“Y no pienses que al decir «Funes» he nombrado a persona única”, le dice Ramiro Estévanez a Arturo Cova en la tercera parte de La vorágine (1924), refiriéndose a uno de los comerciantes esclavistas de la región. “Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico”. Y qué es un sistema o un estado del alma o la sed o la envidia sino una fuerza que cae como un árbol y que deja una marca en el suelo y en los cuerpos. ¿Qué es la extracción del caucho, la del oro, sino eso? En La vorágine, Arturo Cova se interna en la selva fronteriza del suroriente de Colombia para matar a Narciso Barrera por haberse llevado a Alicia, la mujer que él mismo despreció. En el camino se estrella con el negocio del caucho, y entonces su propósito cambia: ya no trata de vengarse sino de escapar. Finalmente, la novela trata sobre el encierro. La selva es un laberinto físico en cuyo interior reposa la economía de los carceleros, esa fuerza que es Funes y todos los otros nombres y todos los otros hombres y mujeres y niños que viven de sangrar el caucho de los árboles. Esa fuerza que no solo opera a nivel visible sino también invisible, apresando el cuerpo pero también la mente. “¡Los devoró la selva!”, escribe José Eustasio Rivera en el final del libro, para dejar claro que de la selva del caucho no se escapa. Así funcionan los negocios de extracción. Antes de terminar la segunda parte de la novela, Clemente Silva —que ha estado contándole a Cova su experiencia en la selva— recuerda una ocasión en que logró llegar hasta el puerto de Vaupés para buscar al cónsul de Colombia y hablarle de la esclavitud. Dice: “Pasada la primera nerviosidad me sentí tan acobardado, que eché de menos la salvajez de los siringales (…) Pero en la ciudad advertí que me faltaba el hábito de las risas, del albedrío, del bienestar. Vagaba por las aceras con el temor de ser inoportuno, con la melancolía de ser extranjero. Me parecía que alguien iba a preguntarme por qué andaba ocioso, por qué no seguía fumigando goma, por qué había desertado de mi barraca”. Si hablamos de un negocio, entonces Silva llega a la ciudad como un extrabajador dispuesto a denunciar atrocidades. Casi que es un hombre libre por dejar atrás los muros hechos de árboles; sin embargo, esas atrocidades que carga en la punta de la lengua le pesan tanto que lo llevan a sentir temor por no estar trabajando, mezclado con anhelo de volver al siringal. Una especie de lealtad empresarial ganada con sufrimiento, la lealtad de una posesión frente a su poseedor. Le puede interesar: ‘La vorágine’: la primera parte de la gran novela colombiana Edgardo Lander piensa este tipo de poder desde una óptica teológica e histórica al plantear que la llegada de los europeos a América operó una separación entre Dios, el hombre y la naturaleza, y otra entre el cuerpo y la mente en la simbología americana. Para la tradición judeo-cristiana europea, Dios es creador del hombre y del mundo y por tanto no puede ser uno solo con ellos dos, ni ellos dos pueden ser uno solo entre sí. Lo mismo con el cuerpo y la mente. En resumen, el cuerpo y el mundo (digamos la tierra y la naturaleza) pierden el orden simbólico para adquirir uno material y comienzan a cumplir una labor dentro de la producción de capital. Cuerpo, tierra y naturaleza son instrumentos y deben servir y ser utilizados para producir. Citando al jurista español Bartolomé Clavero, Lander comenta que al sucederse este giro el derecho individual comienza a primar sobre el colectivo: la tierra y el cuerpo les pertenece a quien los trabaje. Entonces el derecho individual se convierte también en derecho de propiedad. Sucedió luego de la conquista y siguió sucediendo hasta la selva del caucho (y no es arriesgado decir que sucede ahora): los indígenas perdieron el derecho de propiedad sobre sus cuerpos y sobre la tierra y pasaron a ser posesiones de quienes sí sabían cómo explotarlos. Pasaron a ser conquistas de alguien más. Así fue como Colón y su gente se hizo con el oro de América; así fue como Crisóstomo Hernández —el primer cauchero esclavista de las selvas del sur del país— se hizo con el caucho de los indígenas de la región. No hay que olvidar que conquistar es uno de los verbos del amor y la conquista siempre ha sido un acto de someter vía la fuerza pero también vía el sentimiento y el deseo. Solo entonces entendemos por qué Clemente Silva anhela el cautiverio estando en libertad. Aún peor: por qué piensa que en el siringal tiene albedrío y bienestar. Silva ha sido conquistado. Y esa es apenas una de tantas otras historias de amor. El 20 de agosto de 1891, el gobierno colombiano en cabeza del presidente Carlos Holguín Mallarino compró a un particular 433 piezas de oro Quimbaya. Un año después, Holguín comunicó al Congreso que “la colección más completa en oro que habrá en América” estaba rumbo a España. Y agregó: “La hice comprar con ánimo de exhibirla en las exposiciones de Madrid y Chicago y obsequiársela al gobierno español para un museo de su capital como testimonio de nuestro agradecimiento por el gran trabajo que se tomó en el estudio de nuestros límites con Venezuela y la liberalidad con la que hizo todos los gastos que el estudio requería”. De tal manera que, el 4 de mayo de 1893, se sumaban 122 piezas a las 1.100 toneladas de oro aproximadas que España se llevó de Colombia (bueno, de lo que después vino a ser Colombia). Holguín, tan agradecido, sintió que a la tierra había que exprimirla un poco más. Así las cosas, es hasta normal preguntar si al hablar de Colombia nos referimos a un país o a una finca. La pérdida simbólica del mundo devino en la conversión de la naturaleza en recursos naturales. Y aquí volvemos a hablar del negocio y los insumos —agregue recursos humanos y recursos técnicos— con los cuales opera. Al recordar la experiencia de Vaupés, Clemente Silva agrega: “La libertad me desconocía, porque no era libre: tenía un amo, el acreedor; tenía un grillo, la deuda, y me faltaban la ocupación, el techo y el pan”. Es claro que cualquier negocio necesita llevar una contabilidad sólida, algo así como un inventario de recursos en posesión. En otra parte de la novela, Silva recuerda las palabras que un compañero pronunció ante un delegado miope del gobierno: “Mas el crimen perpetuo no está en las selvas, sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera, encontraría más lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces”. La historia del caucho en Colombia casi parece calcada de la historia del oro en América. Crisóstomo Hernández se interna en la selva porque huye de un crimen y encuentra refugio en un par de comunidades indígenas, a quienes explica después de un tiempo que quiere volver a la civilización con las manos llenas. Pide caucho y promete escopetas, hachas, ropa y baratijas brillantes. Cuando vuelve a la selva, viene cargado con lo prometido y además con algunos hombres. El trueque o intercambio se repite una y otra vez y en cada ocasión más adentro en la selva, llegando a nuevas comunidades (léase: a nuevos puestos de explotación de caucho). Hasta que los indígenas pierden el interés en el trueque y los caucheros utilizan lo poco que saben de escritura y de números para registrar en cuadernos lo obsequiado en chucherías a cada indígena y lo que este entregó a cambio. Recogen todas las armas y el deseo de intercambiar se convierte en ambición y luego en terror. Rivera sugiere en la novela que en la selva del caucho fueron esclavizados alrededor de 30.000 indígenas. No hay cifras oficiales contundentes. Siguiendo a Lander, es posible pensar que la ausencia de derecho de propiedad implica la ausencia de cualquier tipo de derecho. Solo así se explica la complicidad Estatal frente a las dinámicas de la extracción. En la novela, el gobernador Roberto Pulido también es cauchero y por eso es normal que quienes pretenden denunciar alguna injusticia reciten frente a una ventana: “«Señor juez, cuando se desocupe de pesar caucho, háganos el favor de abrir la oficina para presentar nuestras demandas», y se les responde: «Hoy no los atiendo. En esta semana no habrá justicia: el gobernador me tiene atareado en despachar mañoco para sus barraqueros del Beripamoni»”. Claro, eso es ficción. Pero afuera, en la realidad, tenemos los Tratados de Libre Comercio (TLC) –que protegen los derechos del inversionista en detrimento de las comunidades a explotar–, y la fuerza pública –que espanta a las comunidades de los territorios a explotar y luego, en algunos casos, los custodia: basta pensar en la región de Tierradentro en el 2005 o alguno de los más de mil convenios pactados entre el Ministerio de Defensa y algunas empresas mineras, de hidrocarburos e hidroeléctricas durante el gobierno anterior–. Otro punto a favor de esa idea tan manoseada de que a veces no hace falta hacer distinciones entre adentro y afuera de las solapas de un libro.   El asunto con la ley es que está escrita en papel y puede ser modificada. Por ejemplo: es normal que la firma de un TLC venga precedida por reformas legislativas como la Ley 685 del 2001, que alteró el Código de minas para promover la titulación de tierras con objeto de exploración minera a particulares, o la Ley 1382 de 2010 que propuso aumentar el tiempo y disminuir los pagos que debía hacer el inversor durante la etapa de exploración minera. Para eso también está el lenguaje: para alterar o, casi lo mismo, para controlar. La ley escrita es la que regula el negocio de la extracción. La palabra dictamina quién explota y cómo explota el suelo, el subsuelo, el cuerpo, los cuerpos. Si los árboles caen y los ríos mueren y los agujeros se abren, es porque al menos un párrafo en alguna parte lo permite directa o indirectamente. La confianza de los explotadores está puesta en que las comunidades no hablan el lenguaje con el cual se las explota. Quien no es sujeto de derecho no tiene acceso a la palabra. Y ese desconocimiento –esa privación– fue la que permitió, por ejemplo, la esclavitud en la selva del caucho. Los cuadernitos en donde los caucheros escribían cuánto debía cada indígena eran ley, allí reposaba esa fuerza que todo lo permeó. (…])Si Su Señoría los conociera, encontraría más lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirían en toda su vida, porque cuando conozcan la libertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud. En la selva, cuando el trabajador-esclavo llegaba al barracón con el bolón de caucho, debía presentarlo ante el capataz para que este lo pesara. La báscula adulterada marcaba un número y el capataz lo anotaba en la columna del HABER. El trabajador que no sabía de números al menos conocía hasta dónde debía llegar la aguja de la pesa para no ser castigado. Por supuesto, nunca sucedía. Enseguida venía la tortura física y de nuevo al principio, a sangrar más caucho. Los cuadernos estaban para que el esclavo nunca pagara su deuda. Sin embargo, un horror más, este pensaba que a punta de trabajo lo iba a conseguir. El laberinto en su máxima expresión: la fantasía de la salida inexistente. “El peón sufre y trabaja con el deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar a las mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarles esos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente”, dice Silva, sumando otro horror más en la lista. La violencia que se reproduce. Aunque no podemos hablar de una masacre como la del caucho al pensar la explotación del oro en este último siglo, no podemos dejar pasar por alto los muertos que dejó durante la Conquista, la Colonia y parte de la República. El investigador Gabriel Poveda refiere que en 1871 había 25.000 mineros en Colombia, de los cuales el 5 % moría anualmente en la mina de Marmato, Caldas, una de las más viejas en el país. En números enteros hablamos de 1.250 personas al año. Haciendo proyecciones, casi 750.000 mineros muertos en el tiempo que va desde el coloniaje español hasta comienzos del siglo XX. Cuerpos que reposan en la espalda de los explotadores extranjeros y también en los nacionales, esos que, como dice Clemente Silva, desean ser empresarios que puedan salir a las capitales a derrochar. Esos que hoy administran la minería ilegal no artesanal. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Es el lenguaje pegándose en la piel como una goma, conquistando, haciendo de la víctima un victimario y un explotador sujeto de derechos. Y trabajar para el caucho o para el oro es luchar contra un amor tortuoso. En la segunda parte de La vorágine se narra que los esclavos comenzaron a circular entre los barracones un ejemplar del periódico La Felpa, en dónde el periodista peruano Benjamín Saldaña Roca denunciaba el negocio. El ejemplar estaba cubierto de caucho –para hacerlo más resistente–, y en ese gesto puede leerse una metáfora de cómo los explotados hacían frente a los explotadores adecuando las mismas armas con las cuales los explotaban. Al explotado no le queda más que resistir de manera simbólica –en sus propios términos– y también aprendiendo el lenguaje de la ley. De ahí el temor del explotador hoy en día frente a la consulta popular y su firme intención de tumbarla como mecanismo de decisión y de poder por parte de una comunidad. Le puede interesar: ARCADIA 100: ‘La vorágine‘, José Eustasio Rivera