Antes Aunque desconocidos del gran público y pese a figurar de manera muy poco ostentosa en los libros de historia, probablemente las dos personas más influyentes en el destino de Guatemala y, en cierta forma, de toda Centroamérica en el siglo XX fueron Edward L. Bernays y Sam Zemurray, dos personajes que no podían ser más distintos uno del otro por su origen, temperamento y vocación. Zemurray había nacido en 1877, no lejos del Mar Negro y, como era judío en una época de terribles pogromos en los territorios rusos, huyó a Estados Unidos, donde llegó antes de cumplir quince años de la mano de una tía. Se refugiaron en casa de unos parientes en Selma, Alabama. Edward L. Bernays pertenecía también a una familia de emigrantes judíos pero de alto nivel social y económico y tenía a un ilustre personaje en la familia: su tío Sigmund Freud. Aparte de ser ambos judíos, aunque no demasiado practicantes de su religión, eran muy diferentes. Edward L. Bernays se jactaba de ser algo así como el Padre de las Relaciones Públicas, una especialidad que si no había inventado, él llevaría (a costa de Guatemala) a unas alturas inesperadas, hasta convertirla en la principal arma política, social y económica del siglo XX. Esto sí llegaría a ser cierto, aunque su egolatría lo impulsara a veces a exageraciones patológicas. Su primer encuentro había tenido lugar en 1948, el año en que comenzaron a trabajar juntos. Sam Zemurray le había pedido una cita y Bernays lo recibió en el pequeño despacho que tenía entonces en el corazón de Manhattan. Probablemente ese hombrón enorme y mal vestido, sin corbata, sin afeitarse, con una casaca descolorida y botines de campo, de entrada impresionó muy poco al Bernays de trajes elegantes, cuidadoso hablar, perfumes Yardley y maneras aristocráticas. —Traté de leer su libro Propaganda y no entendí gran cosa —le dijo Zemurray al publicista como presentación. Hablaba un inglés dificultoso, como dudando de cada palabra. —Sin embargo, está escrito en un lenguaje muy simple, al alcance de cualquier persona alfabetizada —le perdonó la vida Bernays. —Es posible que sea falta mía —reconoció el hombrón, sin incomodarse lo más mínimo—. La verdad, no soy nada lector. Apenas pasé por la escuela en mi niñez allá en Rusia y nunca aprendí del todo el inglés, como estará usted comprobando. Y es peor cuando escribo cartas, todas salen llenas de faltas de ortografía. Me interesa más la acción que la vida intelectual. —Bueno, si es así, no sé en qué podría servirlo, señor Zemurray —dijo Bernays, haciendo el simulacro de levantarse. —No le haré perder mucho tiempo —lo atajó el otro—. Dirijo una compañía que trae bananos de América Central a los Estados Unidos. —¿La United Fruit? —preguntó Bernays, sorprendido, examinando con más interés a su desastrado visitante. —Al parecer, tenemos muy mala fama tanto en los Estados Unidos como en toda Centroamérica, es decir, los países en los que operamos —continuó Zemurray, encogiendo los hombros—. Y, por lo visto, usted es la persona que podría arreglar eso. Vengo a contratarlo para que sea director de relaciones públicas de la empresa. En fin, póngase usted mismo el título que más le guste. Y, para ganar tiempo, fíjese también el sueldo. Así había comenzado la relación entre estos dos hombres disímiles, el refinado publicista que se creía un académico y un intelectual, y el rudo Sam Zemurray, hombre que se había hecho a sí mismo, empresario aventurero que, empezando con unos ahorros de ciento cincuenta dólares, había levantado una compañía que —aunque su apariencia no lo delatara— lo había convertido en millonario. No había inventado el banano, desde luego, pero gracias a él en Estados Unidos, donde antes muy poca gente había comido esa fruta exótica, ahora formaba parte de la dieta de millones de norteamericanos y comenzaba también a popularizarse en Europa y otras regiones del mundo. ¿Cómo lo había conseguido? Era difícil saberlo con objetividad, porque la vida de Sam Zemurray se confundía con las leyendas y los mitos. Este empresario primitivo parecía más salido de un libro de aventuras que del mundo industrial estadounidense. Y él, que, a diferencia de Bernays, era todo menos vanidoso, no solía hablar nunca de su vida. A lo largo de sus viajes, Zemurray había descubierto el banano en las selvas de Centroamérica y, con una intuición feliz del provecho comercial que podía sacar de aquella fruta, comenzó a llevarla en lanchas a Nueva Orleans y otras ciudades norteamericanas. Desde el principio tuvo mucha aceptación. Tanta que la creciente demanda lo llevó a convertirse de mero comerciante en agricultor y productor internacional de bananos. Ése había sido el comienzo de la United Fruit, una compañía que, a principio de los años cincuenta, extendía sus redes por Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Colombia y varias islas del Caribe, y producía más dólares que la inmensa mayoría de las empresas de Estados Unidos e, incluso, del resto del mundo. Este imperio era, sin duda, la obra de un hombre solo: Sam Zemurray. Ahora muchos cientos de personas dependían de él. Para ello había trabajado de sol a sol y de luna a luna, viajando por toda Centroamérica y el Caribe en condiciones heroicas, disputándose el terreno con otros aventureros como él a punta de pistola y a cuchillazos, durmiendo en pleno campo cientos de veces, devorado por los mosquitos y contrayendo fiebres palúdicas que lo martirizaban de tanto en tanto, sobornando a autoridades y engañando a campesinos e indígenas ignorantes, y negociando con dictadores corruptos gracias a los cuales —aprovechando su codicia o estupidez— había ido adquiriendo propiedades que ahora sumaban más hectáreas que un país europeo de buena contextura, creando miles de puestos de trabajo, tendiendo vías férreas, abriendo puertos y conectando la barbarie con la civilización. Esto era al menos lo que Sam Zemurray decía cuando debía defenderse de los ataques que recibía la United Fruit —llamada la Frutera y apodada el Pulpo en toda Centroamérica—, y no sólo por gentes envidiosas, sino por los propios competidores norteamericanos, a los que, en verdad, nunca había permitido rivalizar con ella en buena lid, en una región donde ejercía un monopolio tiránico en lo que concernía a la producción y comercialización del banano. Para ello, por ejemplo, en Guatemala se había asegurado el control absoluto del único puerto que tenía el país en el Caribe —Puerto Barrios—, de la electricidad y del ferrocarril que cruzaba de un océano al otro y pertenecía también a su compañía. Pese a ser las antípodas, formaron un buen equipo. Bernays ayudó muchísimo, sin duda, a mejorar la imagen de la compañía en los Estados Unidos, a volverla presentable ante los altos círculos políticos de Washington y a vincularla a los millonarios (que se ufanaban de ser aristócratas) en Boston. Había llegado a la publicidad de manera indirecta, gracias a sus buenas relaciones con toda clase de gente, pero sobre todo diplomáticos, políticos, dueños de periódicos, radios y canales de televisión, empresarios y banqueros de éxito. Era un hombre inteligente, simpático, muy trabajador, y uno de sus primeros logros consistió en organizar la gira por los Estados Unidos de Caruso, el célebre cantante italiano. Su modo de ser abierto y refinado, su cultura, sus maneras accesibles caían bien a la gente, pues daba la sensación de ser más importante e influyente de lo que lo era en verdad. La publicidad y las relaciones públicas existían desde antes de que él naciera, por supuesto, pero Bernays había elevado ese quehacer, que todas las compañías usaban pero consideraban menor, a una disciplina intelectual de alto nivel, como parte de la sociología, la economía y la política. Daba conferencias y clases en prestigiosas universidades, publicaba artículos y libros, presentando su profesión como la más representativa del siglo XX, sinónimo de la modernidad y el progreso. En su libro Propaganda (1928) había escrito esta frase profética por la que, en cierto modo, pasaría a la posteridad: «La consciente e inteligente manipulación de los hábitos organizados y las opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática. Quienes manipulan este desconocido mecanismo de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder en nuestro país... La inteligente minoría necesita hacer uso continuo y sistemático de la propaganda». Esta tesis, que algunos críticos habían considerado la negación misma de la democracia, tendría ocasión Bernays de aplicarla con mucha eficacia en el caso de Guatemala una década después de comenzar a trabajar como asesor publicitario para la United Fruit. Su asesoría contribuyó mucho a adecentar la imagen de la compañía y asegurarle apoyos e influencia en el mundo político. El Pulpo jamás se había preocupado de presentar su notable labor industrial y comercial co-mo algo que beneficiaba a la sociedad en general y, en especial, a los «países bárbaros» en los que operaba y a los que —según la definición de Bernays— estaba ayudando a salir del salvajismo, creando puestos de trabajo para miles de ciudadanos a quienes de este modo elevaba los niveles de vida e integraba a la modernidad, al progreso, al siglo XX, a la civilización. Bernays convenció a Zemurray de que la compañía construyera algunas escuelas en sus dominios, llevara sacerdotes católicos y pastores protestantes a las plantaciones, construyera enfermerías de primeros auxilios y otras obras de esta índole, diera becas y bolsas de viaje para estudiantes y profesores, temas que publicitaba como una prueba fehaciente de la labor modernizadora que realizaba. A la vez, mediante una rigurosa planificación, iba promocionando con ayuda de científicos y técnicos el consumo de banano en el desayuno y a todas horas del día como algo indispensable para la salud y la formación de ciudadanos sanos y deportivos. Él fue quien trajo a los Estados Unidos a la cantante y bailarina brasileña Carmen Miranda (la señorita Chiquita Banana de los espectáculos y las películas), que obtendría enorme éxito con sus sombreros de racimos de plátanos, y que en sus canciones promovía con extraordinaria eficacia esa fruta que, gracias a aquellos esfuerzos publicitarios, formaba parte ya de los hogares norteamericanos. Bernays también consiguió que la United Fruit se acercara —algo que hasta entonces no se le había pasado por la cabeza a Sam Zemurray— al mundo aristocrático de Boston y a las esferas del poder político. Los ricos más ricos de Boston no sólo tenían dinero y poder; tenían también prejuicios y eran por lo general antisemitas, de modo que no fue fácil para Bernays conseguir por ejemplo que Henry Cabot Lodge aceptara formar parte del Directorio de la United Fruit, ni que los hermanos John Foster y Allen Dulles, miembros de la importante firma de abogados Sullivan & Cromwell de Nueva York, consintieran en ser apoderados de la empresa. Bernays sabía que el dinero abre todas las puertas y que ni siquiera los prejuicios raciales se le resisten, de modo que también logró esta vinculación difícil, luego de la llamada Revolución de Octubre en la Guatemala de 1944, cuando la United Fruit comenzó a sentirse en peligro. Las ideas y relaciones de Bernays serían utilísimas para derrocar al supuesto «gobierno comunista» guatemalteco y reemplazarlo por uno más democrático, es decir, más dócil a sus intereses. Durante el período gubernamental de Juan José Arévalo (1945-1950) comenzaron las alarmas. No porque el profesor Arévalo, que defendía un «socialismo espiritual» confusamente idealista, se hubiera metido contra la United Fruit. Pero hizo aprobar una ley del trabajo que permitía a los obreros y campesinos formar sindicatos o afiliarse a ellos, algo que en los dominios de la compañía no estaba permitido hasta entonces. Eso paró las orejas de Zemurray y de los otros directivos. En una sesión candente del Directorio, celebrada en Boston, se acordó que Edward L. Bernays viajara a Guatemala, evaluara la situación y las perspectivas futuras y viera cuán peligrosas eran para la compañía las cosas que estaban ocurriendo allí con el primer gobierno en la historia de ese país salido de elecciones realmente libres. L. Bernays pasó dos semanas en Guatemala, instalado en el Hotel Panamerican, en el centro de la ciudad, a pocos pasos del Palacio de Gobierno. Entrevistó, valiéndose de traductores pues no hablaba español, a finqueros, militares, banqueros, parlamentarios, policías, extranjeros avecindados en el país desde hacía años, líderes sindicales, periodistas, y, por supuesto, funcionarios de la embajada de Estados Unidos y dirigentes de la United Fruit. Aunque sufrió mucho por el calor y las picaduras de los mosquitos, cumplió una buena tarea. En una nueva reunión del Directorio en Boston expuso su impresión personal de lo que, a su juicio, ocurría en Guatemala. Hizo su informe a base de notas, con la soltura de un buen profesional y sin pizca de cinismo: «El peligro de que Guatemala se vuelva comunista y pase a ser una cabecera de playa para que la Unión Soviética se infiltre en Centroamérica y amenace el Canal de Panamá es remoto, y yo diría que, por el momento, no existe», les aseguró. «Muy poca gente sabe en Guatemala qué es el marxismo ni el comunismo, ni siquiera los cuatro gatos que se llaman comunistas y que crearon la Escuela Claridad para difundir ideas revolucionarias. Ese peligro es irreal, aunque nos conviene que se crea que existe, sobre todo en los Estados Unidos. El peligro verdadero es de otra índole. He hablado con el Presidente Arévalo en persona y con sus colaboradores más cercanos. Él es tan anticomunista como ustedes y como yo mismo. Lo prueba que el Presidente y sus partidarios insistieran en que la nueva Constitución de Guatemala prohíba la existencia de partidos políticos que tengan conexiones internacionales, hayan declarado en repetidas ocasiones que “el comunismo es el peligro mayor que enfrentan las democracias” y clausurado la Escuela Claridad y deportado a sus fundadores. Pero, por paradójico que les parezca, su amor desmedido por la democracia representa una seria amenaza para la United Fruit. Esto, caballeros, es bueno saberlo, no decirlo.» Sonrió y lanzó una mirada teatral sobre todos los miembros del Directorio, algunos de los cuales sonrieron educadamente. Luego de una breve pausa, Bernays continuó: «Arévalo quisiera hacer de Guatemala una democracia, como los Estados Unidos, país que admira y tiene como modelo. Los soñadores suelen ser peligrosos, y en este sentido el doctor Arévalo lo es. Su proyecto no tiene la menor posibilidad de realizarse. ¿Cómo se podría convertir en una democracia moderna un país de tres millones de habitantes, el setenta por ciento de los cuales son indios analfabetos que apenas han salido del paganismo, o todavía siguen en él, y donde por cada médico debe de haber tres o cuatro chamanes? En el que, de otra parte, la minoría blanca, conformada por latifundistas racistas y explotadores, desprecia a los indios y los trata como a esclavos. Los militares con los que he hablado parecen también vivir en pleno siglo XIX y podrían dar un golpe en cualquier momento. El Presidente Arévalo ha sufrido varias rebeliones militares y conseguido aplastarlas. Ahora bien. Aunque sus esfuerzos para hacer de su país una democracia moderna me parecen inútiles, todo avance que haga en ese campo, no nos engañemos, sería muy perjudicial para nosotros.» «Se dan cuenta, ¿no es cierto?», prosiguió, luego de otra larga pausa que aprovechó para tomar unos sorbos de agua. «Algunos ejemplos. Arévalo ha aprobado una ley del trabajo que permite constituir sindicatos en las empresas y haciendas, y autoriza a los trabajadores y campesinos a afiliarse a ellos. Y ha dictado una ley antimonopólica, calcada de la que existe en los Estados Unidos. Ya imaginan lo que significaría para la United Fruit la aplicación de semejante medida para garantizar la libre competencia: si no la ruina, una seria caída de los beneficios. Éstos no resultan sólo de la eficiencia con que trabajamos, los empeños y gastos que hacemos para combatir las plagas, sanear los terrenos que ganamos a las selvas para producir más banano. También del monopolio que aleja de nuestros territorios a posibles competidores y las condiciones realmente privilegiadas en que trabajamos, exonerados de impuestos, sin sindicatos y sin los riesgos y peligros que todo aquello trae consigo. El problema no es sólo Guatemala, una parte pequeña de nuestro mundo operativo. Es el contagio a los demás países centroamericanos y a Colombia si la idea de convertirse en “democracias modernas” cundiera en ellos. La United Fruit tendría que enfrentarse a sindicatos, a la competencia internacional, pagar impuestos, garantizar seguro médico y jubilación a los trabajadores y a sus familias, y ser objeto del odio y la envidia que ronda siempre en los países pobres a las empresas prósperas y eficientes, y no se diga si son estadounidenses. El peligro, señores, es el mal ejemplo. No tanto el comunismo como la democratización de Guatemala. Aunque probablemente no llegue a materializarse, los avances que haga en esta dirección significarían para nosotros un retroceso y una pérdida.» Se calló y pasó revista a las miradas desconcertadas o inquisitivas de los miembros del Directorio. Sam Zemurray, el único que no llevaba corbata y desentonaba por su atuendo informal con los elegantes caballeros que compartían la larga mesa en la que estaban sentados, dijo: —Bueno, ése es el diagnóstico. ¿Cuál es el tratamiento para curar la enfermedad? —Quería darles un respiro antes de continuar —bromeó Bernays, tomando otro trago de agua—. Ahora paso a los remedios, Sam. Será largo, complicado y costoso. Pero cortará el mal de raíz. Y puede darle a la United Fruit otros cincuenta años de expansión, beneficios y tranquilidad. Edward L. Bernays sabía lo que decía. El tratamiento consistiría en operar simultáneamente sobre el gobierno de los Estados Unidos y la opinión pública norteamericana. Ni el uno ni la otra tenían la menor idea de que Guatemala existía, y menos de que constituyera un problema. Eso era, en principio, bueno. «Somos nosotros los que debemos ilustrar al gobierno y a la opinión pública sobre Guatemala, y hacerlo de tal modo que se convenzan de que el problema es tan serio, tan grave, que hay que conjurarlo de inmediato. ¿Cómo? Procediendo con sutileza y oportunidad. Organizando las cosas de manera que la opinión pública, decisiva en una democracia, presione sobre el gobierno para que actúe, a fin de frenar una seria amenaza. ¿Cuál? La misma que les he explicado a ustedes que no es Guatemala: el caballo de Troya de la Unión Soviética infiltrado en el patio trasero de los Estados Unidos. ¿Cómo convencer a la opinión pública de que Guatemala está convirtiéndose en un país en el que el comunismo es ya una realidad viva y que, sin una acción enérgica de Washington, podría ser el primer satélite de la Unión Soviética en el nuevo mundo? Mediante la prensa, la radio y la televisión, la fuente principal que informa y orienta a los ciudadanos tanto en un país libre como en un país esclavo. Nosotros debemos abrir los ojos de la prensa sobre el peligro en marcha a menos de dos horas de vuelo de los Estados Unidos y a un paso del Canal de Panamá. »Conviene que todo esto ocurra de manera natural, no planeada ni guiada por nadie, y menos que nadie por nosotros, interesados en el asunto. La idea de que Guatemala está a punto de pasar a manos soviéticas no debe provenir de la prensa republicana y derechista de Estados Unidos, sino más bien de la prensa progresista, la que leen y escuchan los demócratas, es decir, el centro y la izquierda. Es la que llega al mayor público. Para dar mayor verosimilitud al asunto, todo aquello debe ser obra de la prensa liberal.» Sam Zemurray lo interrumpió para preguntarle: —¿Y qué vamos a hacer para convencer a esa prensa liberal que es mierda pura? Bernays sonrió e hizo una nueva pausa. Como un actor consumado, pasó la vista solemne por todos los miembros del Directorio: —Para eso existe el rey de las relaciones públicas, es decir, yo mismo —bromeó, sin modestia alguna, como si perdiera el tiempo recordando a ese grupo de señores que la Tierra era redonda—. Para eso, caballeros, tengo tantos amigos entre los dueños y directores de periódicos y radios y televisiones en los Estados Unidos. Sería preciso trabajar con sigilo y habilidad para que los medios de comunicación no se sintieran utilizados. Todo debía transcurrir con la espontaneidad con que operaba la naturaleza sus maravillosas transformaciones, parecer que aquello eran «primicias» que descubría y revelaba al mundo la prensa libre y progresista. Había que masajear con cariño el ego de los periodistas, pues solían tenerlo crecido. Cuando terminó de hablar Bernays, volvió a pedir la palabra Sam Zemurray: —Por favor, no nos digas cuánto nos va a costar esa broma que has descrito con tantos pormenores. Son demasiados traumas para un solo día. —No les diré nada al respecto por ahora —asintió Bernays—. Lo importante es que recuerden una cosa: la compañía ganará muchísimo más que todo lo que pueda gastar en esta operación si conseguimos por otro medio siglo que Guatemala no sea la democracia moderna con la que sueña el Presidente Arévalo. Lo que dijo Edward L. Bernays en aquella memorable sesión del Directorio de la United Fruit en Boston se cumplió al pie de la letra, confirmando, dicho sea de paso, la tesis expuesta por aquél de que el siglo XX sería el del advenimiento de la publicidad como la herramienta primordial del poder y de la manipulación de la opinión pública en las sociedades tanto democráticas como autoritarias. Poco a poco, en la época final del gobierno de Juan José Arévalo, pero mucho más durante el gobierno del coronel Jacobo Árbenz Guzmán, Guatemala comenzó a aparecer de pronto en la prensa estadounidense en reportajes que en The New York Times o en The Washington Post, o en el semanario Time, señalaban el peligro creciente que significaba para el mundo libre la influencia que la Unión Soviética iba adquiriendo en el país a través de gobiernos que, aunque de fachada querían aparentar un carácter democrático, estaban en verdad infiltrados por comunistas, compañeros de viaje, tontos útiles, pues tomaban medidas reñidas con la legalidad, el panamericanismo, la propiedad privada, el mercado libre, y alentaban la lucha de clases, el odio hacia la división social, así como la hostilidad hacia las empresas privadas. Periódicos y revistas de Estados Unidos que nunca se habían interesado antes en Guatemala, América Central o incluso América Latina, gracias a las hábiles gestiones y relaciones de Bernays, empezaron a enviar corresponsales a Guatemala. Eran alojados en el Hotel Panamerican, cuyo bar se convertiría poco menos que en un centro periodístico internacional, donde recibían carpetas muy documentadas de los hechos que confirmaban aquellos indicios —las sindicalizaciones como arma de confrontación y la progresiva destrucción de la empresa privada— y conseguían entrevistas, programadas o aconsejadas por Bernays, con finqueros, empresarios, sacerdotes (alguna vez el mismo arzobispo), periodistas, líderes políticos de oposición, pastores y profesionales que confirmaban con datos detallados los temores de un país que se iba convirtiendo poco a poco en un satélite soviético, mediante el cual el comunismo internacional se proponía socavar la influencia y los intereses de los Estados Unidos en toda América Latina. A partir de un momento dado —precisamente cuando el gobierno de Jacobo Árbenz iniciaba la Reforma Agraria en el país— las gestiones de Bernays con los dueños y directores de periódicos y revistas ya no fueron necesarias: había surgido —eran los tiempos de la Guerra Fría— una preocupación real en los círculos políticos, empresariales y culturales de Estados Unidos, y los propios medios de comunicación se apresuraban a mandar corresponsales para ver sobre el terreno la situación en esa pequeña nación infiltrada por el comunismo. La apoteosis fue la publicación de un despacho de la United Press escrito por el periodista británico Kenneth De Courcy, anunciando que la Unión Soviética tenía la intención de construir una base de submarinos en Guatemala. Life Magazine, The Herald Tribune, el Evening Standard de Londres, Harper’s Magazine, The Chicago Tribune, la revista Visión (en español), The Christian Science Monitor, entre otras publicaciones, dedicaron muchas páginas a mostrar, a través de hechos y testimonios concretos, el gradual sometimiento de Guatemala al comunismo y a la Unión Soviética. No se trataba de una conjura: la propaganda había impuesto una afable ficción sobre la realidad y era sobre ella que los impreparados periodistas norteamericanos escribían sus crónicas, la gran mayoría de ellos sin advertir que eran los muñecos de un titiritero genial. Así se explica que una persona tan prestigiosa de la izquierda liberal como Flora Lewis escribiera elogios desmedidos del embajador norteamericano en Guatemala John Emil Peurifoy. Contribuyó mucho a que esa ficción se volviera realidad que aquéllos fueran los años peores del maccarthismo y de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Cuando Sam Zemurray murió, en noviembre de 1961, estaba a punto de cumplir ochenta y cuatro años. Retirado ya de los negocios, viviendo en Louisiana, cargado de millones, todavía no le cabía en la cabeza que aquello que había planeado Edward L. Bernays en esa remota reunión en Boston del Directorio de la United Fruit se hubiera cumplido de manera tan exacta. No sospechaba siquiera que la Frutera, pese a ganar aquella guerra, había comenzado ya a desintegrarse y que al cabo de pocos años su presidente se suicidaría, la compañía desaparecería y sólo quedarían de ella malos y pésimos recuerdos. 5 novelas esenciales de Mario Vargas Llosa
Tiempos reciosMario Vargas LlosaAlfaguara, 2019