Uno de los aspectos de la riqueza de nuestro país que más me llama la atención es su inmensa diversidad geográfica, que determina entre muchas otras cosas, las enormes diferencias culturales de sus pobladores. Por ejemplo: Un nativo de la costa caribe, criado a la orilla del mar, con mojarra frita, Vallenato y whisky tibio en vasito plástico, es radicalmente distinto al oriundo del altiplano Cundiboyacense, levantado a punta de changua, bambuco, y sabajón.

Si un extranjero tiene la oportunidad de ver a dos de estos especímenes interactuando, jamás se le ocurriría pensar que puedan tener la misma nacionalidad. No es para menos; son tan radicales las diferencias, que costeños y cachacos representan los dos polos opuestos de la gran diversidad de nuestras gentes y, a simple vista, uno podría decir que esas diferencias son irreconciliables, si no fuera por la existencia comprobada de unos pocos matrimonios exitosos entre seres de ambos bandos.

Es el caso de mis abuelos maternos, Manuel Antonio y Clarita; él oriundo de la ardiente Villanueva en la Guajira, ella de la gélida Bogotá. Por razones que desconozco, mi abuelo, el penúltimo de doce hermanos, fue enviado a terminar su bachillerato en el colegio San Bartolomé de Bogotá. Mi abuela, de rancia familia bogotana, estudiaba en el colegio de las Hermanas de la Presentación. Aparte de buen estudiante, Manuel era un excelente deportista, lo que le sirvió para ser incorporado de inmediato al equipo de fútbol de mayores en la posición de guardameta. Ocurrió que para la celebración de alguna festividad, los Bartolinos organizaron para el cierre del evento, un partido de fútbol de exhibición contra su rival de marras. Era una especie de jornada religiosa, cultural y deportiva, y una de las escasas ocasiones en que se invitaban colegios de niñas; uno de estos colegios fue el de las Hermanas.

Clarita, que sentía una gran aversión por el deporte pero que sabía disimularlo con tal de verles las piernas a los futbolistas, se instaló con su grupo de amigas en la mejor ubicación de la gradería, cerca de la portería del San Bartolomé. Saltaron los equipos a la cancha y los jugadores comenzaron a moverse para buscar sus posiciones, calentando, haciendo pases cortos, o tiros de media distancia al arco. Y entonces se produjo el flechazo; a la primera atajada magistral de Manuel, Clarita perdió el aliento y supo, en ese instante, que su corazón le pertenecía a ese hombre que estaba parado bajo los tres palos.

Al final del partido cruzaron unas palabras, y ella comprobó que el sentimiento era mutuo; mi abuelo también había quedado prendado de la cachaca. A partir de ese momento entablaron una relación epistolar que duró varios años —pues a ella le prohibieron terminantemente verlo cuando supieron que era Villanuevero— hasta que tuvieron que casarse a escondidas en la Iglesia de Las Nieves, con la complicidad del cura, antes de que a mi abuela se la llevaran a la fuerza de viaje para evitar que se casara con un costeño.

Mis abuelos murieron de viejos; primero él, con ella a su lado mientras dormía la siesta. Al poco tiempo ella, sentada mientras conversaba con sus hijos, decidió cerrar los ojos para siempre, porque no quiso quedarse sin él.

Manuel Antonio Dangond, mi abuelo, nunca dejó de ser costeño a pesar de haber vivido casi toda su vida en Bogotá. Reía a carcajadas, amaba el vallenato y terminó adoptando como suyo el sabajón. Clarita Uribe, mi abuela, jamás dejó de hacerle ajiaco los domingos, de hablar pasito, de sonrojarse con su locuacidad. Desde el primer día de su encuentro se vieron más allá de las diferencias, o mejor, se reconocieron en ellas, cada uno como parte de un mismo lugar, y se amaron en esas diferencias hasta el final de sus días.

*Actor.

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