De las muchas lecturas maravillosas que pude hacer estas vacaciones de diciembre, quizás la que más me impactó fueron las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Bradbury es un autor que yo nunca había leído a profundidad, aunque lo respetaba mucho. Sabía que Fahrenheit 451, la película de Truffaut, estaba basada en un libro de él, y también un capítulo de Los Simpson que siempre me hizo reír: el especial de Halloween en el que Bart tiene la habilidad de cambiar cualquier cosa en el mundo con su mente y vuelve a Homero un juguete. Sin embargo, nunca pensé que su escritura fuera tan poderosa y poética. Imaginé que la mayor parte de sus cuentos y novelas eran artificios ingeniosos situados en un mundo de ciencia ficción que tenía poca conexión con el nuestro. Quizás desconfiaba del género en general, a pesar de que Solaris de Stanislaw Lem ha sido uno de los libros que más me ha impresionado. Pero las Crónicas marcianas han cambiado completamente mi percepción sobre el autor y sobre el género. Me hicieron caer en cuenta de que, como lo hace Black Mirror —la serie que Netflix destruyó—, los autores de ciencia ficción encontraron la mejor manera de escribir acerca nuestro mundo y nuestro presente imaginando mundos alternativos, futuros posibles pero todavía no concretos, para advertir de los peligros que se avecinan si no modificamos nuestra manera de vivir.
El escritor Ray Bradbury, autor de Farenheit 451 y de las Crónicas marcianas. Foto: Getty Images Lamentablemente, las Crónicas marcianas de Bradbury fueron publicadas en 1950 y por derechos de autor yo no podría traducir una de ellas para compartirla en este espacio. Así que me contentaré con traducir un poema de Lord Byron que él utiliza en la que ha sido mi crónica favorita, que deriva su título de uno de los versos del poema de Byron: “Y la luna seguirá resplandeciente”. Pero antes de hacerlo, quisiera contextualizar el poema en el relato de Bradbury, para que se perciba mejor su belleza y la relevancia que le veo en el momento actual que vivimos. La crónica es la de junio del 2001, el futuro que imaginaba Bradbury que ya es nuestro pasado. En ella el escritor narra la cuarta expedición de los seres humanos al planeta Marte, que al llegar ahí encuentran completamente deshabitado. Pero no porque Marte no fuera capaz de albergar vida (de hecho, las tres crónicas precedentes nos habían familiarizado ya un poco con los marcianos) sino porque todas las ciudades que encuentran los astronautas parecieran haber sido creadas hace miles de años y luego abandonadas, tras un episodio apocalíptico indeterminado. Sólo una ciudad parece haber sobrevivido al cataclismo y cuando uno de los expedicionarios va a visitarla encuentra que todos sus habitantes murieron recientemente, de varicela. “¡Varicela, por Dios, varicela!”, piensa Spender, el protagonista del relato. “Una raza entera se crea durante millones de años, se vuelve sofisticada, construye ciudades como aquéllas, hace todo lo que puede para adquirir respeto y belleza, y luego muere. Una parte muere lentamente, a su tiempo, antes de nuestra llegada, con dignidad. ¡Pero el resto! ¿Acaso el resto de Marte muere de una enfermedad de nombre solemne o aterrador o majestuoso? ¡No, en nombre de todo lo que es sagrado, tenía que morir de varicela, una enfermedad de niños, una enfermedad que ni siquiera mata niños en la Tierra! No es justo, no está bien. ¡Es como decir que los griegos murieron de paperas o que los orgullosos romanos murieron en sus hermosas colinas por hongos en los pies!”. Es muy posible que al darle semejante muerte a la civilización marciana, Bradbury no estuviera pensando en los griegos o en los romanos sino en civilizaciones más anónimas, más ajenas a la historia occidental. En realidad, es muy posible que Bradbury estuviera aludiendo a las incontables civilizaciones no-europeas que perecieron al entrar en contacto con la europea, en parte por la violencia con que les fue impuesta la colonización, pero mayormente por la cantidad de patógenos extraños que los europeos introdujeron en sus ecosistemas. Hoy en día se cree que la viruela, traída en los barcos de los españoles, mató a más miembros de comunidades indígenas durante la Conquista que los cañones y las espadas que también cruzaron el mar. Las enfermedades biológicas fueron un elemento clave en la subyugación violenta del continente americano. Tan así que en Estados Unidos se tiene registro de la instrumentalización de la viruela en la guerra de los ejércitos británicos (y luego estadounidenses) contra las comunidades nativas, a quienes los soldados regalaban cobijas infectadas del virus. Consciente de esa historia, Spender empieza a sospechar que la llegada de los humanos a Marte no puede traer nada bueno. Horrorizado por el comportamiento de sus compañeros de expedición, que, embriagados de su propia vanagloria, pretenden reclamar propiedad de la tierra que acaban pisar, Spender decide apartarse de ellos y embarcarse en una aventura propia para intentar comprender lo que había en el planeta antes de su llegada. Qué tan vinculada está esta crítica de la imaginaria colonización de Marte con los fenómenos de colonización pasados se hace patente más adelante en el relato, cuando en el marco de una confrontación con sus compañeros, Spender intenta explicarle a su capitán los motivos de su conducta. “Cuando yo era niño, mis papás me llevaron a Ciudad de México. Siempre recordaré la manera en que se comportó mi papá – ruidosa y abusivamente. Y a mi mamá no le agradó la gente porque eran demasiado morenos y no se bañaban lo suficiente. Y mi hermana no hablaba con la mayoría de ellos. Yo fui el único al que realmente le gustó ir allá. Y puedo imaginarme a mi mamá y a mi papá llegando a Marte y actuando de la misma manera. “Cualquier cosa que sea diferente no es buena para el estadounidense promedio. Si no tiene plomería como la mayoría de nuestras ciudades, entonces no vale la pena. ¡Imagíneselo! ¡Dios, imagíneselo! Por no hablar de – la guerra. Usted oyó los discursos que hicieron en el Congreso antes de nuestra partida. Si las cosas funcionan con nosotros, esperan poder establecer tres centrales atómicas y depósitos de bombas atómicas en Marte. Eso sería el fin de Marte; todas las cosas maravillosas que hay acá desaparecerían. ¿Cómo se sentiría usted si un marciano llegara y vomitara alcohol barato en el piso de la Casa Blanca? (…) “Y luego vendrá la disputa del poder y los intereses. Los hombres del mineral y los hombres de las agencias de viaje. ¿Se acuerda de lo que pasó en México cuando llegaron Cortés y sus amigos de España? Una civilización entera destruida por racistas avariciosos que se creían superiores. La historia nunca perdonará a Cortés”.
Ahora bien, el lector que haya llegado hasta acá se puede preguntar qué tiene que ver todo esto con la actualidad, de qué nos sirve recordar las atrocidades del proceso de colonización de América en el mundo contemporáneo. Pues más allá de que la colonización no es un fenómeno que se haya quedado en el pasado sino una estructura sociopolítica que sigue muy vigente en nuestros días, como he intentado argumentado en otras ocasiones en este espacio, con la presencia cada vez más cercana y amenazante del cambio climático cabe recordar que el holocausto ambiental que vivimos hoy en día está muy conectado con la imposición colonial del sistema capitalista a lo ancho del planeta. La actitud destructiva hacia la naturaleza que ha posibilitado la desaparición de tantos ecosistemas y tantas especies de animales y plantas y árboles y seres vivos en general es el resultado de un desarrollo económico e ideológico que nos tiene al borde del apocalipsis. Spender expresa a la perfección la destrucción que conlleva el proceso de colonización capitalista cuando dice: “Nosotros los terrícolas tenemos un talento para arruinar cosas grandes, hermosas. La única razón por la que no pusimos puestos de perros calientes en medio del templo egipcio de Karnak es porque era muy lejano y no iba a cumplir con mayor propósito comercial. Y Egipto no es nada más que una pequeña porción de la Tierra. Acá todo es antiguo y diferente y tendremos que establecernos en algún lugar y empezar a dañarlo todo. Llamaremos al canal el Canal Rockerfeller y a la montaña la Montaña del Rey Eduardo y al mar el Mar de Dupont, y habrá ciudades nombradas en honor a Roosevelt y a Lincoln y a Coolidge y nunca nada estará bien, pues estos lugares ya tenían su nombre adecuado”. Por último, cabe señalar la conexión que existe entre este discurso anticolonial y ambientalista con el discurso animalista, tan en boga en nuestros días. Pues, en efecto, la actitud destructiva hacia la naturaleza que desafortunadamente como especie hemos abrazado es en parte consecuencia de una evolución ideológica que nos pone a antípodas de la naturaleza y los demás animales. En lugar de convivir de la manera más armoniosa con las demás especies que habitan nuestro planeta hemos optado por establecer una jerarquía que nos pone a nosotros en la cima y justifica la violencia que cotidianamente, principalmente a través de nuestra alimentación, ejercemos contra los animales. De tal manera hemos desatendido la lección más sencilla que ellos tienen para ofrecernos y que nuestra razón, ese instrumento que orgullosamente blandimos como prueba de nuestra superioridad, olvida tan a menudo. “Los marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no cuestiona la vida. Vive. Su razón misma para vivir es la vida; disfrutar y gozar de la vida. (…) "El hombre se volvió demasiado hombre y no lo suficiente animal en Marte también. Y los hombres de Marte se dieron cuenta que para poder sobrevivir debían dejar de preguntar esa pregunta una y otra vez: ¿por qué vivir? La vida era su propia respuesta. La vida era la propagación de más vida y el vivir la vida de la mejor manera posible”. Así que, al calor de los incendios australianos, recordemos el poema de Lord Byron que Jeff Spender recita mientras camina por la última ciudad de Marte. Un poema, dice Spender, que “encaja en esa ciudad y en el modo en que se deben sentir los marcianos, si queda alguno de ellos para sentir”. Un poema, dice Spender, que “pudo haber sido escrito por el último poeta de Marte”. Así que ya no seguiremos merodeandoTan tarde en la noche doliente,Aunque el corazón siga amandoY la luna seguirá resplandeciente. Pues la espada la vaina ha de gastar,Y el alma ya ha agotado el pecho,Y el corazón debe detenerse a respirar,Y el amor mismo debe descansar en el lecho. Aunque la noche fue hecha para amar,Y el día pronto ha de retornar,En algún momento hemos de parar,Y a la luz de la luna desistir de vagar.