Para este mes en que valiosas manifestaciones se han tomado las calles de Colombia para exigirle al mediocre gobierno de Iván Duque un cambio en el rumbo que ha tomado el país bajo su mando, quise traducir este ensayo/relato de George Orwell. Considero que este texto es muy relevante para el momento que está viviendo Colombia, fundamentalmente porque muestra la inercia violenta que subyace a un aparato policial represivo como el que han usado los gobiernos latinoamericanos para intentar apagar el foco de protesta que se ha expandido por el continente. La reflexión que hace Orwell en torno a su pertenencia a un cuerpo policial creado para proteger una configuración social, política y económica inherentemente injusta me recuerda el triste destino de Brandon Cely Pérez: una voz, una conciencia que surge dentro de una institución represiva para señalar la violencia sobre la que se erige semejante institución y el estado político que está diseñada a conservar (lo que Orwell llama “los macabros mecanismos sobre los que descansa un imperio”); una voz, una conciencia que, al no ser atendida, está obligada por inercia a seguir contribuyendo con sus actos a perpetuar esa violencia. En el caso de Orwell, el objeto de esa violencia fue el elefante que le da título a esta historia. En el caso de Brandon, ante su renuencia a dirigir la violencia hacia quien consideraba que estaba protestando por sus derechos también, la víctima fue él mismo. En ese sentido, podría considerarse que Brandon fue, como lo sostenía Artaud respecto a Van Gogh, un “suicidado de la sociedad”. El paro nacional a través del lente de cinco fotorreporteros colombianos Este es, sin duda, uno de los textos más dolorosos que he traducido en este espacio. La descripción que hace Orwell de la muerte lenta e injusta del elefante le llega a uno al alma. El mismo Orwell es tan consciente de la injusticia, la gratuidad estúpida de la muerte de la magnífica criatura que asesina que un inapagable sentimiento de culpa trasluce en sus palabras. Orwell se sabe asesino y lo lamenta. Pero quizás lo que más le duele es saber que se ha tornado tal por estar atrapado en un sistema político cuya primera respuesta es siempre represión y violencia. De tal modo que la muerte, la destrucción, se ha vuelto un espectáculo en el que todos participamos hasta no poder distinguir el rostro de la máscara, la realidad de la ficción, la víctima del victimario. La muerte del elefante aquí narrada es tan dura, tan concreta, tan real que es difícil hacer un símbolo de ella. El sufrimiento de la “gran bestia”, como la llama Orwell, es tan propio que es imposible no sentirnos interpelados como especie humana: esto es lo que hacemos con los otros seres con los que habitamos este planeta; la vida de los otros será siempre el primer sacrificio que ofrezcamos al altar de nuestra estupidez y las absurdas dinámicas sociales que hemos generado alrededor nuestro. La sangre del cordero irá siempre antes que la nuestra, hasta agotar nuestro planeta y un torbellino inmenso venga a desmentir la falsa jerarquía que hemos establecido entre los animales para justificar nuestra violencia. Y, sin embargo, la muerte del elefante es tan injusta, tan dolorosa, tan significativa, que es imposible no pensar en otra muerte tan injusta e innecesaria como aquella, otra vida extinguida como consecuencia de una acción ciega, impersonal y perversa: la de Dilan Cruz. El segundo a segundo del disparo que mató a Dilan Cruz Por último, quizás es importante decir que, aun siendo un texto crítico del imperialismo, Orwell no se libra del todo de ciertos gestos cercanos al racismo que permeaba la mayoría de discursos coloniales de su época. Por ejemplo, habría que detenerse en el énfasis y la constancia con la que Orwell se refiere al color de piel de las personas en Burma, la referencia permanente al “amarillo”. No se trata de que recalcar el color de piel de una persona sea en sí una acción discriminatoria. Pero como muestra Chinua Achebe en relación a la mención de la palabra “negro” en la obra de Conrad, la abundancia de referencias al color de la piel es tal que es inevitable pensar que esa ubicuidad está ligada a una profunda (tal vez inconsciente) obsesión de los occidentales por la raza de los demás. Unido al tono despectivo, generalizador que usualmente acompaña esas referencias raciales, es posible pensar que Orwell, como la mayoría de sus contemporáneos, no fuera del todo insensible a las múltiples maneras de pensar de la tradición Occidental que sostienen la superioridad de la raza blanca sobre todas las demás. Maneras de pensar que, incidentalmente, siguen muy vigentes hoy en día, como la que divide al mundo entre países civilizados (“de Primer Mundo”) y países salvajes (países “en vía de desarrollo”).  En todo caso, creo que este es un texto muy valioso, muy pertinente para este momento y por ello deseaba compartirlo en este espacio con mis lectores.

“Matar un elefante”, de George Orwell* En Moulmein, en el Bajo Burma, fui odiado por un gran número de personas – es la única vez en mi vida en que he sido lo suficientemente importante como para que algo así sucediera. Yo era un oficial policial en una subdivisión colonial de la ciudad y allí proliferaba un amargo sentimiento antieuropeo, de un tipo mezquino, carente de propósitos u objetivos precisos. Nadie tenía el coraje de armar una revuelta pero si una mujer europea paseaba por el bazar sola, alguien le lanzaría un escupitajo de buyo a su vestido. En tanto oficial policial, yo era obviamente objeto de su rabia y era constantemente sometido a provocaciones cuando parecía seguro hacerlo. Si un ágil birmano me hacía zancadilla en la cancha de fútbol y el árbitro (por supuesto, también birmano) miraba hacia otro lado, la multitud agolpada alrededor estallaba en horrendas carcajadas. Eso pasó más de una vez. Hacia el final, las muecas amarillas de los jóvenes que me topaba por doquier, los insultos proferidos contra mí cuando ya me había alejado a una distancia segura para quien los lanzaba, comenzaron a exasperarme bastante. Los monjes budistas eran los peores de todos. Había varios miles de monjes en la ciudad y ninguno de ellos parecía tener nada mejor que hacer excepto pararse en las esquinas de las calles y hacerle mala cara a los europeos.  Todo era bastante desconcertante y abrumador. A esas alturas de mi vida yo ya estaba convencido de que el imperialismo era algo malvado y que entre más rápido cumpliera mi labor y saliera de allá, mejor. En teoría – y, por supuesto, en secreto – yo estaba a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. Odiaba mi trabajo con más amargura de la que quizás soy capaz de expresar, pues en un trabajo como el que yo tenía se ven los macabros mecanismos sobre los que descansa un imperio desde bastante cerca: los miserables prisioneros hacinados en las apestosas jaulas de los cuarteles; las miradas grises, vacías de los convictos más veteranos; las nalgas llenas de cicatrices de los hombres azotados con bambús – todo eso me sofocaba y me llenaba de un insoportable sentimiento de culpa. Pero no lograba pensar en nada claramente. Era joven, pobremente educado y me veía obligado a sopesar mis problemas en el absoluto silencio que se le impone a todo inglés en el Oriente. Ni siquiera era consciente de que el Imperio Británico estaba agonizando, y aun menos que sería mucho mejor que los jóvenes imperios que se han alzado para reemplazarlo. Lo único que sabía era que estaba atrapado entre el odio hacia el imperio al que servía y la rabia que me inspiraban esas pequeñas bestias resentidas que hacían imposible mi trabajo. Con mitad de la cabeza pensaba en el Sultanato Británico como una implacable tiranía, algo que aplastaba, por los siglos de los siglos, la voluntad de sus ciudadanos oprimidos; con la otra mitad no podía evitar imaginar que la mayor felicidad en el mundo sería clavarle una bayoneta en la panza a un monje budista. Sentir algo así es una consecuencia natural del imperialismo; si no, pregúntenle a cualquier oficial indo-inglés a ver qué les dice, si es que pueden conversar con él cuando esté fuera de servicio.  Un día sucedió algo que, de modo extraño, terminó siendo muy iluminador. En sí mismo fue un incidente insignificante, pero me brindó un mayor atisbo a la verdadera naturaleza del imperialismo del que hasta ese momento había tenido – los verdaderos motivos que llevan a actuar a un gobierno despótico.  Temprano en la mañana, uno de los suboficiales de la estación de policía al otro lado de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que había un elefante destruyendo el bazar. Que si por favor podía ir y hacer algo al respecto. No sabía bien qué podría hacer yo, pero me daba curiosidad ver lo que estaba pasando, así que me subí a un potro y fui para allá. Me llevé mi rifle, un viejo Winchester .44 que sería demasiado pequeño para matar a un elefante, pero en todo caso podría usarlo para asustarlo con el ruido de la detonación, pensé. En el camino me crucé con varios birmanos, que me detuvieron para contarme acerca de las devastaciones del elefante. Claramente, no se trataba de un elefante salvaje sino de uno domesticado, que había entrado en el período de “must”. Había sido encadenado a un árbol, como se hace siempre con los elefantes domesticados cuando están a punto de entrar en “must”, pero la noche anterior había roto sus cadenas y había escapado. Su mahout, su cuidador, la única persona capaz de manejarlo cuando estaba en ese estado, había salido tras de él, pero se había equivocado de dirección y estaba ahora a doce horas de camino. Y ese día, en la mañana, el elefante había aparecido en la ciudad. Los birmanos no tenían armas, así que estaban bastante indefensos frente a él. A esas alturas ya había destruido la cabaña de bambú de una persona, había matado a una vaca y había ingresado a una tienda de frutas, para devorar todo su inventario. También se había topado con el carro de basura de la ciudad y cuando su conductor había salido corriendo huyendo de él, había volteado el carro y le había hecho bastante daño. El subinspector birmano y algunos de los delegados indios estaban esperándome en el barrio donde el elefante había sido avistado por última vez. Era un barrio pobre, un laberinto de chozas escuálidas de bambú techadas con hoja de palma, que serpenteaban hacia una empinada colina. Recuerdo que era un día nublado, una mañana húmeda al comienzo de la temporada de lluvias. Empezamos a interrogar a la gente para averiguar el paradero del elefante pero, como siempre, fuimos incapaces de obtener ninguna información precisa. Así son las cosas en el Oriente: lo que pasa se oye claramente desde lejos, pero entre más te acerques al suceso más vago se tornará. Algunas personas decían que el elefante había partido en una dirección, otros que en la otra, otros afirmaban no haber oído siquiera del elefante. Estaba a punto de declarar que toda esa historia no era más que un montón de patrañas cuando oímos un par de gritos a poca distancia: un alarido agudo de mujer exclamando “¡Váyanse, váyanse niños! ¡Salgan ya de aquí!”, y poco después vimos a una anciana aparecer por la esquina de una choza con un palo en la mano, vigorosamente espantando una muchedumbre de niños desnudos. Luego aparecieron otras mujeres, chasqueando la lengua y dando más alaridos. Evidentemente había algo allí que no querían que los niños vieran.  Le di la vuelta a la choza y me encontré con un cadáver tirado en el barro. Era un indio, un peón dravídico negro que debía haber muerto hacía no más de unos minutos. La gente decía que el elefante había aparecido de repente por la esquina de la choza, lo había agarrado por sorpresa en su trompa y luego lo había aplastado en la tierra, hundiendo su pata en su espalda. Era temporada de lluvias, así que la tierra estaba húmeda y blanda, por lo cual su cabeza había cavado un hueco de por lo menos un pie de hondo y un par de yardas de largo. Yacía sobre su vientre, con los brazos extendidos como si estuviera crucificado, y la cabeza estaba horriblemente triturada por un lado. Su rostro estaba cubierto de barro, los ojos estaban abiertos de par en par, la boca abierta mostrando los dientes en una expresión de inconcebible agonía. (Que nadie me diga, por cierto, que los muertos se ven en paz. La mayoría de cadáveres que he visto en mi vida parecen demoníacos). La fricción de la pata del elefante contra su espalda le había despellejado la piel, tan tajantemente como uno despellejaría a un conejo. Tan pronto vi su cadáver, mandé a uno de mis subordinados a la casa de un amigo que vivía cerca para pedirle que me prestara su rifle para matar elefantes. También mandé a que se llevaran mi potro, pues no quería que se enloqueciera de miedo y me tirara tan pronto oliera al elefante.  Mi subordinado volvió a los pocos minutos con el rifle y cinco cartuchos. Entretanto habían arribado unos birmanos, que nos dijeron que el elefante estaba en los campos de arroz más abajo, a una docena de metros de nosotros. Tan pronto como empecé a ir hacia allá, prácticamente la población entera manó fuera de sus casas y comenzó a seguirme. Habían notado mi rifle y hablaban emocionados, excitados frente el prospecto de que yo matara al elefante. No se habían mostrado muy interesados cuando el elefante estaba destrozando sus hogares, pero ahora que sabían que yo le iba a disparar era diferente. Era un espectáculo divertido para ellos, como lo sería para una muchedumbre inglesa. Además, querían su carne. Todo eso me hizo sentir muy incómodo. La verdad, yo no tenía intención de matar al elefante; simplemente había enviado por el rifle para defenderme si era necesario. Y siempre es un poco exasperante tener a una muchedumbre detrás de uno. Bajé por la colina, viéndome y sintiéndome como un imbécil, con el rifle al hombro y una multitud creciente de gente excitada a mis talones. Al pie de la colina, a cierta distancia de las chozas, había unos rieles de hierro y más allá, un pantanoso arrozal de varios metros de largo, todavía no cosechado pero húmedo por las primeras lluvias de la temporada, y punteado de parches de verde pasto. El elefante estaba parado a diez metros de los rieles, con el flanco izquierdo vuelto hacia nosotros. Pareció hacer caso omiso de la muchedumbre acercándose. Estaba ocupado arrancando pedazos de pasto, golpeándolos contra sus rodillas para limpiarlos y luego llevándoselos a su boca. La destrucción de la literatura según George Orwell Me detuve frente a los rieles. Tan pronto vi al elefante, supe con certeza que no debería dispararle. Es cosa seria matar a un elefante domesticado: es equivalente a destruir una pesada y compleja pieza de maquinaria, tremendamente costosa. Por consiguiente, es algo que no debería hacerse si se puede evitar. Y a la distancia a la que estábamos, pastando tranquilamente, el elefante no se veía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y lo sigo pensando ahora, que su estado de “must” ya debía haber pasado, en cuyo caso se quedaría por ahí, pastando inofensivamente hasta que llegara su mahout. Pero, por encima de todo, no quería dispararle. Decidí que me quedaría observándolo por un rato para asegurarme de que no fuera a volver a atacar a nadie y luego me devolvería a mi casa.  Pero entonces me di vuelta para mirar a la multitud que me había seguido. Era una muchedumbre inmensa, de por lo menos dos mil personas, y seguía creciendo a cada minuto. Estaba generando un enorme trancón a ambos lados de la calle. Contemplé el mar de rostros amarillos que se levantaba por encima de las coloridas vestiduras, todos alegres y emocionados ante el espectáculo que creían inminente, seguros de que yo le dispararía al elefante. Me miraban como mirarían a un mago a punto de hacer un truco. Yo les caía muy mal, pero con el mágico rifle en mis manos, era momentáneamente digno de su atención. Y de pronto me di cuenta que iba a tener que dispararle al elefante después de todo. La gente esperaba eso de mí y yo iba a tener que hacerlo; podía sentir sus dos mil ansias urgiéndome, presionándome para que actuara irresistiblemente. Y fue en ese momento, al estar parado ahí con un rifle en las manos, que comprendí lo vacío, lo fútil que es el gobierno del hombre blanco en el Oriente. Heme ahí, el hombre blanco y su pistola, parado enfrente de una multitud de nativos sin armas: yo era al parecer el actor principal de esa historia, pero en realidad no era más que un absurdo títere sujeto a los más tontos caprichos de la muchedumbre de rostros amarillos atrás mío. Me percaté entonces que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano es su propia libertad lo primero que destruye. Se vuelve un muñeco vacío, un maniquí, adopta la figura convencional del “sahib”. Pues para mantener su mando deberá pasar el resto de su vida intentando impresionar a los “nativos” y, así, en cada crisis, se verá obligado a hacer lo que los “nativos” esperan de él. La máscara que porta se vuelve su rostro. Así pues, tenía que matar al elefante. Me había comprometido a hacerlo al enviar a alguien por el rifle. Un “sahib” tiene que actuar como un “sahib”: tiene que parecer resuelto, tener las cosas claras y llevar a cabo todo con decisión. Haber llegado hasta ahí, el rifle en la mano, dos mil personas a mis talones, para luego desfallecer débilmente a la hora de la verdad, sin haber hecho nada – no, no, eso era imposible. La gente se reiría de mí. Y toda mi vida allá, la vida de todo blanco en el Oriente, es un esfuerzo constante de no volverse objeto de burla.  Pero yo no quería matar al elefante. Lo veía ahí, batiendo el pasto contra sus rodillas, con ese aire de abuela ocupada que tienen los elefantes. Sentí en ese momento que dispararle sería un asesinato. En esa época yo no era todavía quisquilloso acerca de matar animales, pero nunca antes le había disparado a un elefante, nunca había deseado hacerlo. (Por alguna razón, siempre parece peor matar a un animal grande). Además, había que tener en consideración al dueño de la bestia. Vivo, el elefante valía por lo menos algunos centenares de libras; muerto, sólo valdría lo que podría sacarse del marfil de sus colmillos, cinco libras a lo sumo. Pero tenía que decidir rápido. Me giré hacia los birmanos que parecían más veteranos, los que ya estaban ahí cuando llegamos, y les pregunté que cómo se estaba portando el elefante. Todos me dijeron lo mismo: no iba a reparar en ti si lo dejabas en paz, pero si te acercabas podría atacarte.  Tenía perfectamente claro lo que debía hacer: debía acercarme, más o menos a veinte metros, y medir su reacción. Si me atacaba, dispararía; si me ignoraba, sería seguro dejarlo ahí hasta que llegara su mahout. Pero también sabía que no iba a ser capaz de hacer eso. No era muy bueno con el rifle y la tierra estaba cubierta de un barro suave en el que me podría hundir en cualquier momento. Si el elefante me atacaba y yo fallaba el tiro, tendría las mismas chances de sobrevivir que la de un sapo bajo una aplanadora. Pero incluso entonces, en realidad no estaba pensando en mi propio pellejo sino en las atentas caras amarillas atrás mío. Pues en ese momento, con la multitud a mis espaldas, no sentía miedo, o al menos no en el sentido ordinario de esa palabra, no el miedo que hubiera sentido de haber estado solo. El blanco no puede asustarse enfrente de los “nativos”; y, por consiguiente, yo, a simple vista, no estaba asustado. Lo único en lo que podía pensar era que si algo salía mal, dos mil birmanos verían cómo el elefante me perseguiría, me alcanzaría, me aplastaría y me reduciría a un sórdido cadáver, como el de aquel indio en la colina. Y si eso sucedía, alguien reiría. Eso no lo podía permitir.  No me quedaba otra alternativa. Metí los cartuchos en el rifle y me recosté en el piso para apuntar mejor. La multitud se quedó muy callada y sentí una larga inhalación, profunda y baja, recorrer la muchedumbre, como la que toma una audiencia al levantarse un telón: una única respiración habitaba las innumerables gargantas que había ahí. Iban a tener su espectáculo después de todo. El rifle era una hermosa arma alemana, con una mira de francotirador. En aquel entonces no sabía que la mejor manera de matar un elefante es dispararle al oído, intentando atravesar toda su cabeza. Ya que el elefante estaba de lado, debí haberle apuntado al centro de su oreja, pero no sabiendo eso le apunté a un espacio en su frente un poco más arriba, pensando que ahí podría estar su cerebro.  Cuando jalé el gatillo, no sentí el golpe ni oí el disparo – uno nunca lo hace cuando da en el blanco – pero sí alcancé a escuchar el demoníaco estallido de alegría que emanó de la muchedumbre. En ese mismo instante – todo sucedió demasiado rápido, antes de lo que uno imaginaría que tardaría la bala en alcanzarlo – una transformación misteriosa, terrible, sobrevino al elefante. No se movió, tampoco se cayó, pero cada fibra de su cuerpo parecía alterada. De repente se veía afligido, encogido, terriblemente viejo, como si el impacto de la bala lo hubiera paralizado sin que hubiera tenido tiempo de derrumbarlo. Finalmente, tras lo que pareció ser una eternidad – y, sin embargo, no debieron pasar más de cinco segundos – las rodillas comenzaron a flaquearle débilmente. Empezó a babear. Una increíble senilidad parecía haberse apoderado de él. Uno podía sentir en ese momento que el elefante tenía mil años.  Volví a disparar al mismo lugar. Con el segundo disparo no se derrumbó pero se desmoronó un poco más, manteniéndose en un lento e incierto equilibrio sobre esas piernas que le fallaban, impidiéndole permanecer derecho, la cabeza gacha. Disparé una tercera vez. Esa fue la bala que terminó el trabajo. Se podía ver la agonía en el temblor que sacudió todo su cuerpo y le arrebató el remanente de energías a sus piernas.  Pero al caer, pareció por un momento izarse por última vez, pues cuando sus piernas traseras colapsaron, su parte de adelante pareció proyectarse hacia arriba, como una gigantesca torre de piedra a punto de tambalearse, su tronco erecto hacia el cielo como un árbol. Barritó por primera y única vez. Y luego se derrumbó, su vientre hacia mí, con un golpe que pareció estremecer la tierra misma bajo mi cuerpo. Me levanté. Los birmanos ya corrían hacia él, pasando junto a mí en el barro. Era obvio que el elefante no volvería a levantarse jamás, pero aun no estaba muerto. Respiraba rítmicamente, jadeando larga y roncamente, el impresionante túmulo de su costado inflando y desinflándose dolorosamente. Su boca quedó completamente abierta – yo alcanzaba a ver las profundidades cavernosas de su garganta rosa pálida. Esperé un largo rato a que muriera, pero su respiración no cesaba. Así que al final decidí disparar los últimos dos cartuchos que quedaban al lugar donde pensé que podía estar su corazón. Sangre espesa brotó de su boca como terciopelo rojo, pero aun no murió. Su cuerpo ni siquiera se sobresaltó con los últimos dos disparos, la respiración tortuosa prolongándose sin cesar. Estaba muriendo, pero muy lentamente y con gran agonía, en alguna parte lejos de mí, donde ninguna bala podría alcanzarlo o hacerle más daño. Sentí una horrible necesidad de ponerle fin al sonido espantoso de su muerte. Me pareció infernal estar ahí, contemplando la gran bestia tendida ahí, incapaz de moverse y aun así incapaz de morir, sin poder hacer nada para acortar su agonía. Pedí que me trajeran mi pequeño rifle y descargué bala tras bala en su corazón y en su garganta, pero eso no pareció tener ningún efecto. Los jadeos agonizantes siguieron, tan regulares como el sonido de un reloj. Lo humano contra lo humano: un ensayo de Andrea Mejía sobre la distopía Al final no pude aguantar más y me fui. Escuché después que le tomó otra media hora morir. Los birmanos trajeron baldes y cuchillos antes incluso de que yo me fuera y me contaron luego que, para el atardecer, ya habían desmembrado completamente su cuerpo, de tal manera que sólo quedaban sus huesos.  Al cabo de unos días hubo, por supuesto, una interminable discusión acerca de mi decisión de matar al elefante. Su dueño estaba furioso pero, como era un simple indio, no había nada que pudiera hacer. Además, legalmente yo había hecho lo correcto: un elefante rabioso debe ser abatido, lo mismo que un perro rabioso si su dueño no puede controlarlo. Entre los europeos, sin embargo, había opiniones encontradas. Los más viejos decían que yo había hecho bien, los más jóvenes que era una lástima que hubiera matado a un elefante por un peón indio, pues un elefante era mucho más valioso que cualquier pinche peón indio. A mí después me alivió que el peón hubiera muerto, pues me daba más argumentos legales para justificar haber matado el elefante. Muchas veces a lo largo de los años me he preguntado si alguien allá habrá intuido que lo hice tan sólo para no verme como un imbécil. *Publicado por primera vez en la revista New Writing en el otoño de 1936 Lea todas las entregas de ARCADIA Traduce haciendo clic aquí