Hace veinte meses experimentamos el inicio de la pandemia del covid-19. Veinte meses viviendo el confinamiento, la virtualidad, la escolarización desde el hogar y la falta de interacción social. Al mismo tiempo, sufrimos la pérdida de familiares, amigos y conocidos, la pérdida de nuestra propia salud, en ocasiones con efectos de largo plazo, la pérdida del contacto con nuestros seres queridos, la pérdida de contacto con la naturaleza, y la pérdida de nuestros hábitos y costumbres más intrincadas. Esto ha cambiado nuestras vidas, nuestra concepción del futuro y la manera en que queremos dejar huella en este mundo. Evidentemente, esta no es una época de cambio sino un cambio de época. Una coyuntura única en un siglo entero. Una crisis y una oportunidad, al mismo tiempo.

Aprendimos, innovamos y nos adaptamos de manera excepcional. No nos dejamos vencer. Al contrario, aprovechamos la crisis para transformar y crear. Construimos nuevas formas de interactuar y socializar, aprendimos a estudiar de manera más autónoma, establecimos un patrón de productividad distinto desde nuestros hogares y entendimos la relevancia del cuidado de uno mismo y el cuidado del otro. Tuvimos que aprender de manera ágil y oportuna a trasladar nuestro quehacer a la virtualidad o a sobrevivir en ausencia de los trabajos que estábamos acostumbrados a tener. La resiliencia y el coraje del ser humano se hizo evidente en esta coyuntura.

Veinte meses después nos preparamos para volver a encontrarnos. En los colegios, en las universidades, en los sitios de trabajo, en los teatros, estadios y salas de amigos y familia. Pero el regreso no debe ser igual. La llamada “normalidad” hace parte del pasado. Lo que hemos aprendido, la innovación y transformación, la resiliencia y la nueva concepción de una vida con propósito, no debe dejarse ir por nuestro apego al pasado, al estatus quo. Seguramente hasta el vestuario cambiará. La corbata es difícil que sobreviva y los tacones seguramente no lo harán. Muchos comieron más saludable en casa y no querrán regresar a peores dietas. Todos repensaremos nuestros horarios para evitar el infernal tráfico y definitivamente todos procuraremos mayor contacto con la naturaleza, el campo y el sol.

Este reencuentro es indispensable. Pero debe ser significativo, la presencialidad tiene que atender a una realidad distinta. Las instituciones educativas, por ejemplo, tendremos el gran reto, por demás interesante, de resignificar el regreso al campus y las actividades presenciales. Nuestros estudiantes han perdido sus hábitos. Toman sus cursos desde la cama en pijama, con su celular. Salen poco de sus habitaciones y han interactuado con sus amigos principalmente de manera virtual. Conversan entre ellos con cámaras apagadas. Están acostumbrados a hablarle al vacío negro del zoom. Algunos no conocen el campus y ya están a punto de entrar a cuarto semestre. No han podido adquirir los reflejos universitarios necesarios para avanzar de manera exitosa en su carrera profesional.

Esto es cierto también para los profesores y profesoras, y para los funcionarios administrativos en las instituciones educativas. Cambiamos los hábitos, también estuvimos aislados y aún muchos tenemos miedo del regreso.

Todas estas circunstancias inusuales exacerbaron los trastornos de salud mental entre los niños, niñas, adolescentes y jóvenes. La salud mental de estas poblaciones ya venía en deterioro desde antes de la pandemia. Los servicios de atención y consejería a estudiantes universitarios con relación a estos asuntos se han multiplicado por seis en el último lustro.

Ahora, al regresar a las aulas, los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, seguramente experimentarán dificultad para retomar sus hábitos personales y de estudio. La costumbre al aislamiento dificultará sus interacciones sociales, su capacidad de trabajo colaborativo y la habilidad de solucionar conflictos. La falta de interacción con sus amigos también podría afectar su capacidad de regular las emociones, y tener un impacto negativo sobre la búsqueda de un propósito. Las instituciones educativas y los padres de familia debemos trabajar conjuntamente para fortalecer estas competencias indispensables para nuestros jóvenes.

La presencialidad en las instituciones educativas debe responder de manera explícita a estas necesidades. La comunicación, el debate, la interacción, y el trabajo colaborativo deben primar sobre la enseñanza directa sin participación activa de nuestros estudiantes. El acercamiento a las artes, humanidades y la música será indispensable para recuperar la sensibilidad que nos ayude a encontrar el sentido, a compartir espacios que contribuyan a la construcción del tejido social y a fortalecer las competencias que promuevan mejor salud mental y física. Las instituciones educativas debemos renovar el significado de la presencialidad y hacer más evidente el valor de las interacciones entre profesores y estudiantes, y las interacciones entre estudiantes. Volver a encontrarnos, sí, pero con mayor consciencia de estar presentes para nosotros y para los demás.

*Rectora (e) de la Universidad de los Andes

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