Como buenos latinoamericanos, creemos en el poder mágico de las leyes: si algo no funciona se crea una ley, con la certeza de que ésta arreglará las cosas. Pronto nos damos cuenta de que las cosas no cambiaron, y entonces…!reformamos la ley! El comentario viene al caso porque como dijo un reciente artículo de la revista inglesa The Economist sobre las elecciones para Asamblea Constituyente en Ecuador “cambiar la constitución que se adoptó hace apenas una década no es la manera más efectiva para enfrentar los problemas de los ecuatorianos del común”. Contar con nuevas normas constitucionales no va a afectar ni el lento crecimiento económico, ni la pobreza en que viven la mitad de los ecuatorianos, ni la falta de empleo y oportunidades que ha llevado a más de un millón a emigrar a otros países, ni el hecho de la cantidad de niños que mueren por enfermedades prevenibles antes de cumplir el año (43 de cada 1000) sea desproporcionadamente alta para su nivel de desarrollo. Sin embargo, una de las principales razones de por qué Ecuador tiene tantos problemas es política: no ha podido amasar el suficiente consenso entre los diferentes poderes para darle estabilidad a un gobierno para que asuma los retos económicos y sociales del país. En la última década los ecuatorianos han visto pasar por la silla presidencial a ocho diferentes mandatarios. Un empate de poder entre facciones opositoras, cada una con capacidad de bloquear a la otra pero no de gobernar, llevó al derrocamiento de un jefe de Estado tras otro. Es por esto que es importante la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, porque es una forma de barajar el poder y volver a repartir. El presidente Rafael Correa, un joven doctor en economía con ideas socializantes y educación católica, fue elegido en segunda vuelta por dos terceras partes de los votantes. Sin un partido político organizado, su discurso social y su figura carismática le bastaron para conseguir el respaldo de esa amplía mayoría de ciudadanos. Pero luego de ocho meses de mandato su popularidad ha caído 17 puntos, y de seguir en picada, puede terminar descabezado como sus antecesores. De ahí que conseguir una mayoría en la Asamblea le sea tan crucial. No será una elección fácil, pues son 3229 candidatos para ocupar las 130 curules, y apenas 26 de éstas son de representantes nacionales. Sin organización política local, el próximo 30 de septiembre Correa tendrá que luchar voto a voto en las provincias. A juzgar por lo que me dijeron taxistas, amas de casa, y vendedores ambulantes en Guayaquil la semana pasada, el voto de los más pobres lo tiene asegurado, pero el de las clases medias se ha resentido. Desde que subió a la Presidencia en enero pasado, Correa fue haciendo su discurso cada vez más belicoso, y emulando a Hugo Chávez en Venezuela y olvidando las grandes diferencias culturales de ésta con su pacífico país, la ha emprendido contra la prensa con epítetos y demandas. Su peor error fue llamar “gordita horrorosa” a una periodista que en rueda de prensa, ante la reticencia del Presidente a responder las preguntas de sus colegas, le preguntó qué quería que le preguntaran. Correa no dijo mucho allí pero luego, en una de sus alocuciones radiales en cadena, se refirió a ella con el insulto personal. Esta salida de un Presidente contra una periodista que está cumpliendo con su deber no sólo se vio como un gran acto de machismo, sino además como un abuso del poder presidencial. Además algunos ecuatorianos simpatizantes de la izquierda están empezando a tener dudas sobre la seriedad del compromiso de Correa para desbancar a la egoísta y corrupta clase política que los ha gobernado por tantos años. Dicen que mientras en los discursos grita contra la oligarquía, en los hechos le concede privilegios. Así ha hecho, aseguran, con los militares, con los dueños del gas, con los petroleros, y los madereros. Citan una anécdota que es reveladora. Su ministro de Energía, Alberto Acosta, propuso no explotar el pozo petrolero Ishpingo Tambococha Tiputini (ITT) y a cambio conseguir bonos verdes de la comunidad internacional y preservar así una reserva ambiental. El ministro repartió entre sus colegas de gabinete una camiseta alusiva al tema y en un desayuno con el presidente Correa todos la llevaron puesta. El Presidente se enfureció y les ordenó cambiarse, y Acosta que no le hizo caso, terminó saliendo de su gobierno. En una movida elegante fue puesto a encabezar una de las listas oficiales a la Constituyente. Muchos creen que, a juzgar por los acuerdos que ya firmó el gerente de Petroecuador con varias empresas, el pozo será explotado y la ecología que tanto se pregonó saldrá sacrificada. No obstante, ha tomado también decisiones que ha favorecido claramente a los más pobres. Estos lo aplaudieron cuando duplicó de 15 a 30 dólares mensuales, el bono solidario que se les reparte desde 2000 a las madres solteras, a los discapacitados y a otras minorías en pobreza extrema. Algunos han criticado este y otros aumentos de gasto social, como una estrategia populista para ganar las elecciones de Asamblea. Esos cuestionamientos no han tenido en cuenta que el gasto social en Ecuador ha sido particularmente bajo comparado con el de sus vecinos. En 2002, el gasto en educación fue equivalente al 2,4 por ciento del PIB, la mitad del colombiano. En ese año, según un estudio del Banco Mundial, el gasto público en educación y en salud como proporción del PIB, fue más bajo aún que en 1980. Así mismo en comparación con los programas de subsidios a los más pobres mexicanos o colombianos, el gasto ecuatoriano es magro aún. ¿Son estas estrategias contradictorias de Correa para enviar mensajes al pueblo de que su compromiso con ellos es auténtico, y a la vez, no indisponer a los poderosos para sostenerse por lo menos hasta que se defina la Asamblea? ¿O es que, una vez en la presidencia Correa ha sucumbido a las mieles del poder y lo disfraza con sus coléricos discursos de blancos fáciles? Esto sólo se sabrá cuando llegue la Constituyente y se vea si realmente Correa obtiene el respaldo para actuar. Con la mayoría en la Asamblea tiene la oportunidad histórica de comenzar a pagar la enorme deuda social que acumularon los gobiernos que lo precedieron.