En 1857, en momentos en que el país empezaba uno de los cambios políticos más importantes de su historia –pasar de ser un Estado centralista y unitario (la República de la Nueva Granada) a uno federalista (la Confederación Granadina)–, el político, periodista e intelectual liberal José María Samper, en su libro Ensayo aproximado sobre la geografía política y estadística de los ocho estados que compondrán el 15 de septiembre de 1857 la Federación Neogranadina, escribió: “La naturaleza nos ha rodeado de inmensos obstáculos para el desarrollo de las fuerzas sociales, enclavando nuestro pueblo en el seno de una complicada red de cordilleras, levantadas dondequiera como gigantescas murallas para impedir, por mucho tiempo a lo menos, el cambio de ideas, la libre acción de los valores circulares, el movimiento de la sociedad en todos los sentidos. Tal parece que la Providencia, preparándonos en conjunto increíbles riquezas de todo género, todos los climas y las producciones ,y abriendo por entre las cordilleras el paso a colosales ríos, hubiese, sin embargo, destinado a este pueblo a la vida sedentaria, y casi al aislamiento respecto de las sociedades más avanzadas en civilización”. El tiempo en el que escribió y vivió Samper era una época políticamente convulsionada. Los recién creados partidos Liberal y Conservador se enfrentaban por imponer un modelo de sociedad y nación, y el desacuerdo entre ambos siempre terminaba en costosas guerras civiles que impedían la consolidación del Estado nacional. Pese a esa confrontación, que por lo general pasaba por las armas, buena parte de la élite gobernante estaba de acuerdo en que el progreso de la “joven patria” se encontraba en dominar la naturaleza. Una idea que rondaba en los círculos intelectuales y políticos desde finales del siglo XVIII, cuando un puñado de jóvenes como Antonio Nariño o Pedro Fermín de Vargas, influenciados por la Ilustración europea, comenzaron a plantear en sus escritos que el futuro de las colonias americanas estaba en explotar lo que hoy se conoce como recursos naturales.
En la época de Samper también imperaba el determinismo geográfico, una tendencia filosófica y científica fundada por el filósofo alemán Johann Gottfried Herder y otros naturalistas europeos de finales del siglo XVIII. Esta afirmaba que las condiciones geográficas determinaban el grado de desarrollo de las civilizaciones. Así, ellos consideraban que las grandes civilizaciones, como la europea, surgieron gracias al clima y a las condiciones geográficas del continente; en cambio, el trópico siempre favorecería la formación de sociedades “inferiores”. Samper era un asiduo defensor de esa filosofía, y creía que las sociedades ubicadas en las frías ciudades andinas, como genuinas herederas de la cultura europea, eran las llamadas a conducir la civilización y el progreso de la “joven patria”. Para él, la tierra caliente solo producía habitantes propensos a la pereza y a la vagancia; de ellos no se podría esperar ningún aporte para construir la civilización. Si bien el determinismo geográfico es una teoría en desuso (aunque aún haya uno que otro político e intelectual de medio pelo que la defienda), un elemento interesante del pensamiento de Samper y de sus contemporáneos es que ellos no podían concebir la geografía, las transformaciones de la naturaleza y la historia de manera separada. Una idea que, en la actualidad, ha desaparecido entre la mayoría de los colombianos de a pie, quizás porque en algún momento se dejó de enseñar la geografía y la historia de manera integral. Pero lo cierto es que, como lo demuestra el historiador francés Fernand Braudel en su clásico libro El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, la actividad humana no se puede entender sin la geografía y, a su vez, esta no se puede comprender sin los cambios que produce la acción humana en la naturaleza. Para ponerlo en el contexto colombiano, la historia del país no se puede entender sin conocer las transformaciones ambientales y ecológicas llevadas a cabo por las personas que han habitado el actual territorio de Colombia desde épocas prehispánicas. Durante más de 12.000 años, momento en que llegaron los primeros pobladores al territorio colombiano, la actividad humana ha producido importantes cambios ambientales y ecológicos. Incluso es probable que lo que llamamos naturaleza virgen sea el producto de una intervención llevada a cabo por personas. Al respecto, el historiador Paolo Vignolo explica: “Tradicionalmente, se tiende a pensar que las culturas prehispánicas vivían en medio de selvas vírgenes colombianas; todo lo contrario, por ejemplo, en el caso de los habitantes del Darién, hay indicios de que ellos hicieron profundas transformaciones medioambientales que desaparecieron con la conquista y la colonia”. En ese mismo sentido, el biólogo marino Germán Márquez Calle dice: “La transformación que hubieran podido sufrir estos ecosistemas por intervenciones humanas después del poblamiento, hace unos 20.000 años, no se conoce a cabalidad; aunque cabe suponer un efecto amplio y difuso en la mayoría de ellos. En cualquier caso, gran parte de los ecosistemas que habían sido intervenidos desde tiempos precolombinos por las poblaciones originarias se recuperaron luego del colapso demográfico generado por el descubrimiento y la conquista”. La llegada de los españoles representó un punto de quiebre en la historia ambiental del país, cuyos efectos todavía se ven en la actualidad. Esos cambios se pueden rastrear en la urbanización, la colonización y el establecimiento de la hacienda como base de la economía colonial. En medio de la violencia, los muertos y la tragedia demográfica de los pobladores americanos, la conquista tenía el propósito de dominar el territorio por medio de la construcción de ciudades. Cuando los españoles lograban someter a los pobladores de una región, comenzaban un proceso burocrático para fundar una villa. En muchas ocasiones, estas no prosperaron debido a la dificultad de acceder a recursos como el agua, o al ataque constante de indígenas. Pero cuando un poblado lograba establecerse, empezaba un proceso de colonización de tierras cercanas para formar haciendas que producirían alimentos y otros recursos necesarios para la vida citadina.
En esas haciendas, trabajadas por indígenas tributarios congregados en encomiendas, se sembraban productos originarios americanos como el fríjol, la yuca y el maíz, junto con especies foráneas como la caña de azúcar (utilizada para hacer mieles y aguardientes); para suplir la demanda de carne, se introdujo el ganado bovino. Esas nuevas especies vegetales y animales produjeron uno de los cambios ambientales más grandes de la historia del país. Los españoles no se conformaron con los territorios dominados en el actual Caribe colombiano, y empezaron la conquista del interior, con lo que lograron apoderarse de los territorios muiscas del altiplano cundiboyacense y la región de la cordillera Oriental. Por su parte, conquistadores procedentes del Perú penetraron el territorio colombiano por el Pacífico y dominaron la región occidental (actuales departamentos de Nariño, Cauca y Valle del Cauca). En estas expediciones se actuó con la misma lógica: se fundaban ciudades, se repartían las tierras cercanas para establecer haciendas y se exploraban otros territorios en búsqueda de minas e indios tributarios. Si bien al cabo de unos 70 años de la llegada de los españoles al Caribe colombiano casi todo el territorio nacional estaba ocupado por una red de ciudades (villas o parroquias), la dominación y el control del territorio no eran uniformes. Entre poblado y poblado, había extensas porciones de tierra que los españoles no pudieron conquistar, ya fuera por la belicosidad de culturas indígenas o por las difíciles condiciones climáticas de algunas regiones. Salvo las zonas auríferas del valle del Patía y Barbacoa, en el occidente; Mariquita; el actual Bajo Cauca antioqueño, y los lugares en que se establecieron las haciendas jesuitas en los Llanos Orientales, los valles interandinos, las sabanas inundables del Caribe, las selvas del Chocó, el Amazonas y la Orinoquia no pudieron ser conquistadas y colonizadas. En consecuencia, para la época de la guerra de las independencias, la mayoría del territorio seguía cubierto por bosques y selvas, en donde vivían diversas comunidades indígenas. A la par de esas colonizaciones emprendidas por los españoles, durante el siglo XVII y el siglo XVIII, mestizos, esclavos fugados, pardos y gente de todos los colores colonizaron sitios de difícil acceso para crear sus palenques y rochelas, libres del control de la autoridad española. Con sus cultivos, parcelas y crianza de animales los arrochelados o palenqueros hicieron grandes cambios ambientales. Con la independencia y el establecimiento de la república, esta situación cambió y comenzó un proceso de colonización de los valles interandinos (lo que se conoce comúnmente como tierra caliente), de las sabanas del Caribe y de las laderas de las tres cordilleras. Este nuevo auge de la colonización estuvo apalancado por el crecimiento demográfico, que empezó a finales del siglo XVIII, y el afán de buscar productos de exportación como la quina, el tabaco y el añil. Pero, sin lugar a dudas, durante el siglo XIX, el café y la ganadería trajeron los mayores cambios ambientales del país. En la segunda mitad del siglo XIX, hacendados y empresarios del Caribe empezaron a expandirse por las sabanas para crear grandes haciendas que criaban ganado para su exportación a países como Cuba. A su vez, el café, que comenzó a cultivarse en las tierras cálidas de Santander, se expandió por la cordillera Oriental hasta llegar a Cundinamarca y Tolima Grande, y de allí al actual Eje Cafetero. Con esa propagación del grano, miles de hectáreas de bosque templado desaparecieron. Junto con la ganadería y el cultivo del café, en el siglo XX, el protagonista de los grandes cambios ambientales fue la explotación de hidrocarburos y la minera. Con el descubrimiento del petróleo en la dos primeras décadas de ese siglo en Barrancabermeja comenzó la colonización del valle del río Magdalena y de las selvas del Carare. Pocas décadas después, el descubrimiento del oro negro en Putumayo permitió la colonización del Amazonas; lo mismo sucedió durante la segunda mitad del siglo XX en la Orinoquia. Además de una profunda deforestación, este avance de la colonización ha dejado como saldo, en algunos casos, la desaparición de culturas indígenas o su asimilación a la sociedad occidental. En la actualidad, la colonización y la ampliación de la frontera agrícola están acompañadas de la siembra de cultivos ilegales, fenómeno que ha producido importantes cambios ambientales y sociales. En alguna ocasión, el historiador Armando Martínez dijo, a manera de chiste: “Si en el siglo XIX hubiera existido el actual movimiento ambientalista, la colonización hubiera sido imposible y, probablemente, Colombia sería un país más pobre de lo que ahora es”. Este comentario, que en principio podría ser antiambientalista, significa que en historia, las cosas suceden, para bien o para mal. Este breve relato ambiental podría ser contado en términos negativos, como la pérdida de una gran riqueza ambiental –lo que es cierto–, o en términos positivos, como la lucha de los colombianos por el progreso y el desarrollo –que también tiene algunas verdades–. Pero, más allá de las interpretaciones y las explicaciones ideológicas, lo importante es mostrar cómo la historia humana es, así mismo, la historia de los cambios ambientales, y que una no puede ser entendida sin la otra. Esa conciencia y ese conocimiento nos ayudan, además, a analizar y a discutir qué proyecto de nación queremos para el futuro.