El dolor de la guerra es el hilo conductor de la novela Missionaries, la primera del autor estadounidense Phil Klay. Con una narración brillante, un profundo conocimiento del conflicto armado y unos personajes delicadamente construidos, el escritor lleva de la mano al lector por una historia que tiene como tema principal la globalización de la guerra y como punto de encuentro Colombia.
Klay, quien sirvió como militar en la guerra de Irak, se ha propuesto reflexionar, a través de sus obras, sobre la violencia. Su primer libro, Redeployment, lanzado en 2014, es un compilado de historias cortas de ficción basadas en su experiencia personal en Oriente Medio. Y su novela, Missionaries, que apareció seis años después, gira en torno a cuatro personajes envueltos en el conflicto. Abel, un exparamilitar colombiano que lo perdió todo en su infancia; Lisette, una periodista de guerra estadounidense que pasa de cubrir la guerra en Afganistán a contar lo que sucede en Colombia; Juan Pablo, un coronel del ejército colombiano; y Mason, un médico de las fuerzas especiales del ejército de Estados Unidos.
La narración de la historia va rotando entre las voces de estos personajes, que a través de su propia biografía y de sus matices, generan una reflexión sobre el sentido de la guerra.
SEMANA: ¿Qué lo hizo interesarse en Colombia y en el conflicto armado del país?
PHIL KLAY: Comencé el libro en 2014 y estaba interesado en Colombia por una variedad de razones. Mi esposa es colombo-estadounidense, la mayor parte de su familia está en Medellín y amo el país. Nos casamos allá. Pero, además, Colombia ha tenido una relación importante y continua con el ejército estadounidense durante décadas. Y, por supuesto, existe una relación entre la forma en que Estados Unidos ha operado en Colombia y la forma en que Estados Unidos ha operado en otros países: los métodos de asesinato selectivo desarrollados en Irak se aplicaron a Colombia y los diplomáticos que trabajaban en Colombia fueron enviados a Afganistán para aplicar las mismas estrategias. Quería ver la naturaleza globalizada de la guerra moderna. Cómo, por ejemplo, puede terminar con un conflicto en el que un mercenario colombiano en una base aérea emiratí podría estar usando un dron chino para guiar a un piloto que lanza una bomba estadounidense sobre un caza yeminí. Estas fuerzas globales están en juego en Colombia, como la novela intenta mostrar.
SEMANA: A través de Abel, el personaje colombiano de su novela, usted describe con mucha exactitud detalles de nuestra idiosincrasia. Habla del mal de ojo, de las creencias religiosas, de la gastronomía. ¿Cómo fue el proceso investigativo?
P.K.: Pasé seis años trabajando en el libro e investigué mucho. Leí no ficción, ficción, poesía, historias orales, trabajos académicos y periodismo sobre el país. Lo visité varias veces y entrevisté a políticos, exsoldados, gente en los pueblos que dominaban los paramilitares, etc. Para mí era importante hacer bien las cosas pequeñas, no simplemente porque esa es la obligación de cualquier autor, sino porque parte de mi problema con la naturaleza de la guerra moderna es lo fácil que es para nosotros proyectar fuerza militar violenta en regiones donde no se comprende la complejidad de las fuerzas sociales, políticas y culturales locales.
SEMANA: ¿Cómo fue la construcción del personaje Abel, un paramilitar de Norte de Santander?
P.K.: Llevo mucho tiempo pensando en los efectos de la violencia. No simplemente lo que le hace a las personas física o psicológicamente, sino la forma en que abre agujeros en la familia, la cultura y el alma humana. Abel comienza su historia con una descripción de lo que es una persona, no huesos, carne y sangre, sino lo que sucede cuando hay una familia y un pueblo, un lugar donde se te conoce y donde cada persona que te conoce tiene un pequeño espejo invisible que ofrece un reflejo diferente hacia atrás. Abel pierde a su familia y a su pueblo en un acto de violencia política, y siente que la persona que era murió ese día. Su historia es su intento no sólo de sobrevivir, sino de encontrar una comunidad nuevamente para poder vivir de verdad. Todo comenzó desde allí.
SEMANA: La dureza de la historia de Abel hace que uno lo vea con compasión a pesar de las implicaciones de sus acciones...
P.K.: Creo que sería mucho más fácil si los horrores que vemos en la guerra solo fueran impulsados por personas malas con malos motivos. Más bien, tendemos a tener personas defectuosas en instituciones defectuosas a quienes les gustaría mejorar las cosas, pero que fallan por muchas razones. A veces debido a la arrogancia o porque la complejidad del problema hace que sea difícil ver cómo responder, o porque los incentivos que guían a las personas no están equilibrados, o los seres humanos son débiles y, a menudo, pecadores. Hay monstruos reales en el mundo, como el personaje de Jefferson (un jefe paramilitar), pero creo que tendemos a fijarnos demasiado en ellos.
SEMANA: A pesar de la firma del proceso de paz, aún hay mucha rabia entre los colombianos...
P.K.: Es evidente que todavía hay violencia política en curso y una escalada de ataques contra líderes sociales y activistas. Esto no quiere decir que el acuerdo de 2016 no fuera un logro, pero quedan muchos desafíos. Uno de los militares colombianos retirados que entrevisté me dijo algo interesante en los meses previos a la votación por la paz. Dijo que si se aprobaba la votación, Colombia tendría que hacer un esfuerzo renovado en materia de derechos humanos. Fue una declaración que me sorprendió, dada la forma franca y sin remordimientos en que ya me había hablado sobre los brutales desafíos de librar una guerra civil. Pero su interés, explicó, era puramente pragmático. La violencia mal controlada puede generar fácilmente más violencia.
SEMANA: En su novela hay otro personaje que se llama Lisette, una periodista de guerra que, con el tiempo, pierde la habilidad de sentir en medio del horror. A usted, como veterano de guerra y escritor, ¿alguna vez le pasó?
P.K.: Graham Greene dijo una vez que hay una astilla de hielo en el corazón de todo novelista. Eso es cierto para cualquiera cuyo trabajo involucra cosas horribles. Y el mundo a veces te presentará una muestra de mucho más sufrimiento del que realmente puedes asimilar. Al principio de mi estadía en Irak hubo un atentado suicida en una ciudad cercana. El atacante había detonado la bomba entre familias que iban a la mezquita, y ayudé a llevar la camilla de un niño herido. Nunca había visto heridas como esas, nunca entendí realmente lo que hacen las bombas en los cuerpos humanos. Y pensé: “Nunca olvidaré la cara de este niño”. Pero al final de la noche, no podría haber identificado a ese niño dentro de una fila de gente. Simplemente había demasiados rostros similares, y todo se apoderó de mí en una especie de entumecimiento. Como escritor, puede ser así, especialmente durante la investigación, cuando se está reuniendo el material de manera profesional. Pero cuando realmente me meto en la escritura tengo que dejar atrás eso y convertirlo en algo más crudo y doloroso.
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