Recuerdo de Siberia la discrepancia entre el olor a pintura fresca de las habitaciones y sus pequeñas imperfecciones. Mordiscos minúsculos en las aristas de las paredes, rastros de pintura en los cordones de las cortinas o brochazos diminutos que luego de transgredir el límite del muro, manchaban la puerta de un armario. Lo que habitaba esa casa cuando llegamos no era el aroma plano y unificador de la laca, que tienen los apartamentos nuevos, sino un olor ambiguo que me hacía sentir al mismo tiempo en dos lugares distantes entre sí. Una asimetría entre lo que veía y lo que me decía el olfato. No era un olor triste, aunque tampoco puedo decir que fuese afortunado. Es un olor que desde entonces reconozco de inmediato tan pronto entro a ciertos espacios. No tienen que ser necesariamente grandes. Deben, eso sí, poseer algunas marcas y desperfectos que no alcancen el nivel del deterioro. Y tienen que haber sido habitados. Poblar la casa de objetos tomó mucho más tiempo que el proceso de despojárselos a la anterior para guardarlos en cajas. Por las conversaciones de mis padres y lo que yo mismo podía comprobar, nos iban a faltar muebles. Era un espacio demasiado grande para las cosas que teníamos. Mi papá pasó la tarde arrodillado dando órdenes, pues era el único que sabía cómo armar las camas. Mi mamá se ocupó de clasificar las cajas según lo que estaba escrito en cada una. Si decían accesorios o adornos, las arrastraba a una esquina; si decían cubiertos, objetos del baño o utensilios de cocina, los dejaba en el lugar al que pertenecían. Encarnación se quedó en su cuarto desempacando y desempolvando su colección de santos y rosarios. Tengo entretejidos los recuerdos de lo que hice el resto de la tarde, pero sé que estuve todo el tiempo con mi hermana y Pepe Grillo. Fue solo poner un pie dentro esa casa para sentir que nos hablaba. Los crujidos que emitían los listones de madera con cada paso reverberaban en las habitaciones vacías. Dejamos a nuestros padres en la sala haciendo sus labores e ingresamos a explorar los espacios y corredores. Tratamos de hacerlo en silencio, como si reconocer nuestra nueva casa estuviera prohibido. A medida que avanzábamos, las voces de mis padres se asemejaban a un radio lejano y mal sintonizado y la tibieza del concreto se iba helando. Las paredes exhalaban frío y la humedad se acrecentaba con la sensación de estar ingresando en un laberinto profundo y sin centro. Extendí los brazos y deslicé los dedos por las paredes. Nunca había tocado el concreto cuando hay exceso de humedad. Se sentía como la arcilla cuando aún no se ha secado. Descubrí que si cerraba los ojos y prestaba atención a lo que decían mis yemas, podía palpar pequeñas geografías en las imperfecciones del muro. La cocina era el espacio donde hacía más frío. No parecía que fuera parte de la casa. Tan pronto entramos sentimos el límite invisible y helado que la separaba. Abrimos los cajones con cuidado, pero hicieron un sonido viejo y destemplado. En uno encontramos un tarro de aceite a medio terminar, en otro un paquete de espagueti sin abrir. En el cuarto del lavadero seguía colgado un trapero con las hebras endurecidas por el frío. Fue solo hasta ese momento cuando descubrí que no éramos la primera familia que había vivido ahí. Mi primera reacción fue no tocar los objetos y dejar todo como estaba. Mi hermana, en cambio, encontró una muñeca sentada en una esquina. La abrazó y en seguida la adoptó. No le faltaba ninguna extremidad, tenía ambos ojos y aún conservaba el pelo. Salvo por su desnudez, estaba en buen estado. Mi hermana se negó a entregarme la muñeca; todo el resto lo tiré por una de las ventanas. Nunca le conté a mis padres, no porque pensara que había hecho algo malo, sino porque sentía que esas personas seguían viviendo en la inmovilidad de los objetos. Varias veces me quedaba atrás, quieto, experimentando cómo el eco de la madera parecía prolongarse en el olor químico que despedían los muros. Mi hermana seguía sola, pero después de caminar algunos metros, volvía apurada porque le daba miedo recorrer la casa por su cuenta. Las puertas se abrían y se cerraban solas. Pepe Grillo les ladraba. Mi hermana me jalaba del brazo para ponerme a su altura y me susurraba al oído que la casa estaba viva. Le contamos a mi papá lo de las puertas, nos aseguró que se debía al viento que entraba por las ventanas, aunque me prohibió que las cerrara, de otra forma el olor químico del thinner se inmovilizaría en el aire durante semanas. Nombre total: cinco poemas de Emilia Ayarza A veces puedo vernos, a mi hermana y a mí con Pepe Grillo en los brazos de cualquiera de los dos, de pie en alguna de las habitaciones que seguían vacías y la nariz pegada a un muro. O estamos los tres mirando por el ventanal de la sala, desde el cual se alcanzaba a ver la carretera mal pavimentada por la que se ascendía a la fábrica. Otras veces me veo contemplando desde la ventana de mi cuarto el farol y el árbol que adornaban el patio, donde sin importar lo fuerte que venteara, las cosas se mecían tan despacio que era posible seguir el ritmo de las hojas y hasta ver el movimiento del viento en la coreografía del pasto que hacía meses nadie había cortado. La desproporción que alcanzó el tiempo en ese lugar ha unificado y ralentizado mis recuerdos al punto de que no puedo asegurar si los primeros días, en lugar de pasearme por la casa en compañía de mi hermana y Pepe Grillo, estuve abrazado a mí mismo con la cara recostada en una esquina, contemplando con minucia una mancha diminuta que me hubiera aprisionado. O quizás sí estuve todo el tiempo con ella y oler el thinner en la pintura fresca de los muros fue lo único que hicimos para matar el tiempo durante los primeros e interminables días que pasamos en Siberia. Mi hermana nació cuando yo tenía cuatro años. Sé por mis padres que días antes de la fecha prevista en que mi mamá daría a luz, mi papá me regaló una película de Pinocho para compensar el hecho de que yo ya no sería el único hijo de la casa. Mi mamá optó por regalarme un perro. Según ella, inspirado en la película, insistí tanto en que el animal se llamara Pepe Grillo que terminaron por hacerme caso. Era un perro pequeño y sin raza, negro, de patas cortas y amarillas. Siberia era un lugar helado, donde no se oía un solo ruido. Pronto la casa se llenó de cajas abiertas y de muebles que, al no estar completamente armados, lucían devastados. Poco a poco mi mundo adquirió la apariencia de un lugar de paso. Días antes, cuando mis padres me dijeron que nos cambiábamos de casa, la idea de viajar hacia lo desconocido me había llenado de euforia y un vacío inmenso se las arregló para caber en mi barriga. Pero una vez rodeado de cajas maltrechas por el viaje y de vernos acompañados solo por el eco de nuestros propios pasos, la euforia se mezcló con la decepción de descubrir que dejarlo todo en su sitio tomaría días, tal vez semanas, y que mientras tanto tendríamos que vivir en ese tránsito que no terminaba de parecer un hogar. Los objetos, familiares cuando adornaban nuestra anterior casa, ahora parecían pertenencias ajenas que otra familia hubiera abandonado ante la prisa por huir. Con el paso de los días, el trayecto desde la ciudad hasta Siberia me parecía menos real y más una película proyectada en la ventana del carro. Mi papá manejó siempre en silencio, como si tuviera que esforzarse demasiado en seguir la carretera quebrantada por las gotas de rocío que se habían adherido al panorámico. Mi mamá no dejó de mirarse los pies y solo unas cuantas veces levantó la cara hacia el paisaje. Encarnación llevó sobre las piernas a mi hermana todo el camino. Yo cabeceé mucho mientras salíamos de la ciudad y no me di cuenta en qué momento los edificios se habían vuelto una maqueta desmembrada por mordiscos de pasto o cuadrículas de tierra arada. Poco después, lo único construido por el hombre se adivinaba como puntos blancos que destellaban diseminados en el fondo de un valle ensombrecido por desfiladeros. Recuerdo que comenzó a hacer frío, o al menos cuando pienso en ese día siento frío. Encarnación me habrá puesto la chaqueta porque estoy escurrido dentro de ella como un animal con caparazón que apenas asoma la mitad de la cabeza. Desde esa sensación de protección, veo cómo una nube de niebla rebosa la hondonada hasta cubrir la carretera. La niebla hace imposible ver el valle, noto el reflejo de Encarnación en la ventana. Llevaba la boca apenas abierta, los músculos de su cara estaban distendidos, las arrugas profundas de la frente parecían las cicatrices rituales de un indio. Muchas veces la había encontrado así, con ese gesto que la hacía irreconocible, sentada en una silla de la cocina y contemplando una baldosa, como si en lugar del piso se extendiera un cráter negro. Me desentendí de su reflejo y enfoqué la mirada hacia lo que fuera que observaba. Cuando la neblina lo permitía, a lo lejos, pasaban fotogramas de una cuenca despoblada. Un árbol que se desborda: ‘Volver a comer del árbol de la ciencia‘, de Juan Cárdenas No sé cuánto habré cabeceado somnoliento o si estuve el resto del recorrido sosteniéndole demasiado tiempo la mirada al cielo, pero cuando abrí los ojos, los despeñaderos y la hondonada habían sido reemplazados por colinas arborizadas con eucalipto. Por encima de los árboles más altos se asomó una torre, la primera señal de vida humana desde que habíamos dejado la ciudad. Luego me di cuenta de que no era solo una; descendían en fila desde la cresta de los cerros hasta la carretera, donde se interrumpían para darle paso a los carros, y continuaban su camino a través del bosque al otro lado de la vía. Se podían contar dos o tres torres más; la que seguía apenas se intuía mientras ingresaba en un manto de neblina tan denso como el humo de un incendio. Entre torre y torre colgaban varios cables por los que pasaban unas canecas. Pregunté si alguna vez podríamos ir al colegio subidos en una de ellas. Mis padres sonrieron; luego mi padre dijo que esas vagonetas se caían todo el tiempo y nos advirtió, con el tono de un regaño, que nunca nos paráramos demasiado tiempo debajo de esos cables. Después de zigzaguear una carretera despavimentada y sin yo haber visto un solo ser humano, mi papá dijo que habíamos llegado. En el aire flotaba una tenue nube de neblina que, luego descubrí, no se iría nunca, sin importar la época del año, tampoco que fuera de noche o de día. Se asomaron las primeras casas; cubos blancos, pesados, como tallados a partir de un solo bloque de concreto. La vegetación se interrumpió de tajo y dio paso a un claro de límites precisos. En Siberia casi nunca había atardecer; la oscuridad lo envolvía todo con una rapidez agresiva. Era un fenómeno que examiné muchas veces desde el ventanal de la sala. A las cinco de la tarde las farolas exteriores se encendían, al tiempo los muros de la casa, los cerros a lo lejos y hasta la niebla adquirían un azul grisáceo. Segundos más tarde, lo único que se veía era el reflejo del propio rostro en la ventana superpuesto a una oscuridad sin dimensiones, a los círculos de pasto que la luz de las farolas lograba iluminar y a las nubes de insectos revoloteando en torno a las capuchas del alumbrado. Era una danza que incluía golpearse una y otra vez, toda la noche, contra el cristal. Muchos de ellos se sentían atraídos por la luz de la casa. Nunca supe por dónde entraban porque a las cinco de la tarde era obligatorio cerrar todas las ventanas. En su mayoría eran polillas y, al igual que sucedía afuera, aleteaban en torno a los bombillos. Sus siluetas agigantadas se proyectaban sobre los muros recreando un teatro de sombras. Durante mucho tiempo imaginé la llegada del día en el que, mientras cenáramos reunidos en torno a la mesa, las sombras de esos animales angustiados saltarían de las paredes para cobijarnos a todos con sus alas. Siempre me pareció que los bombillos de la casa no alumbraban lo suficiente el área de las habitaciones. Además, esa primera noche no llevábamos el número necesario de bombillos para iluminar todos los espacios. Algunos corredores y rincones tuvieron que quedarse a oscuras. Supongo que, para no dejar ninguna habitación sin luz, tuvimos que alumbrar la sala con un solo bombillo y prender la chimenea, porque recuerdo estar comiendo bajo una luz débil y amarilla que fluctuaba en nuestras caras y desfiguraba nuestras fisionomías. Sé que sonaba una canción muy triste, no recuerdo qué decía, pero tengo esta imagen de los seis, incluido Pepe Grillo, sentados en el piso junto a un fuego, con los alimentos sobre una caja, que hacía las veces de mesa, mientras el lamento de una mujer llenaba la casa. Esa noche, cuando era hora de dormir, mi mamá me puso la pijama, se sentó al borde del colchón y entonó la canción que repetía todas las noches. Duerme, duerme negrito, que tu mama está en el campo. Te va a traer rica fruta para ti. Te va a traer carne de cerdo para ti. Te va a traer muchas cosas para ti. Yo me acurrucaba de lado y metía las manos entre los muslos, mientras su mano acariciaba mi frente y su voz cantaba que si el negro no se dormía, iría el diablo blanco y le comería la patita. Cuando mis ojos comenzaban a cerrarse me dejaba un beso y se iba. Esa noche no me dormí. Ella salió de la habitación y apagó la luz; yo me quedé mirando las tablas de la cama que no habían alcanzado a armar, esperando a que llegara el sueño, acostado en el colchón, mientras repetía con el pensamiento duerme negrito, que tu mama está en el campo, trabajando duramente y va de luto, trabajando y no le pagan, trabajando y va tosiendo. Entonces miré por la ventana hacia el jardín, y el reflejo de mi rostro en el cristal se fundió con la farola que iluminaba parte del árbol y su propio círculo de pasto. Aunque conocía esa canción de memoria, por primera vez me pregunté por qué la señora tosía y por qué no le pagaban y por qué mi mamá me cantaba eso, si yo no era negro. Era blanco. La pantera: una columna de Andrea Mejía

SiberiaJuan Nicolás DonosoAnimal Extinto Editorial, 2020