Germán Rey*
Existen momentos excepcionales en los que se resaltan algunas dimensiones de la vida humana que transcurren normalmente imperceptibles. Pueden ser guerras, persecuciones, diásporas o grandes desastres ambientales. Por eso escribir en medio de una pandemia que ha asolado al mundo entero permite captar dinámicas de la cultura, que de otro modo se traslaparían en la continuidad de la vida corriente.
La pandemia del covid-19 no ha sido solamente un acontecimiento limitado a la disyuntiva entre salud y economía. Por el contrario, ha sido uno de los fenómenos culturales más importantes que la humanidad ha vivido en muchos años. Lo demuestra su naturaleza planetaria, su carácter relativamente intempestivo, el ambiente de confinamiento que ha generado y las decisiones que se han tomado sobre la vida de miles de millones de personas.
Una de las exposiciones más interesantes de estos meses fue ¡No es la peste!, realizada por el Museo de Bogotá, que logró mostrar el significado de la epidemia de 1918, cuando la ciudad apenas llegaba a 150.000 habitantes, tenía un sistema sanitario extremadamente frágil y estaba cercada por una catástrofe inminente.
La pandemia ha permitido ver muchos trazos de nuestra cultura: su gran diversidad, las diferencias y las similitudes regionales, la vitalidad de los territorios y lo local o la capacidad de solidaridad de las personas. Hace unos años, cuando se hizo el diagnóstico de la vida cultural de los colombianos, se encontró que las fiestas populares eran la actividad cultural por excelencia. Toda la geografía del país aparecía comprometida con las fiestas, que eran a la vez, lugar del encuentro, ámbito de convergencia de la música, el baile, la celebración religiosa, la economía y las conmemoraciones profanas de la creatividad y el entretenimiento. Pero la pandemia también puso en evidencia las formas de la indisciplina, la fascinación por las aglomeraciones, las rebeldías contra la autoridad y las manifestaciones del miedo combinadas con la capacidad lúdica de burlarse de un contexto de incertidumbres y asechanzas.
La cultura, como campo de la vida social, ha experimentado a la vez, el desastre y la creatividad, la desolación y la abundancia. Nunca como en estos meses los proyectos e iniciativas culturales, desde los más consolidados hasta las más frágiles, se han visto tan atacados de raíz, tan peligrosamente vulnerables.
Tan pronto como el coronavirus inició sus estragos, la creatividad se empezó a mover de manera imparable. Al cortarse de un tajo lo presencial, casi de inmediato empezaron a aparecer los webinars, las producciones con teléfonos móviles, las multipantallas musicales, las exhibiciones de video por WhatsApp, las historias por pódcast, las transmisiones de radio. El paisaje de la pandemia se fue poblando de libros de acceso libre, bibliotecas virtuales, cine y conciertos desde los balcones, exposiciones digitales, presentaciones de cantantes populares por zoom, filminutos, registros fotográficos en Instagram, zoombastas, hackactividades y hasta avistamiento de aves desde las ventanas.
La cultura, que no se queda quieta, ni necesita obligatoriamente de respiración artificial para reactivarse, empezó a colarse por las tecnologías sofisticadas y hegemónicas que muchos miran con recelo por las operaciones de sus algoritmos y los usos indebidos de la intimidad y comenzó a acudir, con inteligencia y sagacidad, a los soportes que Sheila Jasanoff llama “las tecnologías de la humildad”.
Se comprobó entonces que existía una convergencia sugestiva entre las estrategias de la cultura popular y el despliegue tecnológico, creándose de esa manera mezclas y fusiones culturales inesperadas pero efectivas que le hacían esguinces al aislamiento del contagio. En el Sumapaz se promovió la lectura a través de parlantes y más tarde del WhatsApp, el Parque Explora invitó en su ‘Geología del nochero’ a construir los mapas de los lectores y las lecturas en los barrios a partir de los morritos de los libros en la cuarentena y en la sección de arte del Banco de la República los cuadros famosos se replicaron con composiciones domésticas.
En Medellín un grupo de jóvenes artistas, grafiteros y skaters, crearon La ración, un magazín virtual con una mirada desenfadada y diferente y en escuelas de Caquetá y de Funza, los maestros recurrieron a la radio para apoyar a sus alumnos desprovistos de tecnologías mientras youtubers campesinos se hicieron famosos enseñando por internet los cultivos posibles en la ciudad.
Se comprobó que en tiempos de dificultades, la cultura y las artes siguen asombrando, acompañando e incluso consolando
*Profesor de la Facultad de Comunicación y Lenguaje en la Universidad Javeriana e investigador en comunicación y cultura. Medalla al Mérito Cultural por su destacado e invaluable aporte durante cuatro décadas al desarrollo de las políticas culturales en Colombia.
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