Un cúmulo de imágenes. En ellas, la misma mujer. Piel negra. El pelo trenzado sobre la nuca como una nube oscura, crespa y alborozada. Y siempre un estilo distinto: 1) Ropa voluminosa y flotante. 2) Siluetas que se ciñen a las caderas y caen debajo de las rodillas. Un vuelo repentino atravesando la cadera. 3) Mangas circulares, conjugaciones coloridas –verde, magenta, blanco–. 4) Un pantalón con estampados florales encendidos y una blusa fluida, con fondo blanco y grandes lunares negros. 5) Una falda ceñida a la silueta, líneas verticales azul cobalto y rojo carmesí, y arriba una blusa de grafismos africanos en líneas corales y verde esmeralda. 6) Un traje de jacquard fulgurante y tonos dorados. Por cuenta de prejuicios heredados de una intelectualidad convencional, si se tratara de un ejercicio de adivinanza es poco probable que la respuesta a la pregunta de quién es la figura que aparece en esas imágenes sea “una novelista” o “una pensadora consagrada”. Seguramente alguien diría que es una performer de un mundo de frivolidades distantes, más relacionadas con la moda o el espectáculo. Pero estas postales que describo aparecen en la cuenta de Instagram de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y son un bricolaje visual de una postura fundamental: una rebelión calculada, una decisión de no renunciar a lo femenino en aras de ser percibida como una mujer de seriedad intelectual. Si bien Adichie asumió la travesía de ser, sobre todo, una contundente escritora, y la principal figura de la literatura de todo un país o incluso de todo un continente, ese lado suyo simboliza algo más que resulta particularmente relevante en una época en que hablamos cada vez más sobre la necesidad de replantearnos qué hay de prescriptivo y limitante en los roles de lo masculino y lo femenino. Aunque la palabra “feminismo” y los asuntos de igualdad y libertad entre los sexos forman parte crucial del debate público, la dicotomía puntual que Adichie contradice no parece haberse desvanecido: los contextos académicos siguen exigiendo, de formas tácitas, la apariencia que “debe” tener alguien para clasificar en los rótulos de la intelectualidad. También el feminismo, en sus aristas más dogmáticas, puede mirar con recelo y sospecha a la mujer que escoge cultivarse estéticamente o puede condenar a la que decide asimilar códigos asociados con lo convencional o tradicionalmente “femenino”. Lo curioso, y lo que señala la misma Adichie, es que esta exclusión de lo femenino y lo feminista denota una profunda e interiorizada misoginia. Pero la apariencia de Adichie no solo es una rebeldía articulada contra una estructura binaria, también ha sido una forma de usar la moda de manera política. Como si se tratara de un eco de su ensayo “El peligro de la historia única”, el gesto de usar ropa de su país es una manera de mostrar que la moda misma ya no proviene solamente de las grandes “capitales” del diseño en Occidente. Sus vestidos expresivos y coloridos, y el uso de elementos de una “feminidad” tradicional –tacones altos, labiales fuertes–, reflejan también la multiplicidad de maneras de ser escritor y de ser feminista. “El relato único crea estereotipos”, dijo en esa conferencia, “y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierten un relato en el único relato”. La obra y la figura de Adichie, entonces, encarnan una reflexiva rebeldía contra esos relatos singulares y estereotípicos que tienen que ver con lo femenino, la africanidad y la raza, y también encarnan la voluntad de resignificar lo que ella llama “las texturas de la vida”: es decir, la ecuación entre intelectualidad y glamur. Conversamos con ella sobre ese aspecto puntual de su trabajo y su biografía. Le puede interesar: Yaa Gyasi: contra el neocolonialismo Constantemente estamos hablando sobre cómo la feminidad es una fabricación sociocultural, a pesar de que no podemos desconocer algunas realidades biológicas inamovibles. ¿Cómo define la feminidad usted? No la defino y te diré por qué. Hay un discurso feminista en Occidente con el que realmente no me siento conectada. Es un discurso que inicia con una premisa: debemos justificar, explicar nuestra feminidad, defenderla. En lo que creo fuertemente es en un rango amplio de imágenes posibles para las mujeres. Creo que las mujeres deben ser lo que les dé la gana ser. Hay mujeres totalmente desinteresadas en ciertos temas. Una de mis amigas más cercanas en Nigeria jamás ha usado maquillaje, no le interesa, y es una mujer a la que admiro profundamente y que encuentro extremadamente atractiva. No usa maquillaje, no le interesa su pelo, y usa el tipo de zapatos de los que yo me río. Y luego, en la otra orilla, tengo otra amiga que es híper glamurosa, nunca sale de casa sin maquillaje. A veces le pregunto “¿no te cansas?”. Pero mi punto es que en mi propio círculo existe ese rango. Yo creo que mi postura responde a que tuve una madre muy interesada en la apariencia. Mi madre, que es muy bella, que hoy tiene setenta y seis años, solía vestirme expresivamente cuando era niña, con lazos, y yo me medía sus collares dorados. Cuando llegué a la adolescencia, me opuse un poco a todas esas cosas. Empezaron a interesarme poco y mi gusto se volvió extraño para ella. No usaba el pelo largo y me resistía al maquillaje. Después, sin embargo, volví a enamorarme de mi feminidad. Me hace feliz. En el discurso Occidental, sin embargo, se supone que el feminismo y la feminidad se excluyen mutuamente. Te dicen: “Si te gustan los tacones, no puedes ser seria”. Sentí entonces la necesidad de retar eso porque, si se piensa, es algo que reduce a las mujeres. Decirle a una mujer que porque le importan los vestidos y el labial no puede ser una pensadora es misógino. Pensamos en los hombres, por ejemplo: ellos muestran interés en cosas que valoramos “masculinas” –carros, trajes, deportes– y hay margen para que ellos sí sean inteligentes. No les decimos que por tener gustos de ese tipo no pueden ser CEO de una empresa. Creo que nadie puede disputar que tengo un cerebro que uso ampliamente. Tengo una vida mental bastante activa, pero también disfruto los vestidos y los tacones y todos esos asuntos. Su charla “Todos deberíamos ser feministas” inspiró una camiseta creada por Maria Grazia Chiuri, un personaje revolucionario por ser la primera mujer en la historia en dirigir la casa de Dior (una casa fundada por un hombre a finales de los cuarenta, cuya visión también supuso una especie de regresión para las mujeres en términos de liberación). ¿Cómo cree que se intersectan la moda y el feminismo? Antes que nada, admiro bastante a Maria Grazia. Nos hemos hecho amigas. Me sorprendió muchísimo cuando supe que Dior nunca había tenido una directora creativa mujer. Al ser tan icónica en la idea de la silueta francesa y femenina, me sorprendió mucho que todo eso fuese una fabricación masculina. La ecuación entre moda y feminismo es similar a la de feminismo y feminidad porque considero que cae bajo el mismo discurso que argumenta que no se puede ser una intelectual y disfrutar de asuntos femeninos, así como que no se puede ser feminista y considerar que la moda es importante. Sin embargo, para mí existen dos cosas separadas. Por un lado, la industria de la moda, y por el otro, lo que representa la moda para las mujeres. Con respecto a lo primero, me preocupan muchas cosas. Por ejemplo: voy a los desfiles de Dior, que me encantan, pero siento un leve pánico al pensar que las chicas en la pasarela podrían colapsar de lo delgadas que son. Cuando fui al primer desfile, no podía creer esa delgadez. Tampoco logro comprender por qué chicas de trece años publicitan ropa que nunca podrían costear. Dior no es ropa adolescente, es ropa para mujeres maduras. Está esa industria, entonces, que me preocupa, que promueve formas limitadas de pensar la belleza (hoy la cosa está cambiando, hay algo más de diversidad, pero falta mucho todavía). Y luego está el otro tema, y es la moda como algo que proporciona a las mujeres gozo personal. Allí es donde me ubico yo con la moda. Y por eso, en general, me gusta llamarla “estilo”. Me gustan las mujeres que usan cosas que las hacen felices, que las hacen sentir como ellas mismas. Y a veces la industria de la moda no es eso, sino una forma de hacer sentir insuficientes a las mujeres, cuando hay tendencias que no se ajustan a ellas y las hacen sentir que ellas son el problema. Pero la moda como estilo, asumida por las mujeres como un medio para sentirse ellas mismas, es lo esencial para mí. ¿Siente que hay algo peligroso en que el feminismo se haga una tendencia popular? El caso de las camisetas de moda rápida, problemáticamente manufacturadas, o trazar la línea entre auto cosificación y empoderamiento. O Beyoncé. Siempre hay algo de ambivalencia en el feminismo como arteria de la cultura popular. ¿Cómo percibe el feminismo como espectáculo? Creo que es bastante complicado y que no existe una respuesta fácil. Pero sí quiero decir que me siento un poco inquieta cuando hablamos de lo que las mujeres hacen con sus cuerpos porque me hace pensar que nuestra premisa es la mirada masculina. Cuando criticamos a las mujeres, cuando decimos “mira cómo sacude la cola”, por ejemplo, lo que realmente estamos queriendo decir es que lo está haciendo para los hombres. Es la mirada masculina la que sirve como punto de partida para la conversación. Y no es el caso necesariamente. Hay una frase maravillosa que dice “me visto para las mujeres y me desvisto para los hombres”. Me parece cómica porque hay muchas cosas que las mujeres hacen que no son para los hombres. Para mí Beyoncé es un caso emblemático de alguien que tiene absoluto control y decisión sobre su imagen. Por otra parte, teniendo en cuenta la historia, la tradición pictórica Occidental, en teoría las redes digitales han significado que las mujeres han podido tomar control sobre su imagen fabricándolas, para que estas expresen su identidad. Pero al mismo tiempo, parece haber una reactivación de la mirada masculina o de cierto tipo de apariencia como fuente de identidad. Yo no creo que las redes sociales hayan empoderado a las mujeres. Creo que han reducido las imágenes posibles, pues muchas veces esas imágenes son estilizadas y ficticias. Me preocupan las mujeres jóvenes. No crecí en la era digital y tengo una niña de tres años y me preocupa desde ya. A niñas de diez, doce años, les importa mucho la selfie “perfecta”. Una de mis sobrinas me contaba que existe una manera de adelgazar la cintura y ensanchar las caderas, y pensé “¿qué diablos?!”. Esas son las imágenes idealizadas de, por ejemplo, Instagram. Suelo decirles a las mujeres jóvenes que salgan de Instagram, al menos unos minutos significativos al día. Lo que deberíamos hacer realmente es una revolución y decirles no a todas esas imágenes prefabricadas, que son mierda; dejar de darles like. ¿Cómo ha esculpido su performance e identidad feminista la experiencia entre Nigeria y Estados Unidos? En Americanah eso se palpa de muchas maneras, pero es posible imaginar que experimentó determinadas cosas como mujer, negra, africana, en los dominios académicos en los que tuvo que “demostrarse” a sí misma. ¿Cómo ha forjado eso? Creo que el éxito hace que las cosas sean distintas. Las personas se vuelven más “comprensivas” de cierta manera. Cuando llegué a Estados Unidos tuve momentos muy difíciles porque tuve que reinventarme a mí misma y no necesariamente por elección, sino porque venía de un lugar donde ser intelectual no necesariamente significaba que no debía preocuparme por mi apariencia. Cuando llegué, entonces, de súbito percibí que no debía usar maquillaje o tacones porque sería evaluada como frívola, y repentinamente tuve que dar un giro. Fue difícil porque, de no hacerlo, no sería tomada en serio. Espero que el haber hablado sobre esto, sobre feminidad y feminismo, intelectualismo y chicness, siendo que todas esas cosas pueden coexistir, sirva para que las próximas personas que lleguen a Estados Unidos o que entren en terrenos de ese tipo, y que están pensando en cosas diferentes –la historia, la política, los libros y los tacones–, sientan que eso es perfectamente normal. Hoy, también, siendo ya un poco mayor, con casi cuarenta y dos años, simplemente quiero ser y hacer lo que me da la gana. Le puede interesar: “Todo es propaganda”: una entrevista con Zadie Smith