Una discoteca. Un incendio. Una desgracia. Un fotógrafo cuya tarea es retratar las víctimas, pero termina inmiscuido en las verdaderas causas que ocasionaron la muerte de 77 personas. En ese ir y venir, en ese intimar, ese buscar, se desarrolla Recurso de amparo (La Pollera). La novela de la escritora Betina Keizman tiene la intriga y la prosa trepidante del género policíaco. El acento con que está tejida la historia y la precisión del lenguaje son dos elementos que resaltan en la obra de una autora de origen argentino, que se mueve entre las aulas de clase y la crítica literaria. Keizman es licenciada en Letras en la Universidad de Buenos Aires y ha realizado estudios de doctorado en la Universidad Nacional Autónoma de México. Hablamos con ella durante la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá, donde presentó su novela. Dice Susan Sontag que las fotografías convierten la experiencia en imagen. Algo similar podría extrapolarse a la literatura, aunque su eficacia estriba en el uso acertado del lenguaje. Todo esto resulta llamativo si consideramos que Ignacio, el protagonista de Recurso de amparo, es fotógrafo. ¿Qué motivó a que el protagonista de la novela cumpliera el rol del que hablaba Sontag? La pregunta que me motivó fue otra: ¿qué hacer con la experiencia? O ¿cómo volver a confiar en que la literatura encarne una experiencia? Justamente el fotógrafo protagonista de la novela se siente un estafador porque se reconoce incapaz de captar la experiencia. Las personas que retrata desconfían de él y de su compromiso. En realidad esa captación no depende de una técnica (cualquier técnica, sea la de la palabra o la de la imagen, está por definición separada de la dimensión vital y completa de la experiencia). Pero lo que descubre el protagonista es que antes o después hay que poner el cuerpo, que ese pasaje entre experiencia e imagen requiere pasar por el fotógrafo, por su capacidad de generar una empatía que canalice con los otros. Por eso Ignacio se considera un lisiado afectivo, pero esto es cierto a medias. Yo creo que el personaje es demasiado exigente consigo mismo. El soporte fotográfico es más engañoso, pero el final, como cualquier otro, extrae de la experiencia una imagen raquítica, empobrecida, que siempre está en falta. A mí me interesó recuperar la potencia de la ficción a la hora de acceder a la experiencia: dejar de lado el documento y la imagen, y regresar a la ficción. Reconocer en la ficción un recurso de amparo no como una vía de evasión, tampoco por la invitación a ponerse en la piel de otros, sino, más simplemente, por su capacidad para inventar lo que todavía no es. ¿Qué alentó a que la novela se fraguara bajo un desamparo como lo es un incendio en una discoteca? Fue una idea que se me apareció y me permitió conciliar diversos aspectos que quería poner en juego: el desastre, pero también las responsabilidades, y el peso de las vidas y cuerpos marcados (en este caso, marcados por el fuego). También aparece ahí mi propio terror hacia una forma de muerte que es horrorosa. Empecé a investigar y me salieron al paso muchas tragedias, la de Cromañón, en Argentina, pero también otras parecidas. En todas las circunstancias las víctimas eran jóvenes. Los jóvenes son carne de cañón, salen más, se juntan; en suma, están más expuestos. Ocupar los espacios, ocupar la calle, se vuelve peligroso, sobre todo en sociedades restrictivas, cada vez más pendientes de coeficientes de riesgo y de encuestas de popularidad. Eso me angustia y me importa. Y como si fuera poco, Ignacio es un ser circunspecto, introspectivo e inmerso en un círculo familiar difícil. Su padre, El psicópata, apático y difunto; su madre, La diva, apartada; su hija, Matilde, lejos de él. La tragedia colectiva es armoniosa con la tragedia personal. ¿Hay acaso una inclinación por expresar una visión de la vida, del mundo? Todos somos básicamente disfuncionales, no es ninguna novedad. Pero la novela también narra una colectividad que se forma. Una especie de armada Brancaleone que busca y encuentra su camino de recuperación. Me gustó la idea de que el desborde ficcional al final vincula a los sujetos y les presta otras posibilidades, que haya un personaje que lee la mente y otros que se sumen en un juego lúdico de inventar frases que calcen con las fotografías que han tomado. Después de todo el gran mal del presente es nuestra incapacidad para imaginar opciones. También por eso me interesa reivindicar la ficción en un sentido de inventiva, de creatividad. Le puede interesar: “Un libro es un corazón que palpita en el pecho del otro": Samanta Schweblin
Recurso de amparo, Betina Keizman. La Pollera No deja ser curioso que el protagonista sea un hombre, digo: en tiempos en que se exige la inclusión del género no por necesidad estética, sino por una suerte de ética, de lo políticamente correcto. ¿Por qué elegir un personaje masculino como actor central de la historia? A veces es mejor dar un paso al costado. No me falta interés ni compromiso: el movimiento feminista es de lo más vital e importante, de lo más significativo que ha pasado en los últimos años, pero no me gusta sentirme bajo coerción. Considero que literariamente no tengo nada que agregar al respecto. Además, los personajes masculinos me parecen más fáciles de construir, justamente no se les pide tanto, no se los considera el ejemplar de ningún modelo. Simplemente son. Mi novela anterior, Los restos, la protagoniza una mujer. Y la que estoy escribiendo ahora está narrada desde una perspectiva femenina, pero el protagonista es un fantasma. Northrop Frye apuntó que “no se puede hacer poesía sino a partir de otros poemas; novelas, sino a partir de otras novelas”. Lo recuerdo porque en Recurso de amparo es posible saborear la influencia de ciertos autores, pero ya es sabido que el lector interpreta del libro su propio estado del arte. Háblanos de las influencias estéticas que contribuyeron en la arquitectura de esta novela y de la función que ocuparon en la escritura del entramado. Soy una lectora desordenada. Mis referentes principales siguen estando en la literatura argentina: Silvina Ocampo, Di Benedetto, Bianco. También en la literatura de ciencia ficción y en el policial, que es lo primero que leí. Perec, Garro, también Felisberto Hernández. En este momento releo a Arguedas y a Filloy, porque estoy pensando mucho en los lenguajes híbridos y en los giros locales. Entre lo último que leí está Agota Kristof y Tavares. En resumen, no me siento influenciada por un estilo o un escritor. Soy bastante omnívora en lo que a gustos literarios se refiere. Además de novelas, haces crítica, y dictas cursos de literatura. ¿En qué rol te sientes mejor? ¿Crees que, bien mirados, ambos forman un complemento? Ser escritora está siempre en primer término y hacia ese lugar fluyen vasos comunicantes. Leo bastante ensayo para trabajar mis cursos de literatura, y es muy común que de ahí surjan ideas para lo que escribo. A veces ni siquiera es una idea, es una frase o alguna asociación muy libre. Sucede de un modo natural, una especie de deslizamiento. Yo digo que canibalizo lo que leo porque me lo apropio de modos imprevistos. Primero, disfruto y experimento la lectura, después vienen las otras preguntas: ¿cómo está construida una narración? ¿Qué significa y qué produce? La primera pregunta marca la lectura de una escritora; la segunda, la de la crítica. No son dos polos, apenas dos espectros de la lectura, que al final siempre excede esas preguntas, es más amplia y variada. Le puede interesar: “Cuanto mejor amoblada tenés la cabeza, una lectura más sofisticada podés hacer de la realidad”: Leila Guerriero *Escritor y periodista. Recientemente la librería Expresión Viva de Cali compiló algunos de sus artículos sobre literatura y cine: Escribir por escribir (2018). Twitter: @VillanoJair