Por: Andrés Julián Rendón*
Una de las primeras lecciones que recibimos quienes tomamos algún curso de economía es que los recursos son limitados. El estudio de cómo la sociedad y las personas toman las decisiones en un ambiente de escasez constituye el núcleo de esta disciplina.
El profesor Mankiw, en sus cursos de introducción a la economía, expone diez principios que ilustran muy bien lo anterior. Retomo cuatro de ellos para destacar: 1) los agentes económicos siempre enfrentan dilemas al decidir; 2) las personas responden a incentivos; 3) los mercados generalmente resuelven problemas de asignación; y 4) cuando los mercados fallan, los gobiernos pueden ayudar a resolver la situación.
El entramado laboral de los jóvenes y las mujeres bien puede analizarse a la luz de lo antes expuesto. Los jóvenes deben decidir si estudian o se emplean y las mujeres si hacen el cuidado del hogar o buscan trabajo. El mercado generalmente resuelve este hecho, para bien o para mal. Cuando ambos grupos poblacionales cuentan con suerte o tienen un buen nivel de formación, consiguen un empleo formal; cuando no tienen mucha experiencia ni competencias, los recibe la informalidad; y cuando no hay plazas ni siquiera en el rebusque que los absorba, engrosan las filas del desempleo.
Hasta aquí va siendo claro que el mercado laboral de los jóvenes y las mujeres tiene fallas. En consecuencia, se hace necesaria la intervención del gobierno. Algunos plantean, para resolver el problema, un tipo de intervención como la renta básica universal. Otros, que reconocemos que los recursos son escasos, más aún en medio de los problemas fiscales que ha generado la pandemia, optamos por lo que la literatura ha llamado “ayudas condicionadas”.
A raíz de la crisis económica de finales del siglo pasado, el país creó dos programas emblemáticos de ayudas condicionadas: Jóvenes en Acción y Familias en Acción. Se llaman condicionadas porque la entrega de un subsidio monetario está atada, en el primer caso, a que los jóvenes estudien; y en el segundo, a que las madres mantengan y mejoren la escolaridad, peso y talla de sus hijos.
Las evaluaciones que se han hecho de estos programas, los cuales se han escalado desde entonces, arrojan que han cumplido su cometido. Los beneficiarios han respondido adecuadamente a los incentivos planteados. Es decir, los jóvenes que recibieron la ayuda no sólo mejoraron sus ingresos y empleabilidad. También las mujeres registraron ganancias importantes en la asistencia escolar, el peso y la talla de los niños a su cargo.
Con la Constitución Política de 1991 crecieron las necesidades de gasto social. En su momento se discutió si el gasto requerido para superar la pobreza y construir equidad debía hacerse subsidiando la oferta, como acontecía en la salud antes de la ley 100, con coberturas que no superaban el 20 por ciento; o subsidiando la demanda, como sucede hoy día, donde casi la totalidad de la población tiene acceso a los servicios de salud. Los resultados están a la vista de todos. Sectores como la educación, donde se sigue subsidiando la oferta, restringiendo la capacidad ciudadana de elegir, tiene una cobertura y calidad muy inferiores al esfuerzo presupuestal que se hace.
Por eso, la focalización de la inversión es el camino. Habiendo tanta restricción, los recursos públicos sólo deben llegar a los más humildes. El ejemplo de la salud, subsidiando la demanda, es ilustrativo. El de las ayudas condicionadas, en lugar de subsidios generalizados sin contraprestación alguna, también lo es para mejorar los ingresos de los jóvenes y mujeres.
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