No he leído todos los libros de Pablo Montoya, pero los que he leído parecen constituir, por la constancia que se revela en ellos, lo que podría ser una obra, para usar una palabra un tanto solemne que aterraría a su propio autor. Desde Cuaderno de París, Pablo Montoya opta por un fraseo contundente, periodos casi siempre breves e incisivos donde cada vocablo es pesado y posado2 con ese cuidado de poeta que Montoya también tiene en su esencia.   Existe en su libros una evidente predilección por la prosa poética. Si el autor accede a la utilización del diálogo en una novela como Los derrotados, en la cual se trata también de retratar destinos paralelos, es con la voluntad de diferenciarse históricamente; y en Lejos de Roma se impone el monólogo meditativo, en el que resuena la voz de Ovidio. Y están sus series compuestas por textos breves, como aquellos, luminosos, sobre los frescos de Giotto en Asís, en Sólo una luz de agua, o los paisajes sonoros del reciente Programa de mano. Instantáneas poéticas, recreación para el oído de una lengua elaborada y proyección mental de la visión. Composiciones verbales donde música y pintura entran en íntima consonancia. También hay, en la escritura de Pablo Montoya, un gusto evidente por la erudición que hace eco del proyecto de Alejo Carpentier, cuya obra conoce profundamente y con quien comparte el placer del descubrimiento y del saber, así como el amor por una lengua trabajada, cadenciosa, cuidadosa de entregar un sonido justo. Sin duda, la lectura de Pascal Quignard, la forma breve de Quignard, la ardiente protesta de Quignard, están ligados al gesto «intempestivo» con el que Pablo Montoya se distingue de una buena parte de sus compatriotas y de muchos otros escritores latinoamericanos. Le puede interesar: La mezquindad y el olvido en Tríptico de la infamia, de Pablo Montoya Leer a Pablo Montoya es una fiesta, un placer de la lengua y el intelecto, semejante a un placer carnal. Porque hay en él una evidente erótica del saber y del decir, erótica que un libro como La sed del ojo tematiza a través de viejas fotografías sexuales que se intercambian clandestinamente. Esta fascinación por la imagen, por lo visible y lo invisible, está en el corazón de Tríptico de la infamia. Esta vez, sin embargo, la fiesta se escribe con la tinta de la noche: la noche de las Guerras de religión y la conquista del Nuevo Mundo. Un tríptico tejido entonces en la ficción de tres destinos: el de un pintor originario de Dieppe, Jacques Le Moyne de Morgues, que partió con sus correligionarios hugonotes hacia una Florida casi rimbaldiana donde la utopía de una nueva fundación termina en la destrucción y el asesinato a manos del muy católico Pedro de Avilés; el destino de François Dubois, otro protestante, pintor nacido en Amiens, que narra desde el exilio genovés una vida cuyos hilos parecen enlazarse en otra masacre, ocurrida en el calor sofocante de agosto de 1572: la San Bartolomé, un recuerdo que lo obsesiona y que se convertirá en una imagen pintada que representa el esfuerzo supremo y desesperado de fijar la memoria como visión alucinada. Y el destino, finalmente, de Théodore de Bry, del que un narrador, desde nuestro tiempo y en un gesto próximo a la autoficción, dibuja el recorrido y lee la obra grabada. Ante la letanía de masacres y la exposición de cuerpos mutilados, violados, desmembrados, se levanta la utopía del arte, de un arte que quisiera tal vez salvar la utopía de una posible concordia universal, o bien ritmar la muerte de un dios de las Batallas que renace sin cesar, y que se disuelve en las aporías de la representación. ¿Cómo y por qué representar un mundo cuya historia parece consagrada al Mal? Quizás sea mejor preguntarse qué nos dicen de indecible estas imágenes pintadas, grabadas, incluso tatuadas en los cuerpos. En los portulanos, con los que se abre el tríptico de Pablo Montoya, emergen los recodos imaginarios que el joven Jacques Le Moyne sueña explorar. Su encuentro con el Nuevo Mundo será decisivo, una revelación especular que imprime en su cuerpo la marca del otro en su cultura, su cosmovisión, que libera al pintor de sus prejuicios. Herido por una escopeta castellana, el lector lo reencontrará en Londres, pintando la infamia y la infinita y prolija naturaleza. De la piel del manuscrito a la piel tatuada, en la fiesta de los cuerpos, bien sea la de Ysabeau o de Caroline, se abre una posibilidad de encuentro con el mundo. Pero todo es precario, como las acuarelas perdidas en el incendio hugonote. Es la propia Ysabeau quien consolará al pintor Dubois, en la parte central del Tríptico, donde el cuerpo femenino se vuelve cuerpo acariciante, frágil matriz amenazada por el viento maligno de una hybris conquistadora o vengativa. Esta parte central termina entonces con la aparición de la imagen –sobre madera3- donde se grava y se recompone el recuerdo de la masacre de San Bartolomé, bajo la orden muda del fantasma paterno, dirigida a ese cuerpo que es ya un fantasma de Dubois, una «sombra» que «elimina el rastro invisible de las matanzas del pasado» (157). Con Dubois, el lector se introduce en el cuadro, pegado a la tabla que queda flotando en el océano de la Historia. La imagen es entonces lo que adviene desde lo más profundo del pasado, lo que devuelve la infancia del protagonista y lo más lejano de lo porvenir4. De esta manera, el panel central del tríptico no ofrece otra salvación que la de ser visto por el otro, que la de tomar el primero y el tercero en su insondable destino. La última parte del Tríptico, en la que el «yo» de un narrador, que bien puede ser Pablo Montoya, se cruza con las sombras de Dubois, de Le Moyne y de De Bry. El narrador reúne las piezas de este rompecabezas, hecho de fragmentos de tiempo y espacio. El pintor las reúne como si fueran miembros de un cuerpo disperso, para ilustrar un juicio al hombre, que es también un proceso: el desciframiento de la lectura, de la obra grabada de De Bry, y de la lectura que éste propone de la Brevísima Relación de De las Casas y del cuadro de Dubois, que autorizará a su turno el advenimiento de un nuevo «yo» locutor por el choque que provoca. Todo se dispone al fin para hacernos entrar en la representación, la serie lancinante de 17 grabados que acompañan la edición de la Relación de De las Casas. No podría haber exterioridad con respecto a la representación, sólo una toma de distancia para comprobar lo insensata que es la Historia. Los cuerpos deshechos de los indígenas sellan la agresión a la matriz protectora, límite de la representación que nos entrega, in fine, el cuerpo, casi el cadáver de Théodore de Bry, velado por los suyos. Una imagen curiosamente serena, por la cual nos alejamos del tumulto del mundo, de la violencia de la visión, en una nueva y balsámica noche. Le puede interesar: Entre la música, la violencia y la convención *** 1. Traducción del francés: Pablo Cuartas. 2. El autor juega aquí con la resonancia de dos participios pasados : «pesé» y «posé». He decidido utilizar un verbo inhabitual, «posar», para conservar tal resonancia fonética. (N del T) 3. Esta indicación busca enfatizar una coincidencia semántica. Dubois, el artista en cuestión, pintaba sobre madera. En francés, la palabra para «madera» es «bois», de modo que si descompusiéramos el apellido Dubois, tendríamos «du bois»: «de la madera». (N del T) 4. El autor utiliza la expresión «l’à-venir», que Jacques Derrida ha propuesto para designar eventos que no son precisamente futuros sino imprevisibles.