Manhattan, la tienda por departamentos Bloomingdale’s, 1979. En el baño, mientras nadie mira, una modelo de piso se ha internado a leer, aborrecida por aquel trabajo que la conduce a pasearse ceremoniosamente como un maniquí en movimiento; como una plácida aparición que viste la ropa que será vendida a damas estupendas. Es su manera de subsistir y costear la existencia en Nueva York. Ese trabajo –lo ha confesado esa misma mujer décadas después– fue algo breve y odioso. La entonces veinteañera pudo ensayar ese papel por la bendición de tener una figura larga, espléndida, espigada; por ser una rubia con facciones angulares. Hastiada de esa obligación para procurarse un cuarto propio, ella leía. Trataba de mantener viva la fantasía de una experiencia urbana. Su corazón, criado en la modestia y la aridez montañera de paisajes pastorales, había estado puesto fija y nítidamente en irse a Nueva York a resolverlo todo escribiendo. Le puede interesar: Pequeñas tormentas de perdón Esa muchacha repelida por el modelaje, que sorteaba modos de existir en Manhattan para perseguir un oficio históricamente asociado a la penuria, es la escritora norteamericana Siri Hustvedt, quien a finales de mayo pasado fue merecedora del Premio Princesa de Asturias de las Letras. Hustvedt es autora de un libro de poemas, siete novelas y seis obras de ficción. En marzo vio la luz su más reciente novela, Recuerdos del futuro. Y como revelan sus retratos y las fotografías en blanco y negro que anuncian el reciente reconocimiento, también es una mujer resueltamente bella. Elvira Lindo argumentaba alguna vez que la fijación en la apariencia de las mujeres viene cargada de espinas limitantes, pero que también había constricción en no reconocer la belleza en alguien. Mencionaba a Hustvedt en aquel texto Pero a Hustvedt poco o nada le ha interesado ser imagen. Mucho antes del fervor contemporáneo del autorregistro, ya pensaba que ser bella es una especie de performance involuntario que cobra claridad con la conciencia de su propia dimensión visual; con las miradas de los otros en las calles, con que los hombres, al conversarle, insistieran en mirarla y no en escucharla. En Recuerdos del futuro escribe: “Él era uno de muchos, y los muchos han sido mezclados en mi mente para convertirse en uno, un tipo de hombre que he encontrado una y otra vez, un hombre, joven o mayor, cuyos ojos se apartaban continuamente de mi rostro a partes de abajo, un hombre que hablaba y hablaba y hablaba y que no me hacía preguntas, un hombre servicial y sonriente, un hombre conocedor que por motivos que me desconcertaban parecía creer que yo era incompetente en todos los asuntos, grandes y pequeños, un hombre que, al final de la noche, cuando arriesgaba una cena en una irreprimible esperanza de compañía y quizá amor, era todo manos y saliva y necesidades urgentes y quien, aquí, de nuevo, tenía que ser empujado a la fuerza”. Esa subjetividad, ese interés en las ideas, en no querer ser imagen y aún así estar irónicamente condenada por su apariencia, exacerban no solo su belleza escandinava, sino además una especificidad autobiográfica: Hustvedt está casada hace 38 años con el escritor Paul Auster. A los varones que escriben rara vez se les pregunta por su esposa, o cómo logran balancear las variables entre escribir, pensar, ser esposo y padre. Un periodista chileno insistió alguna vez en que Auster necesariamente tenía que ser el responsable de que Hustvedt desplegara un conocimiento alarmantemente especializado en asuntos de neurociencia y psicoanálisis. Una admiradora le preguntó en una carta si no había apartes de El mundo deslumbrante (2014) que habían sido escritos por Auster. La persistencia de esas preguntas, que surgen solo por el hecho de que es mujer, han desconcertado una y otra vez a Hustvedt, pero su reacción no ha sido iracunda ni febril. En su caso, la indignación suele más bien convertirse en series de excursiones inquisitivas; heridas, sí, pero sobre todo ávidas de transformar y comprender. En El mundo deslumbrante, por ejemplo, Hustvedt escribe un bricolaje de narrativas en primera y tercera persona que cuentan la historia de Harriet Burden, una mujer que, pasados los sesenta años, se convierte en la viuda de un centelleante marchante de arte en la escena de Manhattan, y cuya propia obra artística había estado persistentemente relegada. Decide entonces invitar a tres artistas masculinos y reconocidos a operar como sus autores fantasmas. Solo entonces, bajo esos nombres masculinos, se le concede un ligero reconocimiento a su trabajo. “Me dio la impresión de que ella sentía que su feminidad, su cuerpo y su tamaño habían interferido de algún modo en su vida”, escribe la voz de la hija de Harry en esta novela sobre prejuicios inconscientes. En la obra de Hustvedt abundan las vidas oníricas vivaces, obras de arte detalladamente descritas, series de cajas y habitaciones, viajes a otros tiempos. Como pensadora, tiende puentes entre ciencia y arte, neurociencia y teorías de la percepción, psiquiatría y filosofía. Muchos de sus personajes femeninos, como Harry en El mundo deslumbrante, o Iris en Los ojos vendados (1992), exploran la posibilidad de vestirse masculinamente, literal o figurativamente, para comprobar si, de hecho, un envoltorio distinto tiene consecuencias y efectos distintos en relación con los otros. De allí que en su obra se cuestionen informada y cerebralmente los significados de aquello que se ha codificado como masculino y femenino. Su desinterés en ser ella imagen es irónico ante la consciencia aguda de la carga que lleva lo femenino como objeto en la tradición pictórica de Occidente. De allí que uno de sus títulos recientes y más provocadores sea La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (2016). La dualidad es otro tema en su geografía intelectual: el intersticio singular entre humanidades y ciencias, la oscilación entre la crianza estadounidense y el linaje noruego, la exploración recurrente entre las orillas de feminidad y masculinidad. La radiante escritora que publica bajo el seudónimo de Elena Ferrante afirmó que “la historia femenina, contada con mayor destreza, significativamente amplificada y sin remordimientos, es lo que ahora debe asumir poder”. La obra de Hustvedt es una representación de eso, de una subjetividad femenina que, entre la memoria y la ficción, se ha encargado también de explorar las divisiones del ser. En sus libros, Hustvedt ha escrito como hombre y como mujer, ha pincelado destellos de su propia vitalidad, de la escritora-casada-con-escritor, de la mujer alerta de determinados prejuicios. Ha dicho que, al cruzar el umbral de los sesenta años, ha experimentado cierto alivio al no sentirse deseable y fértil, como liberada de esa carga. “Como escribo obras de ficción y de no ficción, y tengo interés en la neurobiología y la filosofía (disciplinas que siguen siendo predominantemente masculinas), en mi propia obra personifico la división entre lo masculino y lo femenino, lo serio y lo no tan serio, lo duro y lo delicado”. “Ha dicho que, al cruzar el umbral de los sesenta años, ha experimentado cierto alivio al no sentirse deseable y fértil, como liberada de esa carga” Tal vez por sus aprendizajes científicos y su sello escandinavo, a Hustvedt se le ha acusado –prejuiciosamente– de ser de cierta manera demasiado “cerebral”. Incluso las cadencias de sus entrevistas revelan una cierta cualidad gélida que se derrama, por ejemplo, en las preguntas que plantea sobre la inconsciencia que todos sufrimos ante los prejuicios de género. El mejor ejemplo de eso está en su deslumbrante ensayo “No son competencia”, en el que narra la anécdota de la vez que presentó el libro Mi lucha, de Karl Ove Knausgård. En esa conversación le preguntó al autor por qué, entre cientos de referencias literarias, solo se mencionaba a una mujer. La respuesta del escritor fue cándida: “No son competencia”. Eso, pese a que, como desmenuza Hustvedt con quirúrgica destreza, el texto de Knausgård guarde tantos atributos que lo emparentan a lo que ha sido categorizado como femenino. Una perspectiva nunca es suficiente. Hustvedt explica que ese fenómeno, esa invisibilidad que se les impone a las mujeres, esa tendencia masculina a hablar por encima de ellas no siempre son producto de la malicia o la crueldad. En su forma inquisitiva de hacerse preguntas, Hustvedt explica que la resistencia a las cualidades codificadas como femeninas no es exclusiva de los hombres. Es la inconsciencia de nuestros prejuicios. Y a Hustvedt le interesa, más allá de la ira, el desconcierto o la herida, por qué y de dónde viene lo que ella llama “el efecto del realce de lo masculino”. Comprender por qué. Le puede interesar: Una mirada a la obra completa de Karl Ove Knausgård * Escritora y periodista especializada en moda y equidad, historia y teoría de moda. Autora del libro Mujeres vestidas (2017)