Mucho antes de convertirse en rey vallenato y en uno de los acordeoneros colombianos más reconocidos del mundo, el primer lenguaje de Egidio Cuadrado fue el silencio. Tanto así que durante sus primeros seis años de vida en Villanueva, al sur de La Guajira, no dijo una sola palabra.
Su llegada al mundo fue prematura, en febrero de 1953, cuando su mamá, Cristina Hinojosa, tenía unos siete meses de embarazo. Nunca más volvió a haber afán en su vida, ni siquiera para decir sus primeras palabras. Se oyeron una tarde mientras pedía sancocho en su perol. “La mamá todo lo cree”, dijo con sonrisa pícara, como si haber ocultado que hacía rato sabía hablar representara su primera gran broma, de esas inocentes que no buscaban dañar a nadie.
Le dejaron de decir el mudo y, desde entonces, la mayoría de sus expresiones adquirieron cada vez más fuerza, sobre todo a la hora de cantar mientras tocaba acordeón con esas manos callosas de recoger café y de ayudar a su papá Agustín con las labores del campo. Pero, sobre todo, con ese corazón tan lleno de amor y ternura que endulzaron las melodías de su acordeón hasta antes de morir en octubre pasado en Bogotá, debido a un cuadro respiratorio grave. Tenía 71 años, casi todos dedicados a la música.
“Egidio fue y seguirá siendo un alma noble que dejó una huella imborrable”, dijo Fanny Maldonado, esposa, musa y madre de sus dos hijos, José Luis y Katerine. “Como músico, su legado está en cada nota, en cada canción que tocó para avivar los corazones de la gente. Era un genio humilde que siempre trabajó por amor a su talento”.
Nunca se consideró el mejor. La pasión compensaba, también la disciplina evidente en las cinco horas diarias que dedicaba a componer armado de uno de sus 12 acordeones, de cuaderno, grabadora de casete y epifanías que iba dando forma al tararearlas. “Para él, interpretar su acordeón era casi como respirar”, añadió Maldonado. Así fue que, siendo un niño silencioso, aprendió a tocarlo. El primero que cargó fue el de su hermano Heberth, uno de dos teclados que sacaba a escondidas para creerse juglar.
Incluso las hojas de sus cuadernos del colegio terminaban dobladas y convertidas en fuelles que hacían las veces del instrumento de sus amores. El anhelo se volvió real a sus 12 años con su primer conjunto, integrado también por dos de sus hermanos con maracas, redoblante, guacharaca o caja. El sueño agarró vuelo cuando Rafael Escalona se volvió su cuñado, su inspiración y un puente para conocer otros grandes como Diomedes Díaz.
Y pareció diluirse con el fallecimiento de mamá Cristina en 1977. La tristeza lo llevó a trabajar en Bogotá, pero en la capital fue imposible olvidar sus raíces. Allí, durante una parranda repleta de celebridades en 1985, el mismo año en que lo coronaron rey vallenato en Valledupar, gracias a canciones como La puya puya, conoció a Carlos Vives, su quijote.
Resultó premonitorio que uno de los temas que cantaron juntos esa noche fuera de Escalona. Unos seis años después coincidieron en la novela del legendario compositor, y allí, entre grabaciones y paseos en bicicleta, se gestó La Provincia, el proyecto que revolucionó el vallenato y la vida de Egidio, que de repente se descubrió tocando junto a bateristas y bajistas. Aunque lo acusaron de roquero y de irrespetar el género de su región, Egidio se entregó por completo. “Siempre decía que tocaba no para que lo aplaudieran, sino para que la gente sintiera lo que él sentía al interpretar su acordeón y música”, agregó Fanny Maldonado. “Su sonrisa, la forma en que se iluminaban sus ojos azules cuando una melodía lo atrapaba... eso era lo que más me encantaba de verlo en el escenario”.
Además de encarnar la herencia más tradicional del vallenato en un proyecto que también abría la puerta a ritmos como el rock y el pop, Egidio se volvió el polo a tierra en La Provincia. Manteniéndose fiel a su esencia, recordaba a todos de dónde venían y quiénes eran antes del monumental reconocimiento que recibieron gracias a éxitos como La gota fría.
Egidio siguió siendo el mismo villanuevero que iba con sombrero vueltiao y mochila arahuaca a todas partes, el travieso que, a escondidas, se llevaba elementos de los sets y cambiaba letras en los ensayos para combatir la seriedad, el bonachón diciéndole comadre o compadre a quien se cruzara, el mismo hombre sembrando alegría en otros sin buscar algo a cambio.
“Nosotros tenemos una finca pequeña cerca de Bogotá y todos los diciembres, y los días festivos, Egidio acostumbraba dar un concierto gratuito en la vereda. Una vez había un niño con un acordeón de juguete. Egidio, desde el escenario, lo vio y pidió que lo dejaran pasar. Se arrodilló junto a él e intercambiaron acordeones. Egidio terminó el concierto con el acordeón de juguete. Él siempre buscaba motivar a quienes lo rodeaban, especialmente a los niños, para que creyeran en ellos mismos”, recordó Fanny.
La generosidad hacia ella tampoco tuvo límites. “Siempre que me veía con el ánimo bajo, se acercaba con su acordeón. Se sentaba a mi lado, comenzaba a cantar, me ponía a bailar y me decía: ‘Mona, mona, no te entristezcas, mona, vamos, mona, en la vida hay que ser positiva, mona, vamos, para adelante, mona’. Él fue mi compañero, mi amigo, un hombre de una ternura y fortaleza que no se ven todos los días. Su vida fue un canto a la sencillez y al amor”.