Rodrigo Urrego Bautista Enviado SEMANA San Petersburgo. Rusia San Petersburgo era el paraíso prometido. No solo por tratarse de la ciudad más maravillosa del país donde se juega el Mundial, sino porque el calendario la había señalado como el destino soñado por todos latinos que emprendieron la aventura llamada Rusia 2018. Los brasucas, como los argentinos llaman a los brasileños, tenían planeado copar la ciudad con su ‘torcida’ (hinchada), desde la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, hasta el estadio donde juega el Zenith, uno de los más poderosos equipos de la liga rusa. Los argentinos, desde que clasificaron en el segundo puesto del Grupo D, hicieron los mismos planes. Peruanos, mexicanos y colombianos también soñaban con la semifinal en la que hace dos siglos era la capital del vasto imperio ruso. Y el puñado de uruguayos que pareció dejar solo al país más pequeño de Suramérica, desde siempre tenía claro que antes de Moscú, su tierra prometida sería la ciudad en la que solo se está de noche un par de horas, y la que con su cielo, sus calles, edificios y ríos, deja a todo el mundo del Mundial con la boca abierta. Pero un ‘ejército’ de inmigrantes, la selección de Francia comandada desde el banco por Didier Deschamps (campeón del mundo en 1998, Mundial de Francia), y con los soldados más elegantes para jugar al fútbol de este Mundial, se encargó de dejar sin sueños a los peruanos apenas en la ronda de grupos en Ekaterinmburgo; sin norte a los argentinos (siempre convencidos de que el próximo domingo estarían en Luzhniki alzando la Copa) en el Arena de Kazán apenas en los Octavos de Final; y sin aliento a los uruguayos el pasado viernes en Nizhny Nóvgorod. A Brasil, que parecía tener el camino despejado, fueron los diablos rojos de Bélgica los encargados de devolverlos para Río de Janeiro. Bueno, a los jugadores. Mundial es Mundial y las hinchadas de Latinoamérica, la que junto a los rusos le salvaron la taquilla a la Fifa, no han quedado eliminadas. Por lo menos en las tribunas del estadio de San Petersburgo eran mayoría, el día de la fiesta de los franceses. La primera semifinal fue una fiesta de Rusia y América Latina. “Menos Argentina”, como cantaban los brasileños. “Todos los brasucas se pondrán a llorar”, respondían los del río de la Plata. Sonó La Marsellesa y el himno de Bélgica, comenzó el duelo entre galos y flamencos, y apenas la pelota se puso en movimiento en la tribuna de oriental se levantaron los albicelestes para gritar “Ar-gen-tina, Ar-gen-tina…”, como si Lionel Messi estuviera en el campo. “Braaasil, Braaasil”, respondieron los de occidental- Más tarde el “Roo-si-á, Roo-si-á…” fue el grito que mandó en las tribunas. Los belgas, vaya sorpresa, veían el partido de pie pero en silencio, sin inmutarse, pasaban inadvertidos a pesar de haber teñido de rojo la tribuna sur. No hacía falta. Rusos y latinos se encargaron de gritar “Bélgica, Bélgica”. Todos en las tribunas querían ver la caída de Griezman - un francés que toma mate más que los uruguayos-, Mbappé, Pogba, Lloris, Giroud, Varanne, Umtiti, como hace dos siglos (en junio de 1812) cayó derrotada la Grande Armée de Napoleón (el mayor ejército jamás formado en la historia europea hasta ese momento, 691.500 hombres), en la fatídica campaña del emperador por querer subordinar al zar Alejandro I. Pero esta vez –para los franceses- el desenlace no fue el de la batalla de Krasnoi. Nada qué hacer. Nada ni nadie parecen detener al equipo que mejor juega al fútbol en este momento, el de las paredes perfectas (la jugada más simple del fútbol, pero la más difícil), el de los pases de taco (acaso la jugada más elegante que se pueda ver en una cancha de fútbol, como el de Mbappé), o las bicicletas (como las de Pogba). Y para colmo el de las atajadas de Hugo Lloris, el mejor arquero de este Mundial con mucha diferencia, y que este martes volvió a ahogar un grito de gol a un disparo de Toby Alderweireld, y otro de Fellaini en el segundo tiempo. Por eso, el “alleeeez la France”, o el “alleeez les bleus” terminaron por imponerse en las tribunas, más aún tras el gol de cabeza de Umtiti, en los primeros minutos del segundo tiempo. Si la campaña de Napoleón fue fatídica, la de Deschamps parece que será de placa de honor en los Campos Elíseos. Seguro que lo que se vivía en la cancha no era diferente. Limítrofe con Alemania, Luxemburgo, Holanda y Francia, en Bélgica el idioma oficial no es el belga, sino el holandés, francés y alemán (dependiendo de la región). Por eso, en el vestuario del plantel que está disputando el Mundial de Rusia se escuchan palabras de distintos idiomas. Incluso en español, que lo habla su entrenador, Roberto Martínez. Una auténtica Torre de Babel. Para evitar que esta se derrumbe, llegaron a un acuerdo en elegir una sola lengua. La elegida, el inglés.No por capricho. Es la segunda lengua del director técnico, que basó su carrera como futbolista y entrenador en Inglaterra. Además, 13 de los 23 jugadores militan actualmente en equipos de la Premier League. Ningún problema para Romelu Lukaku, el de la camiseta con el número 9, el chico que creció con la botella de leche rendida con agua porque sus padres no tenían para comprar un litro a diario, habla seis idiomas: holandés, francés, inglés, portugués, español y swahili, lengua usada en varios países africanos. Si de nacionalidades o países de origen se trata, con la camiseta de Francia, 14 de los 23 jugadores lo tienen en África, Umtiti, el que marcó el gol para ir a Luzhniki el domingo, nació en Yaoundé, la capital de Camerún; Paul Pogba tiene ascendencia y nacionalidad de Guinea por sus padres (sus hermanos juegan para la selección de Guinea); la joya Kylian Mbappé también tiene raíces en Camerun; N‘golo Kanté, aunque nació en París, tiene nacionalidad y ascendencia maliense; Matuidi, al que el estadio más pitó por sus constantes caídas al piso, nació en Toulouse pero tiene nacionalidad angoleña; Corentin Tolisso, nació en Tarare, Francia, pero tiene nacionalidad de Togo, un país de África Occidental, de donde es su padre. Solo por mencionar los que tuvieron acción en la cancha del estadio de San Petersburgo, en la que todos los latinos querían haber estado.
Los únicos que sí lo hicieron fueron los uruguayos, Andrés Cunha, el juez central, y sus dos árbitros asistentes. El referee se llevó la mayor cantidad de silbatinas, sobre todo cuando dejó de sancionar, al borde del área, una falta del francés Giroud (de horrible noche en San Peterburgo) sobre el mago belga Hazard, que hubiera supuesto un peligro evidente. Terminó el partido y los brasileños dedicaban minutos de silencio a los argentinos (por su temprana eliminación), los colombianos cantando “Eeeeeeel Tigre Falcaaaa-o”, y los mexicanos “Cielito lindo”. La primera semifinal fue toda una fiesta…, pero no tan a la francesa.