El teléfono timbró a las 7:00 a.m. en su apartamento del norte de Bogotá. Exhausto, sin haber dormido y con la radio encendida a todo volumen, el periodista levantó el auricular:–¿Aló?Escuchó la voz inconfundible de Gabriel García Márquez que lo llamaba desde París:–Oiga, acabo de hablar con la señora Thatcher, quien me llamó por petición de Brigitte Bardot… ¿me entiende?El mensaje cifrado le decía al periodista, quien mantiene el anonimato, que Gabo recién había conversado con el embajador de Colombia en Londres por petición del presidente Belisario Betancur. El encargo del jefe del Estado le había dado la vuelta a medio mundo: había salido desde la Casa de Nariño, había volado hasta el Reino Unido y de allí había saltado hasta Francia para volver finalmente a la capital, donde estaba el periodista. El mensaje decía que el mandatario estaba dispuesto a abrir un diálogo con la guerrilla para que se retirara del Palacio de Justicia.Siempreviva, la película inspirada en Cristina Guarín, cuyos restos fueron identificados recientemente por la Fiscalía.Betancur, que conservaba intacta su amistad con el escritor a pesar de que este le advirtió en las elecciones que no votaría por él, porque “a ti te falta carácter”, creyó que no había nadie mejor que Gabo para contactar a cualquier militante del M-19 con capacidad de mando y transmitirle la propuesta.–Muévase rápido que no hay mucho tiempo. Brigitte necesita una respuesta antes de las 10:00 de la mañana –le dijo García Márquez.Así documentaban el horror en Medellín los reporteros en la década de los ochenta. El periodista se marchó presuroso hacia un punto donde se encontró con dos miembros del M-19, quienes le contaron su oferta. “¡Queremos irnos con dignidad!”, le dijeron. Pidieron una delegación humanitaria para entregarles a los rehenes y un avión que los llevara a Cuba o a Nicaragua. “Nada más”, concluyeron.El periodista corrió entonces hacia el centro de la ciudad. Era una mañana extraña. Parecía que todos sus habitantes hubieran perdido la capacidad de hablar, y también la de sonreír. Y, en cambio, hubieran agudizado el oído para escuchar el ronroneo con las noticias provenientes de la Plaza de Bolívar. En las tiendas, en los taxis, en las busetas, en cualquier esquina llegaba el eco incansable de la agitada narración radial que se había iniciado el día anterior, miércoles 6 de noviembre, con el extra de las emisoras dando la noticia de la toma del Palacio de Justicia.En el momento en el que entró presuroso a la Casa de Nariño, en el Consejo de Ministros ya se discutía qué rumbo tomar, lo que no sabían era que en el Palacio de Justicia la suerte estaba echada. Jaime Castro, ministro de Gobierno, en cuestión de segundos leyó el papel con las peticiones y despidió al periodista:–Nosotros no necesitamos hacer nada de esto, dígales que lo único que tienen que hacer es rendirse.–García Márquez tiene una propuesta. –Gabo es un charlatán –replicó Castro. Su comentario se perdió por una frase aún sonora que gravitaba adentro en el recinto y que acababa de soltar, con su voz de hierro, el general Miguel Vega Uribe, ministro de Defensa.–Una operación exitosa.¿A qué se refería cuando dio ese parte? ¿Sabía de los sucesos que ocurrieron la tarde anterior en el cuarto piso en el que estaba gran parte de la cúpula de la justicia?El control absoluto del piso cuarto del Palacio era una cuestión de vital estrategia tanto para los guerrilleros como para los militares. Allí funcionaba la Corte Suprema en pleno, y por esa razón Andrés Almarales, el comandante del M-19 que dirigía la toma, ordenó agrupar al máximo de rehenes, con la convicción de que por su importancia y número no se atreverían a atacarlos, y así podrían ellos imponer sus demandas. Era una contradicción porque, a punta de tiros, Almarales quería imponer un mensaje que él llamaba “de paz”.La intención de la fuerza pública era llegar en helicóptero, descender por la azotea del Palacio y copar por completo el cuarto piso, pero una puerta metálica obstruía la entrada de los hombres del Goes, a cargo del general Víctor Delgado Mallarino, director de la Policía. Alguien, en la Casa de Nariño, soltó la tesis de usar dinamita, a lo que algunos ministros se rehusaron, por el peligro que eso implicaba para los magistrados. Pero hacia las seis de la tarde entró el general Delgado Mallarino con la noticia de que ya habían entrado y recuperado todo el piso. Su testimonio inicial fue tranquilizador:–La tropa entró al cuarto piso y no encontró a nadie, ni vivo, ni muerto.Sin embargo, los informes de criminalística dirían lo contrario. El rosario de muertes que se produjo allí estremece. Entre otros, los magistrados Alfonso Reyes Echandía, Fabio Calderón Botero, Pedro Elías Serrano Abadía, Darío Velásquez Gaviria, Alfonso Patiño Roselli, Carlos Medellín Forero, Ricardo Medina Moyano, Fanny González Franco, José Eduardo Gnecco Correa. Es decir, de un solo manotazo, la violencia se llevó a uno de los grupos más honestos y mejor preparados en la historia judicial del país. Algunos de ellos, durante décadas habían iluminado sus mentes con horas y horas de estudio, y perecieron devorados por el fuego y cercados por las balas de una acción bárbara.Todos sus cuerpos quedaron totalmente calcinados. En el acta de levantamiento número 1101, correspondiente a Reyes Echandía, se escribió: “Hombre en estado de carbonización cuya causa de muerte no pudo establecerse por autopsia”.Su deceso ocurrió a una hora incierta, pero ese jueves 7, en la Casa de Nariño nadie tenía idea. Al contrario, buena parte del gabinete de ministros tenía confianza en la gestión de Carlos Martínez Sáenz, director de Socorro de la Cruz Roja, a quien el presidente Betancur le acababa de pedir que fuera hasta el Palacio de Justicia y buscara establecer contacto con Almarales. La idea era entregarle un walkie-talkie para tener una línea directa de comunicación. Lo que no sabían es que el emisario llegó hasta la Casa del Florero, en donde los militares no lo dejaron pasar, con el argumento de que su vida podía peligrar, debido a los combates que se libraban dentro del edificio. Así lo tuvieron hasta las 11:00 a.m. Cuando finalmente pudo entrar, todo fue inútil. El ruido ensordecedor de las balas impidió que su voz se oyera, y el mensaje se perdió para siempre.Desde temprano, todos los miembros del gabinete estaban reunidos en un agitado consejo de ministros. Enrique Parejo, ministro de Justicia, se mostraba muy molesto. “Yo no tengo la impresión de que el presidente Betancur esté dirigiendo la operación”, le dijo a una persona de su entera confianza. “Los ministros en principio aceptamos que el presidente no pueda decirles a los militares qué hacer porque no está al frente del problema, pero él se confía de lo que le dicen los militares. Lo único que se decidió con la anuencia del Presidente es que ese operativo del cuarto piso no se haga”. Y se hizo.*Pasada la medianoche, cuando el 7 de noviembre apenas comenzaba a andar sus horas, el Palacio de Justicia ardía en llamas. Después de más de doce horas de batalla, el incendio atroz borraba para siempre una parte del rastro de los hechos. En un dictamen forense de lo que ocurrió se indicó que entre las muestras recogidas en el Palacio de Justicia se encontraron fragmentos de vidrios de seguridad de los ventanales “ablandados”. Si en esa madrugada eso ocurrió con los materiales, ¿cuál sería la sensación térmica sufrida por quienes estaban dentro de la edificación? Dice el documento que para fundir un vidrio común se requieren temperaturas de mil cien grados centígrados, y para ablandarlo, de ochocientos grados centígrados. El fuego había sido de proporciones apocalípticas y había reducido las fuerzas de los guerrilleros. Sedientos, acosados por las llamas, hambrientos y con muy poco margen de movilidad, habían perdido el control de la situación.Sin embargo, no se rendían. Para hacerle frente, ordenaron meter en los baños del costado noroccidental a los rehenes, que angustiados trataban de sofocar las llamas con las mangueras empotradas en las paredes. El combate se vivía con intensidad. Los guerrilleros salían para disparar y entraban para aprovisionarse de municiones y bombas. Los civiles, entre tanto, continuaban angustiados gritando que cesara el fuego. Los miembros de las Fuerzas Armadas, por su parte, exigían en vano la rendición incondicional de los insurrectos.A las 2:30 a.m., Almarales repitió a sus cautivos el propósito de tan disparatada acción. Les dijo que su intención era reunir a la Sala Plena, de la que, según decía, era la última reserva moral que le quedaba al país, para hacer venir al presidente de la república, y que allí esa corporación lo juzgara por el incumplimiento de los pactos de cese al fuego del Hobo, Corinto y Medellín. La explicación se dio cuando aún gravitaba el eco de un estruendo de lo que creía había sido un cañonazo. Después, los tanques parecieron quedarse inmóviles, cesaron los disparos, y hasta los guerrilleros pensaron que iba a haber negociación. De hecho, Alfonso Jacquin Gutiérrez, un samario de 32 años, abogado de la Universidad del Atlántico, profesor universitario y brillante orador, se levantó, se quitó el uniforme de combate, se puso un traje particular y tuvo tiempo para hacer el ademán de que se afeitaba, y bromeó:–Vamos a pedir asilo a Francia. ¡Por fin vamos a conocer París!En medio de eso, entró una guerrillera con un radio transistor y dijo que había oído que hacia las 5:00 o 5:30 a.m. iba a comenzar una nueva operación. Jacquin cambió su semblante y empezó a armarse de nuevo. Uno de los rehenes preguntó qué pasaba. Almarales explicó con sus palabras lo que se venía:–El ejército llega, dispara, y luego pregunta quién queda.Cuando empezó a aclarar, se reanudaron los disparos. El estruendo sacudió, otra vez, a las palomas que rodeaban la estatua de Simón Bolívar. Fue un revoloteo angustiante.A las 6:00 a.m., los militares comenzaron a ejecutar lo que llamaron “Operación Rastrillo” con la intención de copar hasta el último recoveco del Palacio. En hileras, y sin saber muy bien contra quién disparaban, continuaban su avance. No daban tregua. Los guerrilleros que sobrevivían comprendieron que no tenían ninguna posibilidad de lograr su objetivo. Por esa razón, a las 8:30 a.m., el M-19 permitió la salida del consejero de Estado Reynaldo Arciniegas Baedecker, con la misión de que en persona contara lo que se estaba padeciendo, y buscara un alto al fuego. Llevaba consigo una lista firmada por los rehenes del baño para que el mundo supiera que adentro no había únicamente guerrilleros.–Es un magistrado, es un magistrado –se gritaba desde el baño–. No es un guerrillero, repetimos, no es un guerrillero.Los militares lo dejaron pasar y lo llevaron a la Casa del Florero. Tomó agua y les narró, profundamente conmovido, lo que pasaba dentro de las paredes. Les explicó a los militares que, si bien allí estaban los insurgentes, también había varios miembros de la cúpula de la justicia, que estaban heridos, como ratones en una trampa sin posibilidades de escapatoria. “El doctor Arciniegas no pudo regresar y su clamor transmitido quedó en eso, simplemente”, habría de escribir impotente el juez Uriel Alberto Amaya Olaya del Juzgado Treinta de Instrucción Criminal tiempo después, cuando hizo la reconstrucción de los hechos.Ni los rehenes ni los guerrilleros hacinados en el baño pudieron comprender por qué razón la batalla se recrudeció después de la salida del doctor Arciniegas. Poco después de que saliera con la lista de personas estalló una poderosa carga explosiva en una de las paredes del baño del segundo piso, la cual arrancó, literalmente, un toallero que se encontraba en la pared. El Departamento de Balística del Instituto de Medicina Legal conceptuó en su informe técnico pericial que se usó un explosivo del tipo plástico y dinamita. Una vez hecho el boquete se abrió fuego hacia adentro con rockets y granadas. El sargento Segundo de la Escuela de Artillería Ariel Grajales Bastidas, en su declaración juramentada ante el juzgado, reconoció que él disparó uno de los rockets cumpliendo órdenes impartidas por el mayor Carlos Fracica Naranjo.La explicación dada por los militares fue tan desatinada como inverosímil:–Abrimos un cráter en la pared para permitir que saliera el humo y los rehenes no se murieran asfixiados.*Periodista.(Este es un fragmento de la crónica completa que aparece en 1985. La semana que cambió a Colombia, publicado por Semana Libros).