Las pantallas de televisión han traído en estos días imágenes impactantes de protestas masivas y serias confrontaciones de ciudadanos con la fuerza pública en Ecuador, Chile, Líbano, Barcelona y Hong Kong. Aunque las causas difieren, tienen un denominador común: la desconexión total entre las decisiones del poder y las dinámicas sociales de las poblaciones afectadas. En Ecuador, el presidente Lenin Moreno, exvicepresidente de Rafael Correa, se eligió con el programa social del movimiento Alianza País, pero optó por afrontar la crisis económica con las fórmulas contrarias del Fondo Monetario Internacional. En Chile, un alza de la tarifa del transporte produjo una reacción estudiantil consistente en la evasión masiva con cientos de jóvenes saltándose las vallas sin pagar el precio. La respuesta del gobierno fue una fuerte represión que generó una explosión social. En el Líbano, el detonante inmediato fue la imposición de un impuesto a las llamadas por WhatsApp y en Francia los impuestos verdes a la gasolina que dieron vida a los “chalecos amarillos.” En Hong Kong y Barcelona, las causas son políticas: un tratado de extradición con China que podría desembocar en la judicialización del disenso y en Barcelona, la condena a prisión de los dirigentes independentistas que celebraron un referendo en contra de la ley. En todos los casos, el principal ausente ha sido el diálogo y en todos, menos Cataluña por ahora, los gobiernos se han visto obligados a dar marcha atrás para aplacar el descontento ciudadano. Algo nada mal en todas partes y limitarse a rechazar la violencia no apunta a la causa de la inconformidad sino a la forma de su expresión, muchas veces a su vez, una reacción desbordada a la represión oficial. ¿A qué se debe esta rebelión de las masas que es recurrente y fuente de cambios fundamentales como la Independencia, la Revolución francesa y la rusa, así como la agitación de las primeras décadas del siglo XX que sirvió de inspiración al libro de Ortega y Gasset que lleva por título el escogido para esta columna? Al intentar una explicación, viene a la mente la profunda desigualdad que entonces como ahora terminó por generar condiciones que impulsaron a los pueblos a exigir un mejor reparto de la riqueza general y del poder político. En la etapa reciente, después de la caída del Muro de Berlín, el hipercapitalismo se convirtió en el modelo a seguir en esta nueva etapa de globalización. En todas partes, se derribaron las regulaciones sociales y económicas que habían sido construidas para evitar los excesos del mercado sin controles. El Estado bienestar dio paso a la flexibilización laboral, a la privatización de los servicios públicos y al libre flujo de bienes y servicios que ha desatado una competencia entre países para rebajar salarios e impuestos al capital. En menos de una generación se ha trasladado la obligación de la financiación de las cargas públicas de los impuestos progresivos, donde a mayor capacidad contributiva mayor carga; a los impuestos indirectos y regresivos como el IVA y las tarifas de los servicios públicos privatizados, que pesan más que proporcionalmente sobre los ingresos de las clases medias y trabajadoras. La creciente desigualdad resultante está generando el vaciamiento del medio, con la succión de cada vez mayores proporciones del producto social hacia cada vez menos manos: el “uno por ciento” pregonado por los manifestantes que se tomaron Wall Street hace unos años. La clase media pauperizada es una clase educada en democracia y conoce sus derechos. Ha perdido la esperanza ver a sus hijos en mejores condiciones de las que les correspondió vivir. Con esa pérdida de esperanza viene la reacción de la exigencia de una mejor distribución del producto social que sorprende a los gobiernos desacostumbrados a la desobediencia civil. El reto de nuestro tiempo es conseguir menos desigualdad y más democracia participativa. Esa es la fórmula de la estabilidad y del bienestar social colectivo y se logra con un nuevo trato entre los sectores sociales y los gobiernos y no con la represión policial que solamente acalla, pero no elimina, el sentimiento de rebeldía.