Las inundaciones, tifones, terremotos e incendios se han vuelto el pan de cada día y tienen una razón: el cambio climático. Lo de hoy es una realidad anunciada desde el siglo pasado que quisimos ignorar, pero la naturaleza nos está haciendo testigos de su furia. Y aunque todos sufrimos los efectos del calentamiento global, sus consecuencias no se reparten por igual.
Mientras algunos pueden resguardarse en sus casas durante las fuertes lluvias, otros rezan para que una quebrada desbordada o un deslizamiento no se lleve lo que tanto les costó construir o, en el peor de los casos, la vida de sus seres queridos. Mientras unos ven las noticias sobre incendios que consumen cientos de hectáreas de vegetación, otros lloran la pérdida de los cultivos con los que ganan su sustento y el de sus familias.
El cambio climático es un asunto que debe abordarse desde la ciencia, si queremos prolongar la existencia humana en el planeta, pero también debe tratarse como un tema político y social en el que cada decisión busque equilibrar la balanza para los más vulnerables, sobre todo cuando existen evidencias de que quienes más contaminan son los que más privilegios gozan: un estudio de la organización Oxfam Intermon y el Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo reveló en 2020 que “el 10 por ciento más rico de la población mundial (aproximadamente 630 millones de personas) generó el 52 por ciento de las emisiones de carbono acumuladas, consumiendo casi un tercio (el 31 por ciento) del presupuesto global de carbono entre 1990 y 2015″.
Esto está directamente relacionado con el modelo actual de producción y consumo, que cada vez es más voraz con los recursos naturales. No es casualidad que los principales países industrializados sean los mayores generadores de contaminantes: Our World in Data indica que en 2019 China fue responsable del 13,88 por ciento de las emisiones de CO2, seguido por Estados Unidos (25,43 por ciento) y los miembros de Unión Europea (17,75 por ciento). Por su parte, para ese mismo año, todo Suramérica emitió el 2,61 por ciento del total de CO2 y África el 2,86 por ciento.
Es decir que, a pesar de que son los que menos responsabilidad tienen en la crisis climática que afrontamos, las personas y territorios con más necesidades son los que padecen las peores consecuencias y los que menos capacidades tienen para adaptarse a las nuevas realidades porque, entre otras razones, tienen una serie de necesidades de la población que deben ser cubiertas con prioridad, como el desempleo, el hambre y los conflictos internos –como es el caso de Colombia.
Y ahí es cuando entra el planteamiento de la justicia climática, que señala que el cambio climático es un tema político y ético, cuyos impactos y responsabilidades deben ser compartidos de manera equitativa y justa, protegiendo a los más vulnerables.
Siguiendo esa lógica, los países que más emisiones generan deberían aportar recursos técnicos y económicos a los que menos contaminan para que estos últimos puedan planificar sus territorios en pro de la adaptación ante el cambio y la variabilidad climática y ejecutar políticas públicas a través de las cuales se garantice la seguridad alimentaria y se proteja a los más desfavorecidos.
Pero ese no es un camino fácil pues, de implementarse, se debe pensar en una metodología que establezca a qué países y en qué cantidades los grandes emisores deben reparar. Al respecto, el economista estadounidense Jeffrey Sachs ha propuesto la creación de un tribunal climático.
Entre el 7 y el 18 de noviembre se celebrará la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático 2022 (COP27) en Egipto y más que un espacio de reflexión, en el que se hable de compromisos que pocos asumirán de manera cabal, debería convertirse en un escenario de donde se trace la hoja de ruta de acciones a corto y mediano para disminuir la velocidad a la que avanza esta crisis que no da más espera.
*Director del Área Metropolitana del Valle de Aburrá .
Twitter: @JDPalacioC
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