A Freddy Gutiérrez un enjambre le salvó la vida. O, al menos, se la redireccionó. Nació en Machetá, Cundinamarca, en una auténtica familia campesina: su madre cultiva plantas y su padre es caficultor.
Tiene 32 años, es cocinero. En 2019, sin embargo, tomó una decisión que alteró su destino: comenzó a rescatar abejas en el Valle de Tenza, una región conocida por su exuberante biodiversidad. Comenzó con una, dos, y ahora es una apiario. Un santuario.
“Es un espacio que está “sentipensado” para que estos seres que recolectan el ADN de su territorio lo puedan llevar a sus colmenas de forma segura. Ellas recogen toda la información y la llevan hasta allí, por eso es un santuario. Además, a las abejas yo les canto, les hago música”, relató Gutiérrez.
Este campesino empezó rescatándolas, sin saber mucho al respecto. Después, compartió con algunas personas, investigó, leyó. Y así nació su santuario de abejas. Un lugar destinado al rescate de todas las abejas que, en un radio de 3 kilómetros cuadrados, circundan las montañas del Valle de Tenza y afectan labores campesinas: la siembra, el cultivo, el ganado. Un trabajo de amor por la naturaleza.
“Uno cree que está salvando a las abejas, pero últimamente he pensado que son ellas las que me rescatan a mí. Además, las abejas le abren a uno espacios de conocimiento sobre el cuidado de los seres vivos. He logrado comprender la importancia de las abejas para que la vida prolifere, florezca”, afirmó el cocinero.
Las abejas son una especie polinizadora que, entre sus funciones más trascendentales para los ecosistemas, contribuye a la producción de miles de alimentos. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), “un tercio de la producción mundial de alimentos depende de las abejas”.
“Cuando los animales e insectos recogen polen de las flores y lo esparcen, permiten que las plantas, incluidos muchos cultivos alimentarios, se reproduzcan. Polinizan las aves, los roedores, los monos e incluso las personas, pero los polinizadores más comunes son los insectos y, entre ellos, las abejas”, señalaron desde el Programa del Medio Ambiente de la ONU.
Según el Instituto Humboldt, en 2020 existían alrededor de 3 mil apicultores en el país que manejaban 120 mil colmenas. Este proceso beneficiaba a más de 12 mil familias y producía alrededor de 3 mil toneladas de miel al año. “Desde la africanización de la apicultura, el número de colmenas ha crecido en un 30 %, mientras que la producción de miel el 60 %”, señalaron desde la institución.
Con su proyecto de Miel Savia, Velásquez también busca polinizar la conciencia y la esperanza de las personas que participen en su proyecto. “Aún podemos cuidar de este territorio, a esta tierra que nos contiene. El proyecto lo que busca es polinizar con la palabra y el pensamiento a las personas que adquieran el producto. Después, los empezamos a traer para que comenzaran a trabajar como si fuéramos una colmena”, indicó.
El santuario
El proceso que construyó la colmena funciona así: el apicultor extrae el núcleo de las colmenas y rescata algunas abejas. Luego, se extraen uno a uno sus panales y se organizan en cajas de transporte. A medida que la tarde llega, se separa el material biológico y se espera a que las abejas entren y salgan.
Frente a los enjambres, Freddy Gutiérrez le canta a la vida. A veces utiliza armónicas e instrumentos de viento y a veces utiliza la guitarra. Las letras no las tiene presentes, pero dice que están siempre enfocadas en exaltar el encuentro “con el todo”.
“Las letras de las canciones están dirigidas al agradecimiento de la tierra, la vitalidad del ser humano. Es endulzar pensamiento y corazón”, expresó el apicultor.
“Este espacio está consagrado para que la miel sea un elemento para la medicina, la salud y el bienestar, no solo para el consumo ocasional. Es crear conciencia de que la primera medicina para el ser humano es el alimento”, añadió.
Un tarro por un árbol
Cada persona que adquiere un frasco de Miel Savia recibe una semilla del proyecto Sembremos agua. El 14 % de cada frasco de miel está destinado a la siembra de árboles nativos como arrayán, cedro, chicalá, laurel de cera, roble, corono, espino, mano de oso, árbol loco y una planta muy especial, la palma helecho.
“Este helecho llama el agua. Es uno de los más antiguos, también le dicen el helecho fósil. Entonces, está ligado al conocimiento de la tierra antigua, a la antigüedad de la raíz”, explicó Gutiérrez.
Gutiérrez y el grupo de sembradores viajan durante dos horas hasta un bosque con desnivel positivo de 500 metros donde no hay carreteras. Es un camino tradicional de piedra por el que suben mulas de carga, contratadas por el grupo, para transportar los árboles. En los últimos dos años han participado aproximadamente 800 personas.
“Siento que de esta manera puedo ser parte del todo de la tierra. Poder dejar una semilla en este viaje en el que estamos para el bien de todos. Me siento alegre y agradecido. Ha sido un gran camino de aprendizaje”, finalizó.