El niño que yo era entonces tenía cuatro años, quizá un poco más, quizá un poco menos. A lo que pasó la tarde de ese domingo, el adulto de años después le habría de atribuir la dimensión mágica del primer recuerdo. La familia completa, mi familia, regresaba caminando a la finca de Morritos, una vereda de El Santuario, en el oriente de Antioquia, la misma que unos meses después habríamos de abandonar para ir a vivir a una casa de los extramuros del pueblo, ubicada a medio camino entre el cementerio y el matadero. Digo la familia completa aunque en realidad había alguien además de papá, mamá y nosotros, los diez hijos. Era el novio de mi hermana mayor, que fue la primera en irse de la casa y fisurar ese universo redondo y compacto que el niño que yo era conjeturaba que iba a durar por siempre. Fue él, mi futuro cuñado, quien sacó el machete de la funda y partió en dos la culebra que se nos había atravesado en el camino. ¿En mi primera memoria hay violencia o hay cuidado? ¿En esa muerte del animal al niño que yo era se le reveló un destino de muerte o uno de afecto y protección? No he podido resolver esa ambivalencia fundante en torno a la cual doy vueltas. Cuando empecé a escribir este libro, o a imaginarlo y darle forma mental antes de convertirlo en palabras y relato, tampoco podía decantar lo que significaba Antioquia para mí. Ahora, entiendo un poco más; estoy, al menos, mejor reconciliado con la contradicción. ¿Me siento acogido o rechazado por los límites geográficos —el paisaje, físico y moral— y culturales que evoca la palabra Antioquia? ¿No podrían ser las dos cosas a la vez? ¿Esa alternancia no es acaso ese algo incómodo que invita a desplazarse con el solo fin de romper los propios linderos y reconocer de otra manera el lugar de partida? El libro nació de la urgencia y el deseo de enfrentar esas contradicciones. En el origen de cada apartado de este hay experiencias e insatisfacciones personales que, por haber sido vividas dentro de unos contornos geográficos específicos, tienen un cariz particular. En la vida de todos y cada uno hay cosas que no se eligen y por las cuales es pueril sentirse orgulloso o envilecido. No se escogen ni los padres ni el lugar donde se nace; tal vez por eso se nos va la vida, a unos más que a otros, tratando de resolver la enconada ambivalencia frente a ese solar paterno donde está escrita la ley, pero también las claves para subvertirla. Tampoco elegí del todo llegar a Medellín, a la edad de dieciocho años, para acompañar a una hermana recién separada de su esposo. Las palabras del conductor de un camión, o tal vez de un vecino del barrio al que llegamos a descargar un trasteo, me cimbraron de adentro hacia afuera: “Hágale pues, mijo, muévase pues”. Pudieron haber sido otras las palabras, pero no cambian la sensación que tuve de estarme enfrentando al mandato de algo que me superaba. ¿Una cultura o una mentalidad se expresaban detrás de esas palabras? Quizá vi en ellas la continuidad de los reproches de mi padre, cuando me encontraba flojo para un trabajo. Había salido de la casa de mis padres huyendo de unas maneras autoritarias, y lo primero que encontraba fuera de ella era el recuerdo de ese despotismo, de una cierta arbitrariedad que uniformaba, que buscaba ajustar la realidad al prejuicio. Porque la realidad era que yo, aunque hombre, no era lo suficientemente fuerte y defraudaba la idea preconcebida del macho como proveedor de fuerza física. El derecho a no obedecer: la Antioquia rebelde En cada apartado del libro hay recuerdos encubiertos por cierta lava académica, y emociones transfiguradas en argumentos. Mientras lo escribía pensaba y me anclaba a las posibilidades y licencias de la autoficción (o aspiraba a lograr algo que cabalgara entre la ciencia y la ficción). ¿Cómo transformar los materiales de la propia vida en una especie de conocimiento social, es decir, en un acto colectivo de discernimiento? Somos muchos los antioqueños que queremos entender cómo nos ha marcado el hecho de haber nacido en estas fronteras, siempre con la idea de ir más allá de la repetición mecánica de gestos, actitudes o creencias, y con el anhelo de entregar la cultura que recibimos de los padres y antepasados como algo renovado —ojalá mejor— a esos que vendrán después de nosotros. En esa transmisión activa se produce la alquimia del mundo.  La primera pregunta que intento responder es la de cómo se han delineado las fronteras, sobre todo imaginarias, que conocemos como Antioquia o “lo antioqueño”. Una indagación aplazada, porque a veces resulta más cómodo pensar que ciertas cosas o ideas siempre han estado ahí. Para resolver este interrogante se precisa un estudio —y de ahí lo científico del propósito— de una comunidad que desde el siglo diecinueve hasta hoy se ha empecinado en forjarse un carácter, es decir, en inventarlo —y aquí aparece la ficción— para proyectar en esa invención sus aspiraciones, ideales, deseos y miedos. Se trata de una poderosa vertiente imaginativa alimentada desde arriba y desde abajo. Un propósito, más o menos consensuado, de las élites dominantes y dueñas del poder político, económico y cultural, en colaboración con una amplia base social que se ha reconocido en personajes, leyendas y mitos formulados por tales élites. Es decir, si bien los relatos de identidad han sido creados por la cultura hegemónica, las clases populares los han corroborado, en un caso particular de relaciones horizontales y de compadrazgo. Hay que anotar, no obstante, que el compadrazgo antioqueño, o lo que otros, como el académico norteamericano Raymond L. Williams, han llamado “la tradición igualitaria”, es uno de esos mitos.  Los antioqueños hemos elegido los límites y los relatos desde los cuales reconocernos como colectividad. Pero mi interés también fue ver y entender cómo hemos contribuido a fundar las prácticas y los discursos que impugnan ese relato o esos relatos oficiales. Porque este no es libro sobre un paraíso o una Arcadia de armonía social destinado a sumar más fantasía e imaginación a las ya existentes. Se examinarán los acuerdos al mismo tiempo que las batallas, contradicciones y luchas dentro de esta malla imaginaria. El tipo de individualidad que un grupo humano produce no es, como dice el teórico literario Terry Eagleton, “solo un lugar de creatividad y de liberación, sino también de subyugación y emprisionamiento”. O viceversa.  El libro está organizado en ocho partes que admiten distintos tipos de recorridos. Cada una de ellas se ocupa de un tipo o sujeto social característico de la tradición antioqueña, y que ha generado una vertiente de producción cultural, sin distingo de si se trata de alta cultura, cultura de masas o cultura popular. Con estos tipos sociales no pretendo construir una galería de héroes culturales, si bien reconozco que un propósito así pudo tener sentido en algún momento del decurso histórico. El recorrido parte de un núcleo que considero esencial para entender la mentalidad antioqueña: la casa, en su dimensión a la vez material y simbólica. La provincia más importante del mundo El primer apartado, por ejemplo, está centrado en la figura masculina del colonizador, un arquetipo fundador de la identidad antioqueña. Esta figura, nómada por excelencia, me permitirá hacer algunos esbozos sobre lo que significa la casa como centro espiritual de la cultura antioqueña. Fue en procura de esa casa propia, de “fuertes vigas, fuertes pilares, fuertes paredones”, que el antioqueño colonizador se hizo a los caminos y a la aventura, siempre con la pulsión o el deseo de asentarse. El colonizador cuenta con una apreciable iconografía, pero este libro no pretende ser un extenuante inventario de referencias culturales. En cada figura arquetípica se identificará alguna producción cultural que la afirma o la recrea, con frecuencia —aunque no siempre— de manera crítica.  Muchos son los libros y autores que inspiran mi intento de elucidar el lugar del que provengo, y del que se originan mi desazón, pero también una leve esperanza de sosiego. Me seduce la visión irritada e irritante que sobre algunas ciudades tuvieron ciertos escritores de la tradición ensayística latinoamericana, su voluntad de recorrerlas no siguiendo más método que “(e)l divagar por las calles de un hombre solitario que ni siquiera se ha propuesto un paseo agradable”, tal como lo afirma Ezequiel Martínez Estrada en La cabeza de Goliat. Microscopía de Buenos Aires. Su acercamiento a la capital argentina, como él mismo lo definió, se basó en “conocimiento intuitivo y convivencia espiritual”, dos maneras de acercarme a mi “objeto” que quisiera reivindicar como propias en la hechura de este libro. También me inspiró la vehemencia crítica, que es una forma de amor, con la que Sebastián Salazar Bondy arremete en Lima la horrible contra una supuesta Arcadia colonial, una forma equívoca y común de idealizar a la Lima tradicional, que oculta la manera en que la ciudad “se ordenó en función de rígidas castas y privilegios de fortuna y bienestar para unos cuantos en desmedro de todo el inmenso resto”.  Martínez Estrada y Salazar Bondy disponían de un objeto de estudio más limitado y concreto como es una ciudad, aunque ella misma sea inmensa, inabarcable o desprolija. El mío es, por el contrario, un objeto aún más elusivo, que desborda incluso una limitación territorial —pues sabemos que la cultura y la mentalidad antioqueñas se han diseminado más allá de sus fronteras—, en la línea de Octavio Paz en El laberinto de la soledad o Roger Bartra en La jaula de la melancolía, ambos en relación con la escurridiza identidad mexicana. La búsqueda de respuestas en torno a aquello que define un ethos o una mentalidad regional o nacional puede adolecer, en estos tiempos que corren, de un desfase temporal. Los grandes ensayos pioneros que trataron de especular sobre estas mentalidades/identidades estuvieron de algún modo vinculados con los proyectos nacionalistas y populistas que proliferaron en Latinoamérica entre las décadas de 1930 y 1950; o pudieron ser también su crítica e impugnación. Así que con el retorno a preguntas de esta naturaleza se corre el riesgo de que la indagación quede atrapada o se vuelva instrumental para nuevos nacionalismos/populismos. Para prevenir esta cooptación elijo enfatizar los elementos ficcionales o espurios: el ensayo se retrotrae a lo lírico y a su “limitado” rango. Y en otra contracción, que tiene un propósito similar, escojo hablar desde la casa, es decir, desde lo íntimo de la experiencia, con la ilusión de que esta experiencia, al decirse y exteriorizarse, rebose de implicaciones públicas y políticas.  Pienso en La Casa —como ya se verá— como nudo simbólico en torno al cual siempre merodea el antioqueño. Tener una casa, construirla y habitarla, salir de nuevo de ella para andar el ancho mundo y extrañarla, y convertirla en empozada nostalgia, constituye la épica privada del antioqueño. Ese es su sino. Quizá la aspiración de habitar una casa, de ser propietario, está en el corazón del anhelo de todo individuo y por extensión de toda cultura, que siempre es una suma, no necesariamente homogénea, de individualidades. Solo que aquí en Antioquia o en los parajes donde se asientan los muchos y dispersos “pueblos antioqueños”, entre estas “Líneas secas, /tajantes”, esa necesidad universal se vuelve imperiosa, apremiante. Aclaro que se hablará de una casa que ya casi no existe más que como nostalgia, y que como tal condensa deseos conservadores de restauración: esa “íntima tristeza reaccionaria” de la que hablaba el poeta mexicano Ramón López Velarde.  Ni contigo ni sin ti: sobre la mentalidad antioqueña Esa casa, que fue tradicionalmente habitada por una familia numerosa, y por miembros ajenos al mito de la familia nuclear, se subdividió en espacios particulares que fueron como satélites de un planeta mayor. Tomemos el caso del comedor, que es el espacio por excelencia del padre, el lugar desde donde este, en la “casa ideal”, ejerció una autoridad vigilante, a veces matizada o apenas insinuante, pero casi siempre indiscutible (la autoridad de la madre, aun existiendo, fue otra cosa). Como elemento arquitectónico, el cancel del comedor cumplía funciones de protección y separación; sus entreluces reúnen la doble condición de intimidad y vigilancia. La casa fue un espacio de amparo ante la intemperie que supone el mundo de afuera; pero a la vez fue un espacio reglamentado, en cuya codificación se asignaron los lugares simbólicos para cada miembro de la familia. La casa tuvo espacios próximos o lejanos a partir de uno o varios núcleos que pueden ser la sala principal, el mencionado comedor y la cocina. Habitar o ser asignado, elegir o ser relegado a uno u otro espacio se cargó así de significados. Aunque en efecto esa casa grande exista cada vez menos, o sobreviva reformada, ha impreso una profunda marca en el carácter de quienes la habitamos. Somos las huellas andantes de esa experiencia.  La habitación más lejana —contigua al patio de atrás o solar— fue, por ejemplo, el espacio del arrimado, un tipo singular de sujeto que perteneció, sin pertenecer, a la casa. Así, en este caso concreto, la realidad material coincidió con un significado simbólico que remite a lo liminar, a la orilla o el margen con respecto al centro.  En la cocina reinó la esposa/madre, pero por allí también merodearon todos —por eso su función de núcleo—, y en especial los niños. En las cocinas antioqueñas se contaban cuentos y se trenzaban mitos. Fue un ágora, distinta al patio en tanto más recogida, pero en todo caso un lugar de intercambio entre padres, hijos, criados, arrimados, recogidos y visitantes.  Quienes renegaron de esa casa, los expulsados de ella, se iban a otras casas. El burdel, no por nada llamado “casa de prostitución”, fue el espacio de la prostituta; pero allí tuvieron acogida quienes querían huir, así fuera temporalmente, de la presión psicológica insostenible que ejercían la casa y sus leyes. El convento fue el espacio de la monja, otro sujeto en fuga. Otraparte (como nombró su casa el filósofo Fernando González) fue el lugar simbólico de quienes escogieron el insilio; aquellos que, no tolerando las condiciones de la vida en esa casa extendida que es la ciudad, la región o la cultura, decidieron vivir sin vivir en ella, en una contradicción de índole barroca.  Por el patio y los corredores también, como por la cocina, circulaban todos (por algo el escritor Darío Ruiz Gómez llamó al patio “la plaza de la casa”); pero los niños hicieron de estos lugares su “habitación propia”. En otro de los confines de la casa, como en la pieza de reblujos, casi fuera de ella pero aún bajo su órbita, habitó el poeta, el renegado.  A partir de esta topografía mi especulación se despliega en otros ámbitos, sobre todo por el apremio de ir al origen de ideas, mentalidades y prejuicios que están vivos y actuales y que se desprenden de un tronco con raíces profundas. La idea de la casa es flexible y restringida a la vez, y se usará en ambos sentidos.  El propósito de este libro es aproximarse a lo antioqueño desde otras matrices de comprensión para ver toda la complejidad cultural de una región que no solo es la Arcadia conservadora de la caricatura política o de la impotencia poselectoral, sino un espacio de amplia heterogeneidad, donde ha tenido cabida a la vez lo ortodoxo y lo blasfemo, la tradición de pensamiento reaccionario y una no menos robusta —y no solo oposicional— tradición de progresismo.  Un libro pues para deshacer prejuicios y no para reemplazar unos por otros.

Qué es ser antioqueñoPedro Adrián ZuluagaEdiciones B, 2020