Gente que hacePorque se trata de algo muy obvio, conviene recordarlo: no todo lo que está estuvo siempre. Hubo tiempos en los que no existían internet, ni el teléfono móvil, ni la televisión, ni el cine, ni los autos, ni el papel higiénico, ni el combustible, ni la imprenta, ni los picaportes, ni los aviones, ni las bicisendas, ni las bicicletas, ni las planchitas para el pelo, ni el plástico, ni el agua corriente, ni la aspirina. Hubo tiempos en los que la gente se moría de aburrimiento y de infecciones pasmosas por tan solo haberse raspado una rodilla. Tiempos nada lejanos en los que enfermedades que hoy son crónicas, como la diabetes o el VIH, eran un diagnóstico de muerte segura. En aquellos y en estos tiempos los inventos mayores —la penicilina— conviven con los inventos menores —las maletas con rueditas— y los intermedios —el GPS—, pero es muy difícil evaluar cuán revolucionario es un invento cuando uno es contemporáneo de él, y casi imposible predecir las ondas concéntricas que producirá —o no— expandiéndose hacia los confines de la historia. ¿Cómo saber cuáles de todas las cosas que se inventan hoy son las que nos cambiarán la vida mañana? ¿Cuál será la nueva imprenta, la siguiente vacuna Sabin, el próximo microscopio? ¿Y quiénes son las personas detrás de esos inventos: cómo se les ocurrieron esas cosas, qué desilusiones, desvelos, resistencias, entusiasmos, epifanías y fracasos tuvieron, tienen y tendrán que atravesar para obtener lo que buscan? ¿Por qué, además, no se quedaron en casa, tumbados en el sofá, aprovechando confortablemente los inventos que inventaron otros: la energía eléctrica, la tele?Formalmente, este es un libro sobre proyectos de innovación. Pero, en verdad, es un libro sobre gente que tuvo una idea.Un grupo de productores de té en el noreste argentino desarrolla, a partir de tractores tradicionales, cosechadoras de té altamente especializadas a costos razonables. Unos científicos en Perú encuentran un método simple para detectar la tuberculosis en segundos, y no en meses; una chica uruguaya que siempre soñó con viajar al espacio exterior inventa un chip que, colocado en las vacas, ayuda a prevenir enfermedades potencialmente graves en el ganado; un panameño de origen humilde imagina, mientras pasa la aspiradora en la oficina donde trabaja, un aparato que detecta la presencia humana cerca de los gigantescos montacargas de los puertos, y evita así que un mal movimiento de las máquinas aplaste a alguien; un trío de amigos peruanos ve lo obvio —que a nadie le gusta hacer filas interminables para pagar o comprar algo— e inventa una start-up para comprar entradas de cine por internet; unas científicas paraguayas se abocan a la tarea de encontrar medicamentos menos tóxicos para dos enfermedades de las que casi nadie habla y que afectan a buena parte de la población de su país, el mal de Chagas y la leishmaniasis; un grupo de científicos argentinos y cubanos desarrollan una vacuna contra el cáncer de pulmón que no cura, pero que permite una sobrevida de dos años en pacientes que ya han agotado todos los tratamientos disponibles; una mujer brasileña funda en 1959 en Santa Rita de Sapucaí, una ciudad pequeña de Minas Gerais, la primera escuela de América Latina destinada a formar técnicos en electrónica, y seis años más tarde, en la misma ciudad, se funda un instituto pionero en la formación de ingenieros eléctricos con especialización en telecomunicaciones y electrónica, y luego se instala una facultad de informática, y la ciudad deviene un Sillicon Valley brasileño: menos de cuarenta mil habitantes y ciento cincuenta empresas de tecnología, todas producto de ese efecto dominó educativo que termina produciendo un círculo virtuoso.Este es un libro sobre gente que hace. Y a la que no todo le sale bien. Los productores de té pueden cosechar su té más eficazmente gracias a las cosechadoras diseñadas por ellos, pero el problema de fondo sigue siendo el mismo de toda la vida: los grupos monopólicos que producen, venden, distribuyen y exportan té y que los aplastan con su poderío. Los trabajadores de una escuela para sordos en una de las ciudades más pobres de Ecuador se esfuerzan para que más chicos sin audición se transformen en personas autosuficientes, pero se topan contra los prejuicios de los habitantes que la llaman «la escuela de los mongolitos».Hay aquí diez historias relacionadas con, entre otras cosas, la educación, la ciencia y la tecnología en América Latina, contadas por algunos de los mejores periodistas de la región con el pulso narrativo de las grandes crónicas; historias de gente que lo pasa bien, mal y peor, intentando curar lo que parece incurable, llevar agua donde no la hay, educación donde tampoco, haciendo brotar tecnología en sitios impensados. Historias que hablan de las cosas extraordinarias que le pasan a la gente común y de las cosas comunes que hace la gente extraordinaria.«Cuando los parásitos invadieron a Francisco López, la sensación de asfixia fue absoluta —escribe la periodista paraguaya Luján Román Aponte en su texto sobre las científicas que, en su país, intentan desarrollar un medicamento menos tóxico para el mal de Chagas y la leishmaniasis—. El hígado y el bazo inflamados dañaron el estómago y le comprimieron los pulmones. Era 24 de noviembre de 2015 cuando el hombre de veintiocho años, estudiante de bioquímica en la Universidad Nacional de Asunción, Paraguay, se desmayó al llegar a su casa. Despertó en el Instituto de Medicina Tropical, el mayor centro de referencia de enfermedades parasitarias del país, pero nadie sabía qué hacer.Los médicos creían que tenía meningitis o tuberculosis, hasta que encontraron su organismo repleto de parásitos leishmania hasta en la médula. Francisco López entró al hospital pesando 84 kilos y salió un mes después, el día de Nochebuena, pesando 56, luego de haber sido tratado con dosis diarias de anfotericina liposomal. Desde entonces, regresa al hospital cada veintiún días para administrarse durante ocho horas la anfotericina B desoxicolato, vía intravenosa, una droga que tiene un enorme rosario de efectos adversos: fiebre, escalofríos, temblores, cefalea, vómito, dolores musculares. Son, en total, diecisiete dosis que se aplican para tratar el tipo de leishmaniasis que tiene, leishmaniasis visceral, una enfermedad que puede llevar a la muerte si no se la trata a tiempo».Después de salir de un banco con uno de los productores de té del noreste argentino a quien está entrevistando, el periodista Miguel Prenz escribe: «Néstor Dallagnese recupera su tamaño recién en la vereda. El mediodía de este viernes es gris, pero las nubes se mueven y la tarde será puro sol.—A veces me pregunto cómo hacemos para mantenernos, porque se hace muy difícil —dice, ya en la Toyota blanca—. Es como decimos siempre: nosotros seguimos porque hacemos esto de toda la vida, porque es lo que queremos hacer. Yo estudié acá, en Oberá, el profesorado en educación tecnológica en la Universidad de Misiones, pero antes de terminar me volví a la chacra para trabajar en el té con Claudio, como Papi, como el abuelo».«Quienes han sobrevivido, evocan el tratamiento como una de las peores experiencias de sus vidas —escribe el peruano Juan Manuel Robles, en un texto sobre los estragos que hace la tuberculosis en su país, y sobre los esfuerzos de los científicos que desarrollaron un método de detección temprana de la enfermedad—. El recuerdo, muchas veces, viene en conexión con olores y sabores. Aquilina tomaba la isoniazida con cebada y hoy no puede ver ni en pintura el refresco, por que le da náuseas. A José Luis el PAS —ácido paraaminosalicílico— le dejó asco eterno a la limonada. Susan hizo su tratamiento fuera del país y solo había llevado un perfume consigo, así que lo usó durante esos meses. Hoy está condenada a que el H2O de Carolina Herrera le despierte el recuerdo instantáneo de esos tiempos y por eso odia la fragancia. Kiara dice que tenía que triturarle las pastillas a su hija para que las soportara. Dos tomas en la mañana. Dos en la tarde. En el Año Nuevo de 2012, Susan intervino una fotografía suya y dibujó un insecticida rociándole los pulmones. Así se veía y así se sentía».El colombiano Juan Miguel Álvarez cuenta cómo un pozo de agua permite que un grupo de guajiros ya no tenga necesidad de caminar kilómetros para conseguir unos pocos litros y acarrearlos trabajosamente de regreso. En la crónica de la argentina Sol Lauría, Luis Ricardo Oliva Ramos, un panameño de origen muy humilde que hizo gigantescos esfuerzos para estudiar y que inventó un dispositivo que hoy se usa en los puertos de todo el mundo, dice, en medio de su vida hiperkinética: «Yo igual me puedo morir mañana, y ya soy feliz». Arturo Lezcano describe así la ciudad de Santa Rita do Sapucaí, y su enorme transformación:«El lugar continúa siendo el mismo, pero mucho más poblado: si en 1986 había veinte mil habitantes, en 2016 hay el doble. De las diecisiete empresas pioneras se ha pasado a 153 tres décadas después; de los dos millones de reales de facturación anual iniciales a tres mil; de cuatrocientos empleos a catorce mil, de doscientos productos a trece mil. Y todo desde el mismo valle del interior que alguien idealizó plasmando en el escudo de la ciudad un lema bucólico extraído de las Odas de Horacio: «Angulus Ridet», «el rincón feliz». Resulta más prosaica, pero se ajusta más a la realidad, la imagen del cerro del Cruzeiro: café, leche y antenas».La ecuatoriana Gabriela Alemán cuenta así su llegada al colegio donde se enseña a chicos sordos de muy bajos recursos: «Y entonces me di cuenta de que, más allá de lo que hubiera sucedido —¿una tragedia, un robo?— lo más raro era el silencio. Todo parecía transcurrir en el vacío. Era un silencio que yo jamás había experimentado en presencia de tanta gente: un silencio interrumpido apenas por sonidos guturales o chillidos sin modulación. El silencio de la selva en la noche, no el de un patio de colegio repleto de niños y adolescentes. Y también estaba la quietud: para comunicarse, dos sordos tienen que mirarse, ver los gestos y las señas de su interlocutor. Si alguien más quiere intervenir, tiene que posar su mano sobre el hombro del otro para llamar su atención. Y eso no se puede hacer si estás corriendo, o si estás lejos, o si te mueves mucho. De modo que todo aquel patio, sumido en un silencio a media voz, parecía una película a la que le hubieran quitado la música».El peruano Joseph Zárate narra el surgimiento de una start-up con la épica de un combate de gladiadores: «Durante todo ese año, Cinepapaya no vendió más de cien entradas al día, hasta que en mayo de 2013, cuando se estrenó Asu Mare, la película más taquillera de la historia del cine peruano, vendieron mil entradas en un solo día. Ese hecho cambió para siempre la vida de la empresa. La noche del estreno, el equipo se quedó en la oficina que tenían hasta la noche, vigilando las ventas de tickets. Antes de irse, Manuel Olguín vio el marcador: iban a cerrar el día con 999 entradas vendidas. Entonces, maniático como es con las cosas incompletas, compró la entrada numero mil y se fue a dormir a casa. Desde entonces, los tres socios dejaron todo lo demás para dedicarse a su propia compañía».El uruguayo César Bianchi empieza su texto literalmente por el principio, contando el nacimiento de la vocación de la protagonista de su historia: «En la vida de casi todos los seres humanos hay un momento en que dejan de ser lo que eran para empezar a ser otros. A Victoria Alonsoperez eso le pasó os veces. La segunda vez fue en 2012, cuando, buscando el sitio web de la Unión Internacional de Telecomunicaciones para presentar un trabajo acerca de la regulación de los satélites, encontró allí, de casualidad, una convocatoria a jóvenes innovadores con ideas productivas para solucionar problemas en su región. Así nació Chipsafer. La primera vez tuvo lugar mucho antes, cuando Victoria todavía tenía dientes de leche. El recuerdo es tan vívido que lo evoca en cuanta entrevista le hacen (y le han hecho decenas). Su padre, Daniel Alonsoperez, contador, trabajaba una noche en unas planillas enormes llenas de números. Ella, curiosa, le preguntó para qué servían esos números. Su padre tuvo una idea didáctica, que resultó profética: la llevó hasta la ventana del apartamento en el que vivían, un sexto piso de un edificio en la ciudad de Montevideo, Uruguay, y le mostró la luna. Ella quedó fascinada con esa cosa redonda y blanca, fosforescente. Su padre le preguntó cuántos números conocía. Ella empezó a mirarse los dedos de la mano y contó hasta diez con dificultad. "Bueno, ¿viste la luna allá? El hombre llegó a la luna gracias a la correcta combinación de dos números: el cero y el uno". Victoria dice hoy que con apenas cuatro años entendió la metáfora. Y que supo que quería dedicarse a hacer naves aeroespaciales para ir a la Luna. Aunque esa noche de octubre de 1992 su madre rompió el embrujo llamándolos para la cena, ella quedó hechizada para siempre».Este libro no es un libro de científicos ni de maestros ni de investigadores ni de ingenieros, aunque es un libro repleto de científicos y maestros e investigadores e ingenieros. Es un libro sobre gente que vio, en medio del ruido y la confusión del tiempo presente, lo que nadie había visto: una necesidad, una falta, una carencia. Y tuvo el ingenio, la inteligencia, la ambición y la tozudez necesarias como para hacer algo con eso.