—Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender. —No me importa. Mamá se guarda acá, en mi casa, en la tierra. —Aflojá de una vez. Todos te esperan. Si no me escuchan, trago tierra. Antes tragaba por mí, por la bronca, porque les molestaba y les daba vergüenza. Decían que la tierra es sucia, que se me iba a hinchar la panza como a un sapo. —Levantate de una vez. Lavate un poco. Después empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron. —¿Para qué está el cementerio? Para enterrar a las personas. Vestite. —No me importan las personas. Mamá es mía. Mamá se queda. —Parecés un bicho. Ni siquiera te acomodaste el pelo. Miro la pieza, las paredes de madera que mamá quería ir forrando desde adentro con ladrillos. Las chapas del techo, bien altas, grises. El suelo, mi cama y el lado de la pieza donde ella se tiraba a dormir si el viejo andaba pesado. “No va a haber nadie de ese lado”, pienso, y me tapo la cabeza con la almohada. Mamá me peinaba, mamá me cortaba el pelo. —¿Vos querés que te llevemos a la rastra? No seas pendeja. Tendrías que tener vergüenza de hacer caprichos hoy. Me paro de una, el pelo me tapa casi toda la musculosa, una cortina que llega a arañar la bombacha. Me agacho. Busco las zapatillas, el pantalón de ayer que andará tirado. Y guardo las lágrimas para mí y para que quede, sola, una furia que parece acalambrarme. Para ir al baño tengo que salir de la pieza. Pasar por donde la gente está revoloteando mi casa como moscas. Vecinos chusmas, que fuman y hablan pavadas. El Walter se habrá amotinado. A él no lo mueve nadie. Nunca más mamá y yo. Me pongo el pantalón, me acomodo la musculosa adentro. Prendo el botón, subo el cierre mientras le clavo los ojos a mi tía. A ver si por un rato me deja de joder. Si me paro, si salgo de la pieza y camino detrás de esas manos que llevan el cuerpo en la tela, es porque estoy harta. Porque quiero que se vayan de una vez. El Walter no quiere venir. Verla en silencio caer en un agujero abierto en el cementerio, al fondo, donde están las tumbas de los pobres. Ni lápidas, ni bronce. Antes del cañaveral, una boca seca que se la traga. La tierra, abierta como un corte. Y yo tratando de frenarla, haciendo fuerza con mis brazos, con este cuerpo que no alcanza siquiera a cubrir el ancho del pozo. Mamá cae igual. Mi fuerza, poca, no cambia nada. La tierra la envuelve como los golpes del viejo y yo pegada al suelo, cerca como siempre de ese cuerpo que se me llevan como en un robo. Mientras, las voces rezan. ¿Para qué? Si al final, removida, solo está la tierra. Nunca más mamá y yo. Entra. La tapan. Oreja en tierra, miro. Todavía puedo respirar. Pensé que no, que las costillas se me hundían arañándome los pulmones. Guardo en pesadillas el sonido de ese lugar, un desperdicio de dolor y pestilencia. Hasta el sol me confunde, me sangra en la piel caliente. Y los ojos, ardidos como si me hubiesen echado ácido, luchando por no llorar. Un amarillo basura, fiebre, o un gris, gris chapa, gris enfermo el dolor. Solo el dolor parece no morir nunca. Van a dejarte acá, mamá, todos, aunque no quiera. Aunque mis manos no los dejen, te vas a quedar. Creo que puedo poco, solo tragar tierra de este lugar y que no sea más enemiga, la tierra desconocida de un cementerio que jamás pisamos, ni mamá ni yo. Ella se queda acá y yo me llevo algo de esta tierra en mí, para saber, a oscuras, mis sueños. Cierro los ojos para apoyar las manos sobre la tierra que acaba de taparte, mamá, y se me hace de noche. Cierro los puños, atrapo y la llevo a la boca. La fuerza de la tierra que te devora es oscura y tiene el gusto del tronco de un árbol. Me gusta, me muestra, me hace ver. ¿Amanece? No. Es el sol que me enciende los ojos y la piel. La tierra parece envenenarme. Dicen: —Levantate, Cometierra, levantate de una vez. Soltala, dejala ir. Pero sigo con los ojos cerrados. Lucho contra el asco de seguir tragando tierra. No me alcanza, no me voy a ir sin ver, sin saber. Alguien dice: —¿Ni para el jonca hay? Y me obliga a abrir los ojos. Mamá, vas al agujero en una tela que es casi un trapo. ¿Quién va a hablarme ahora? Sin vos no soy nada, no quiero ser. ¿La tierra va a hablarme? Si ya me habló. La sacudieron. Veo los golpes aunque no los sienta. La furia de los puños hundiéndose como pozos en la carne. Veo a papá, manos iguales a mis manos, brazos fuertes para el puño, que se enganchó en tu corazón y en tu carne como un anzuelo. Y algo, como un río, que empieza a irse. Morirte, mamá, y cortarte fresca de nosotros dos. —Levantate, Cometierra, levantate de una vez. Soltala, dejala ir. *Este fragmento es el primer capítulo de Cometierra (Sigilo, 2019; editado en Colombia por Rey Naranjo), la ópera prima de la argentina. Mostrar los sueños

Esta profesora argentina hizo su debut literario a los cuarenta y un años. Y por ese debut, titulado Cometierra, se convirtió en una revelación de 2019. Se trata de una novela breve, narrada en primera persona, sobre una serie de feminicidios y una adolescente vidente capaz de escuchar a las víctimas. Transcurre en un escenario ficticio que bien podría ser cualquier barriada popular del conurbano bonaerense, donde, según la autora, la investigación, la justicia y el debate social para las mujeres asesinadas no existe. La escritora autodidacta, producto de la experiencia acumulada en clubes de lectura y talleres literarios, busca desligar el tema de lo ominoso y acercarlo a lo lírico para mostrar los sueños y el potencial de las vidas perdidas. El libro aparecerá pronto en inglés, francés, italiano y holandés.  EN EL HAY FESTIVAL: Reyes conversará el 31 de enero (12-1 p.m.), en Unibac, Cartagena, con la editora y profesora colombiana Margarita Valencia.