico, y a la derecha caían asesinados miembros de los partidos tradicionales por grupos guerrilleros. Bastan unas pocas cifras para evidenciar las dimensiones del horror. Entre 1986 y 2003 fueron asesinados 162 alcaldes, 420 concejales y 529 funcionarios públicos. Además, también fueron sacrificados 108 candidatos a distintas alcaldías y 94 candidatos a concejos municipales. Una verdadera orgía por el poder mediante el uso de las armas. Tras la desmovilización de las AUC entre los años 2003 y 2006, el país conoció las dimensiones que había adquirido el fenómeno de la llamada ‘parapolítica’. Aun cuando el país reaccionó con escepticismo cuando Salvatore Mancuso afirmó que las AUC controlaban el 40 por ciento del Congreso, en los años siguientes esa cifra parecía reflejar con exactitud la realidad de las relaciones alcanzadas entre las autodefensas y los políticos en múltiples regiones del país. En efecto, en los años siguientes, 257 políticos fueron juzgados y condenados por sus vínculos con este movimiento ilegal, entre los cuales 58 eran senadores y representantes. Entre ellos, tres expresidentes del Congreso (Mario Uribe, Miguel Pinedo y Javier Cáceres) y un expresidente de la Cámara de Representantes. El número de exgobernadores (una docena en total), alcaldes, diputados y concejales fue, incluso, más alta. Frente a este panorama, el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera es claro y contundente en el punto segundo del acuerdo, sobre participación política: “La firma e implementación del Acuerdo final contribuirá a la ampliación y profundización de la democracia en cuanto implicará la dejación de las armas y la proscripción de la violencia como método de acción política para todas y todos los colombianos a fin de transitar a un escenario en el que impere la democracia, con garantías plenas para quienes participen en política”. Esta declaración para rechazar el uso de la violencia como recurso político es de excepcional importancia para el futuro de Colombia. En efecto, la desmovilización de las Farc debe significar el fin definitivo de la mezcla de ‘armas y urnas’, tanto a la izquierda como a la derecha. Es decir, el respeto de todos los actores políticos a los canales democráticos para acceder al poder.Este es un mensaje de civilidad en un país que sueña con dejar atrás el horror que ha significado la violencia política.*Sociologo y analistas polìtico.