Un día, parado frente al espejo antes de salir para el colegio, descubrí que me estaba quedando calvo. Años después frente al mismo espejo, decidí abandonar la lucha desenfrenada que había emprendido para evitarlo desde aquella terrible mañana. Había entendido por fin y para siempre, que no hay poder humano ni divino capaz de detener la caída del pelo.
De haberlo sabido me habría podido evitar las burlas de quienes me vieron deambular por la casa con gorro de baño, mientras unas gotas espesas de petroleo crudo me escurrían por la nuca, o habría podido evitarles la hediondez del barro amazónico, o del champú de crin de caballo y no se cuantos otros brebajes, cremas y lociones, todos igualmente nauseabundos e ineficaces.
Comencé a desentejarme a una edad en que a nadie siquiera se le pasa por la imaginación que esto sea posible; cuando además, el pelo constituye un arma letal de seducción. Así es que habría hecho cualquier cosa que me hubieran sugerido con tal de conservar una frondosa cabellera para siempre, con tan mala suerte, que de todo lo investigado y experimentado, nunca supe de la aproximación que hizo Aristóteles a la realidad de la afección, cuando observó que los eunucos presentaban inmunidad a la calvicie.
Al entrar a la universidad la evidencia de mi calvicie fue absoluta. Ya para entonces había dejado de usar compulsivamente cuánto producto salía al mercado en vista de lo inútiles que resultaban, y trataba más bien de disimular las entradas con elaborados peinados, convencido de que no se notaba.
Si en la biblia aparecen referencias sobre las mofas que le hacían a quienes padecían de calvicie, yo no iba a salir indemne a pesar del patético esfuerzo que hacía por ocultar una alopecia galopante. Mis compañeros comenzaron a burlarse, a ponerme apodos y a hacerme chistes en la cara, hasta que finalmente un día dejé de existir. Yo ya no era Diego Trujillo. Ahora era el Calvo Sotelo, o Italo Calvino, o para los menos sofisticados simplemente El Calvo.
Y entonces una mañana frente al espejo delator, a punto de iniciar la compleja urdimbre capilar para tratar de disimular los boquetes, de repente tomé la decisión de bajar la guardia y aceptar con resignación mi inocultable condición. Decidí raparme para que no quedara duda, con la esperanza de librarme aunque fuera de los sobrenombres, que ante la absoluta evidencia, resultarían demasiado obvios y por lo tanto poco divertidos.
Y se produjo el milagro; me paré ante la escalera de la entrada principal de la facultad y retiré con alevosía el gorrito de lana que usaba para cubrirme del frío, y en vez del acostumbrado “Quiubo calvo”, fui recibido cariñosamente por una compañera con un “ayy tienes una cabeza divina”. Razón tenía quien dijo que Dios creó algunas cabezas perfectas y otras las cubrió de pelo.
Desde entonces me considero un calvo feliz; la vida sin pelo me convirtió en un punto de referencia obligado; me puedo dar el lujo de usar bisoñé para interpretar un personaje, no uso champú, ni blower, ni cepillo, ni voy a la peluquería. Me libré para siempre de un mercado lleno de estafadores que aseguran hacer crecer el pelo, como si se pudiera hacer crecer a un enano.
Tengo la fortuna de estar pasando por una época en que según el modelo de belleza es atractivo ser calvo, y como si fuera poco pertenezco a un selecto grupo cada vez más envidiado, del cual se dice que son los mejores amantes. Yo no voy a asegurarlo y mucho menos a desmentirlo; lo cierto es que no voy a hacer nada que haga salir pelo, para que el beneficio de la duda me acompañe hasta el final de mis días.
*Actor.
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