En octubre se publicó Cuentos completos, la colección de cuentos de Roberto Bolaño editada por Alfaguara. Es una edición limpia, completa, ordenada, bien prologada. Pero a mí, mucho más que la edición per se, lo que me quedó fue el peso de conciencia de no hacer algo más por difundir un autor y una obra cuya disrupción siento que merece mucha más atención de la que se le ha dado. Y es que, a diferencia de la mayoría de la literatura latinoamericana contemporánea (especialmente la colombiana, la que más nos concierne), la obra de Roberto Bolaño no se limita a darle un lugar a la violencia desde una voz autoral hegemónica. No es Héctor Abad Faciolince narrando desde una posición social y económicamente privilegiada toda una violencia colombiana que recae sobre su padre; no es Laura Restrepo constituyéndose como la voz de la violencia desde el interior de la misma; no es Juan Gabriel Vásquez narrando con especificidad un pasado violento que aún está presente de diferentes formas. Bolaño rompe con la noción –tan colombiana– de que la literatura debe denunciar la violencia desde un lugar de privilegio y presenta otra en la que la literatura y sus autores son tan (necesariamente) violentos como su contenido en tanto pertenecen y responden a las mismas dinámicas socioeconómicas contemporáneas. Es la voz abierta y conscientemente violenta que se reconoce (en) presente. Como autor, el chileno no parece entenderse a sí mismo desde un lugar ajeno a las dinámicas de violencia contemporáneas; como narrador, en ninguna de sus obras se constituye como un agente que desconozca los procesos de violencia en los que está inscrita su producción. Su poesía, sus entrevistas, sus ensayos, sus cuentos y sus novelas operan dentro de esta misma lógica. Todo ese universo que empezó a construir desde sus primeros escritos y que se vislumbra fragmentariamente en sus cuentos (al menos antes de ser compilados) se condensa en 2666 (2004). Es allí, además, donde toda la violencia chilena y latinoamericana manifestada en sus obras anteriores se extiende a las dinámicas económicas y políticas del siglo XX y el siglo XXI y, asimismo, donde surgen las preguntas definitivas por el lugar del autor, el negocio editorial, la crítica, la academia y la literatura dentro del universo explícita y aceptadamente violento dentro del que operan. Citando a Baudelaire, Bolaño abre la novela con “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”, un verso de “El viaje”, el poema 126 de Las flores del mal. Desde acá sabemos que el orden bajo el que opera el texto (como toda su obra) será invertido: los oasis tradicionales son un centro de vida en medio de un ambiente hostil. Acá el oasis se constituye como el horror central –la vida– que está rodeado por todo lo que también contiene horror pero desde violencias menos explícitas, menos espectaculares, menos consumibles. En palabras de Žižek, esta es la violencia subjetiva – cotidiana, visible–, en contraposición a la objetiva –profunda y basal, que yace en el sistema y el lenguaje–. Es decir, Bolaño y su obra nos dicen que la violencia latinoamericana no es una violencia propia de Latinoamérica. Es una violencia global, propia del Estado de derecho, y exacerbada a partir de los procesos de acumulación capitalista y la irrupción del neoliberalismo. La violencia no es una operación que irrumpa con el orden del poder y la soberanía. Al contrario, es en la violencia en donde estos órdenes se legitiman y se sostienen. Y en tanto cada continente está ya invadido por la lógica capitalista, el papel de los Estados ha sido disminuido –si no anulado– al ser instrumentalizados por el modelo económico regente de acumulación; por la mercantilización de todos los sectores y agentes sociopolíticos de la sociedad. De esta manera, aunque aún más espectacular y explícita, la violencia subjetiva colombiana y latinoamericana no es más que otro síntoma del contexto mundial del que ahora son parte –la violencia objetiva–. Le puede interesar: Entretenimiento versus ‘línea dura‘: dos miradas sobre la escritura Y en tanto globalizada y entendida como sistémica, la violencia es normalizada. “La parte de los crímenes”, la parte IV de 2666, está escrita casi como un informe forense en la que el narrador va dando detalles sobre las mujeres asesinadas. No hay lamentaciones, o redenciones: simplemente datos médicos y personales de las víctimas. Allí la muerte es asumida como normal porque esos cadáveres se encuentran permanentemente. No hay un solo asesino, no hay un patrón en los cuerpos, y así la mayoría de crímenes queda sin resolver. Y en este sentido, nuevamente, la violencia no es sólo la de los victimarios que arrojan los cadáveres por todo Santa Teresa –representación de Ciudad Juárez–, sino también la de la policía, la de los conciudadanos, la de los mexicanos, la de los latinoamericanos y la de todos, que sabemos que los feminicidios se han vuelto parte de la vida diaria en la frontera y no hacemos nada para evitarlo. Simultáneamente, la muerte se ha vuelto normativa en tanto se ha establecido como una dinámica constitutiva de los órdenes social, económico y político contemporáneos. No es sólo que los asesinatos tomen lugar repetidamente, sino que los asesinatos deben seguir tomando lugar para que no haya necesidad de tratar las problemáticas violentas, ni mucho menos de permitir que sea evidente que esas problemáticas son normativas, “objetivas”, sistémicas. Bajo este escenario, parece entonces que desde Bolaño los roles del intelectual y de la literatura contemporáneos no son redentores, salvadores, ni mucho menos privilegiados. No forman parte del centro de poder desde el que se dictamina y organiza la soberanía. Pero tampoco se asumen como víctimas, como márgenes que están buscando una voz que se les ha negado. Ambos operan dentro y desde la misma lógica violenta que los circunda. Están inmersos en esa violencia, y son también esa violencia. Bolaño y su obra no están denunciando la violencia, no están buscándole una solución, no están intentando salvarse ni salvar a sus lectores; están desnudándola y presentándose como actores tan violentos y tan violentados como las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, de las dictaduras del Cono Sur, de la frontera entre México y Estados Unidos, de las guerras armadas en Colombia, etc. En Bolaño, a diferencia de lo que pasa en los escritores colombianos, el intelectual y la literatura contemporáneas no son simples actores de una violencia que los abruma, o que los confronta. Su intención no es terminar con ella porque, de hecho, se reconocen también en ella. Como todos nosotros la protagonizan, la extienden y la sufren; se constituyen en ella, y la necesitan para sobrevivir dentro de las dinámicas neoliberales y capitalistas contemporáneas. Con Bolaño (y Bolaño mismo), el autor deja entonces de constituirse como un simple narrador de la violencia. Su papel no es el de crear una representación de la violencia, ni siquiera verbalizar su experiencia de la violencia. Es, desde la narración y el contenido mismo de su obra, ser una experiencia violenta. El autor no es un ser privilegiado que tiene la capacidad de salirse de su contexto y ver la violencia desde afuera. El autor y su obra deben entenderse, centralizarse como horror, como parte de esa violencia –tanto la subjetiva como la objetiva– y ser conscientes de que es imposible salirse de ella. Le puede interesar: En busca de Roberto Bolaño Bibliografía Bolaño, Roberto. 2666. Bogotá: Alfaguara, 2016. Bolaño, Roberto. Cuentos completos. Bogotá: Alfaguara, 2018. Villalobos-Ruminott, Sergio. Heterografías de la violencia. Historia, Nihilismo, Destrucción. Adrogué: Ediciones La Cebra, 2016. Žižek, Slavoj. Violence: Six Sideways Reflections. New York: Picador, 2008.
La edición de los Cuentos completos de Roberto Bolaño de Alfaguara.